Por Juan Pablo Proal
¿De verdad podemos seguir como si nada? No estamos exentos de ser torturados, desaparecidos, desmembrados, disueltos en ácido, encarcelados, violados… Los prados, los besos, las sonrisas, las caricias, la vida no puede florecer entre tanta maleza. Podemos fingir, tratar de actuar algo que se le parezca, taparnos los ojos y los oídos, pero es imposible descansar entre tantas pesadillas. No sin Prozac.
Nos acostumbramos a cenar entre fosas clandestinas, bombazos y amputaciones. Quisimos seguir nuestras rutinas entre granadas, convoyes militares y daños colaterales. Hubo quienes se indignaron por “tanto amarillismo”, “porque no todo Juárez es muerte”, “porque no todos somos narcos”, “¡porque las buenas noticias también son noticia!”. “Estamos en el Mexican Moment, ¿no lo ven?”.
Ni las muertes más mediáticas, ni los poetas que decidieron no escribir más, ni los huérfanos de “Los Zetas”, ni las ultrajadas por el Ejército, ni los menores calcinados por la corrupción nos movieron el corazón. No lo suficiente para que nos decidiéramos a poner un alto. Cuando mucho fueron tema de sobremesa, motivo para compartir links en redes sociales y culpar de todo a los políticos.
Dejamos que Rafael Moreno Valle siga pisoteando a los más pisoteados. Permitimos que Javier Duarte siga burlándose de nuestros muertos. Que Manuel Velasco dilapide nuestro dinero para construir otra candidatura de telenovela. Que Raúl Plascencia se promueva grotescamente a costa de nuestros derechos humanos. Que un tipo con evidente incapacidad y pobreza moral asumiera la silla presidencial.
Permitimos que nuestras mujeres sean desaparecidas, que los sicarios sean el modelo de nuestros niños, que graben nuestras conversaciones telefónicas y nos arranquen de nuestros hogares bajo cualquier pretexto.
Que convirtieran nuestros hospitales públicos en antesala al cementerio, nos robaran el derecho a una jubilación digna, nos paguen salarios de esclavos, nos vendan a plazos diminutas viviendas chatarra y nos cierren las puertas de las universidades públicas.
Si el caso Ayotzinapa no sirve para que pongamos un alto, nada lo hará.
Si somos tan indulgentes como para creer que eso que llamamos vida puede continuar como si nada habremos sepultado las reservas de esperanza que le quedan al país.
Si el dolor no nos hermana, habremos de resignarnos a que nuestra única posibilidad de cohesión social es un triunfo de la selección mexicana en octavos de final del Mundial.
Leía una publicación en Twitter de un usuario que les reclamaba a quienes tomaron la presidencia municipal de Iguala, Guerrero.
Escribía, con ese lenguaje soberbio y clasista que reina en las redes sociales: Los respetaré cuando marchen contra los narcos. He visto también cómo los escudos del poder intentan denostar las movilizaciones. Como siempre, desprestigian la conciencia social. Tachan a las almas solidarias de “muchedumbre rabiosa”, “acomplejados”, “amargados que intentan desestabilizar al país”.
Otros más, desde la lejana indiferencia, introducen la absurda discusión de sobremesas clasemedieras: manifestarse sí, pero sin afectar a los demás.
Muchos cayeron nuevamente en el falso debate alentado por los más corruptos periodistas: Estás o no con López Obrador. No es tiempo para tantas frivolidades.
Es momento de desafilar los cuchillos, encontrar a cada desaparecido, silenciar cada bala, exhumar cada cadáver y ponerle fin al contador de feminicidios. No podemos tolerar más Marios Marines, más “Tutas”, ni más Amados Yáñez. No podemos ser tan testarudos, tan desalmados, tan idiotas.
Si todo este infinito dolor no nos mueve, entonces la sociedad de consumo no tiene remedio.
Habremos de aceptar que sólo el individualismo, el egoísmo y el triunfo bobalicón son la religión imperante y no sabe de disidencias.
Habremos de entender que “el éxito” sólo crece entre la sangre y la basura, entre guerra y desechos, egoísmo e indiferencia. Que sólo se puede subir al estrado encaramado por cadáveres. Resignarnos a que México no tiene remedio.
Fuente: Proceso