Mujeres indígenas que huyeron de la violencia que vivían en sus comunidades llegaron a los campos agrícolas en Sinaloa, en aras de independizarse económicamente y cambiar la situación de maltratos, carencias y falta de oportunidades en la que vivían. Pero se toparon con una realidad peor.
Por Lizbeth Ortiz Acevedo/ Cimac
Las zonas agrícolas en el estado norteño de Sinaloa son vivo ejemplo del maltrato casi feudal contra mujeres indígenas y migrantes, que huyen de la pobreza y violencia de sus comunidades.
Sinaloa tiene varias zonas agrícolas que no detienen sus labores durante casi todo el año. Una de ellas es Villa Juárez, en el municipio de Navolato, a 30 minutos de distancia de Culiacán, capital del estado.
En este lugar se siembra tomate, chiles, pepinos, ejotes, frijoles, berenjena, calabaza y una variedad de legumbres, hortalizas y granos, que son distribuidos a todo el país.
En la zona se observan los interminables surcos trabajados por cientos de mujeres, quienes padecen violencia, hacinamiento, abusos, maltrato y jornadas laborales sin descanso, denuncia Amalia Lópes, presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de Villa Juárez.
Informa que mujeres provenientes de 20 estados son llevadas por “enganchadores”, quienes van a sus comunidades y en su lengua materna les prometen trabajo bien remunerado, vivienda y transporte, así como un contrato laboral.
Lo del contrato es cierto, pero las condiciones de vida distan mucho de ser lo que les prometieron porque son llevadas a unas “cuarterías”, es decir bodegas en las que son alojadas para luego ser trasladadas a las 4 de la mañana a los campos.
Tal actividad la realizan los siete días de la semana para percibir un sueldo diario no mayor a 150 pesos.
Estas mujeres que decidieron emigrar ante la falta de oportunidades y la violencia intrafamiliar, llegan en las camionetas de los “enganchadores” y son instaladas junto con hombres, niños y familias completas en estas “cuarterías”, que tienen entre 24, 36 o hasta 60 divisiones que los albergan en hacinamiento, sin ventilación y con láminas que ocultan lo que sucede al interior.
Las condiciones de vida, describe la activista, son de un riesgo latente, ya que se viven abusos, violencia de todo tipo, maltratos, e incluso ha habido mujeres que han parido en el piso de esos lugares, ya que los dueños impiden el ingreso de las autoridades.
Al recorrer las calles Ignacio Altamirano y Ricardo Tamayo, en la colonia López Portillo, en Villa Juárez, se observan “cuarterías” consecutivas, en las que sus propietarios tienen acuerdos con los dueños de los campos para que les lleven personal, por lo que a las mujeres no se les cobra renta pero “viven en prisiones”, acusa Lópes.
Aislamiento
La defensora abunda que en los campos agrícolas Victoria, El Chaparral, Santa Teresa y El Serrucho, de la empresa Melones Internacionales, a las jornaleras no se les permite visitas, además de que no se les da oportunidad de convivencia entre ellas, y en caso de enfermedad son despedidas sin ningún amparo legal.
Amalia afirma que la gran mayoría de la población de Villa Juárez son migrantes, quienes ya suman 70 mil habitantes, según datos oficiales. Estas personas llegan hablando hasta 16 lenguas originarias, lo que ha generado dificultades para que ejerzan su derecho a la salud y a la justicia debido a la falta de intérpretes.
Mujeres triquis, zapotecas, tarascas, mayas, huicholas y tlapanecas, entre muchas otras etnias que trabajan en los campos, “viven mal”, comen en la tierra, en condiciones poco favorables, son acosadas sexualmente, viven violencia física y además no cuentan con seguridad social pese al esfuerzo del trabajo en el campo.
Presentan también enfermedades en la piel por la exposición al sol, a la tierra o por el contacto con los agroquímicos, detalla Amalia. También padecen problemas de columna y en sus pulmones debido a los baldes que tienen que cargar en su espalda.
Francisca, jornalera que empacaba chiles en Villa Juárez desde las 7 de la mañana hasta la una de la madrugada todos los días, denuncia que las labores se han recrudecido, pues los patrones les exigen casi el doble de productos diariamente.
Incluso detalla que las 84 mujeres con las que trabajaba y quienes son en su mayoría jefas de familia, presentan dolores de cintura por los saltos que tienen que dar para evitar caer en alguna de las zanjas que están entre los surcos, pero las que no pueden hacerlo llegan a sufrir fracturas.
Cuenta que la labor en los invernaderos también es difícil, pues la temperatura promedio de 25 grados centígrados aumenta considerablemente, lo que les provoca deshidratación y los empleadores no les brindan ni un vaso de agua.
Fuente: CIMAC Noticias