Por Priscila Guinovart*
¿A qué se debe la seguidilla de acusaciones de hostigamiento sexual en Hollywood en los últimos meses? ¿Hoy nos animamos a contar lo que por mucho tiempo tuvimos que callar? ¿Moda? ¿Publicidad? ¿Cacería de brujas? ¿Corrección política? ¿Un poco de todo?
Los avances sexuales indeseados – repudiables sin exclusión – forman parte de una de las tantas manifestaciones de violencia a la que todos hemos estado expuestos desde que comenzamos a caminar sobre dos extremidades allá en África. En la mayoría de los casos, la mujer ha tenido históricamente un papel pasivo, es decir, ha sido la principal víctima. Muchísimos hombres han sido igualmente abusados, siendo casi siempre el victimario un congénere y, muy ocasionalmente, una mujer
En los últimos años, sin embargo, pareciera haber un aumento acelerado de este tipo de acusaciones. Desde discotecas hasta la escuela y la oficina, no hay lugar en el cual nos sintamos a salvo de insinuaciones sexuales que se escapan de nuestra voluntad e intención. Nos vemos en la obligación, entonces, de volver a las preguntas que dispararon estos párrafos: ¿qué pasa?
Durante siglos, normalizamos el abuso sexual. Escribo en plural porque sería un error colosal asumir que tal “normalización” proviene exclusivamente de hombres. Muchas mujeres, y hasta hace relativamente poco, interpretaban al hostigamiento como una de esas “cosas (infortunadas) que pasan”.
Nuestras bisabuelas, abuelas y en algunos casos, también madres, veían al acto sexual no consensuado e incluso a la violencia doméstica como un capricho de la “suerte”: eran comportamientos típicos del macho que había que tolerar, lágrimas y sangre mediante.
Las generaciones más jóvenes comprendimos al fin que no, que ningún acercamiento lascivo es tolerable; que es, en oposición, condenable y denunciable. Para los liberales esto es fácil de comprender, puesto que creemos en el principio de no agresión (paralelo al de propiedad de uno mismo); es decir, despreciamos la coacción, recusable sin excepción.
Ahora bien, hay acciones inmensamente desacertadas en la nueva ola de acusaciones (esa que incluye a todo Hollywood) y es la siguiente: pretender equiparar un avance con una violación.
No pretendo con estas líneas minimizar ninguna de la dos conductas, ambas vomitivas. Pero por respeto a todas las mujeres que en efecto han sido violadas, no es moralmente aconsejable hablar del “imborrable trauma” que causa un toque en el trasero.
Uno de los grandes peligros – quizás el mayor de ellos – que representa este tipo de denuncias es banalizar la violación; uno de los agravios más humillantes que puede experimentar un ser humano.
Igualar en gravedad al “acoso callejero”, indeseable como es, con la violación, casi que constituye un crimen en sí mismo. Es cierto que nadie debe transitar por la calle con miedo, privándonos de nuestra sana libertad de circulación; pero un “piropo”, por grosero que sea, o una caricia no solicitada no son lo mismo que una violación.
Hemos de comprender, por lo tanto, que el victimario no merece el mismo castigo por conductas totalmente distintas, aunque compartan ser, reitero, desagradables.
Incurrir en tal error sólo nos llevará a una cacería de brujas que no contribuirá para nada con la causa. Si comprendemos que la violación es un hecho ultrajante y casi incomparable con cualquier otro, no es recomendable entrar en discursos del estilo “puso su mano sobre mi cadera y me dijo que era hermosa ¡vayan por su cabeza!”
Este tipo de avances también merece observación, seguimiento y seriedad, pero no podemos referirnos al ejecutante, bajo ningún concepto, como a un acosador y mucho menos como a un violador.
No podemos, tampoco, hacer sentir culpables a todos los hombres del mundo por el simple hecho de haber nacido hombres – ni las mujeres desvalorizarnos tanto que venimos al mundo jurando de antemano ser víctimas.
Que sobre los violadores caiga todo el peso de la ley. Lo mismo corre para los golpeadores y abusadores. El reto es tal vez definir qué es abuso y qué no; no para proteger a malhechores, sino para generar conciencia y evitar caer en arengas que sólo aceleran la violencia ya reinante.