Señor Andrés Manuel López Obrador, señoras y señores, amigas y amigos, espíritus de la Reforma liberal, ánimas de la reacción:
Me siento profundamente honrado al hablar aquí, en el pueblo de San Pablo Guelatao, habitado hace dos siglos por veinte familias y hoy el centro de un vasto homenaje nacional. No necesito decirles a los habitantes de Guelatao lo que saben considerablemente mejor que yo, la manera de acudir a la carga simbólica de este lugar para olvidar de inmediato los problemas de sus habitantes. En este lugar por más de un siglo las promesas han hecho las veces de tarjetas devisita.
Juárez, el paisano de paisanos, ha sido demasiadas veces el pretexto del turismo político-electoral. De todos nosotros, y muy especialmente de ustedes, depende que se interrumpa para siempre la celebración del ritual con sus características fatales: rutina, indiferencia, derroche provisional, demagogia. A casi dos siglos de su nacimiento, Juárez, los habitantes de Guelatao y el país entero merecen el homenaje más preciso: el análisis de su herencia y de su significado histórico.
Juárez, uno de los grandes creadores de la nación, no es un mártir ni un prisionero de su tiempo. Al cabo de tantos hechos trágicos y épicos, y de las conjuras y las traiciones, él es un vencedor insólito, mucho más un contemporáneo de vanguardia que un precursor. Vence al racismo ancestral, a las imposibilidades y dificultades de la educación en un país y una región asfixiados por el aislamiento, a los problemas de su carácter tímido y cerrado, a las divisiones de su partido, a la ira y las maniobras del clero integrista y los conservadores, a la intervención francesa, a las peripecias de su gobierno nómada, al imperio de Maximiliano, a la oposición interna de varios de los liberales más extraordinarios, a sus terquedades en el mando. Se le persigue, encarcela, destierra, calumnia, veja y ridiculiza; y sus enemigos quieren hacer de su encono el sinónimo de la adversidad; no obstante todo esto, permanece por la congruencia de su ideario y vida, y por defender con razón y pasión las ideas cuyo tiempo ha llegado.
A Juárez, el conservadurismo le dedica la campaña de linchamiento moral más feroz de la historia de México. Los ejemplos son interminables, y entre ellos se cuentan los cuentos de fantasmas que la derecha confesional quiere ofrecer como Historia de México. Allí Juárez resulta literalmente “la Bestia Apocalíptica”, “el esbirro de los norteamericanos”, “el Anticristo”. En la colección de “Ultimos Momentos de los Réprobos” debe incluirse un relato predilecto de las parroquias: Juárez en su agonía dice al demonio: “No me lleves antes de que me convierta a la verdadera fe”.
Hasta hace unas décadas se calificaba a Juárez de enemigo personal de Dios, y las señoras decentes, al extremar su pudor y desdén, en vez de advertir “voy al baño”, musitaban: “Voy a ver a Juárez”. En los colegios particulares, durante casi un siglo, se entonan cancioncitas pueriles: “Muera Juárez que fue sinvergüenza”, y en las reuniones se le satiriza: “Benito Juárez/ vendía tamales/ en los portales/ de La Merced”. Antes de la revolución de 1910, en los pueblos manejados por los conservadores y sus confesores de planta, lo primero que se exige a los presidentes municipales es tirar el retrato de Juárez a la basura o ponerlo de cabeza. Y en 1948, por ejemplo, la Unión Nacional Sinarquista, organismo inspirado en la Falange franquista, convoca a un mitin en el Hemiciclo a Juárez, que consiste en una larga cauda de insultos a don Benito. (La derecha sí que se toma en serio las estatuas.) En la histeria, un orador le dice al Benemérito: “No eres digno de ver las caras de hombres honrados”, y le escupe al producto marmóreo, al que se venda de inmediato con tal de cancelar la mirada deshonesta. Todavía en 1993 unos obispos, al rechazar la posibilidad del pago de impuestos de su iglesia, argumentan: “No nos toca pagar. Que nos abonen algo de lo que nos quitó Juárez”. Eso para no mencionar las andanadas de la derecha del siglo XXI, que ha pretendido un tanto vanamente hacer a un lado a Juárez para remplazarlo con las ambicioncitas de Iturbide. Como le dijo a unos diputados al parecer sarcásticamente un político encumbrado a principios de este sexenio: “Sí, sí, sí, jóvenes, Juárez, Juárez, Juárez, Juárez”. Y con esta muestra de memoria onomástica creyó clausurar un mito y promover la revancha histórica. Me lo imagino cantando: “Juárez sí debió de morir”.
¿A quién extraña en América Latina y en el mundo entero, a propósito de los héroes tutelares de cada país, la sobreabundancia de recordatorios de su fama? Esto ha sido la norma, no lo deseable, sino lo inevitable. En el siglo XIX, en el proyecto de secularizar a la sociedad y de puntualizar las exigencias de la nación soberana, se requiere el canje de lealtades. Donde había santos, hay héroes; a las peregrinaciones se añaden los días de fiesta cívica, y a los patriotas culminantes “de primero, segundo y tercer nivel” se les otorga la titularidad de los nombres de ciudades, avenidas, calles, plazas, instituciones, medallas, premios, películas, alegorías, consignación en murales y cuadros, en grabados y portadas de libros. Y el resultado de la ubicuidad de Juárez ha sido la implantación muy eficaz de un patriota excepcional y el olvido o el relegamiento de lo específico de una lucha y del sentido de su liberalismo radical, de su intransigencia, de su anticlericalismo tan cristiano. Homenaje mata mensaje, podría decirse, y algo así podría ocurrir en esta celebración del bicentenario. Por eso conviene agradecer a la derecha en sus diferentes tamaños el que se abstenga de estos actos y el que mantenga su encono, su desprecio y su visión fantasmal de Juárez: es uno de sus mayores certificados de la vigencia del Benemérito de las Américas, el epíteto que fue muy probablemente su nombre de pila.
En la era de Santa Anna, Juárez se forma profesional y políticamente contra la corriente, desde la humildad, el estudio, el silencio, la forja del carácter, todas las virtudes personales anteriores a la Auto-ayuda. Santa Anna, que lo odia y lo destierra, lo recuerda con desprecio escénico: “Nunca me perdonó (Juárez) haberme servido la mesa en Oaxaca, en diciembre de 1829, con su pie en el suelo, camisa y calzón de manta, en la casa del licenciado Manuel Embides… Asombraba que un indígena de tan baja esfera hubiera figurado en México como todos saben”. Este autorretrato del racismo se origina en el desconocimiento del temple del ser menospreciado. A Juárez ni lo humilla ni lo ensombrece su origen. El racismo insiste en considerarlo inferior, y él convierte en estímulos las cargas del desprecio. Si Juárez no apoya explícitamente la causa indígena y es a momentos muy severo con los suyos, su mero arribo a la Presidencia exhibe la abyección de los prejuicios. Un indígena Presidente de la República envía a todos los racistas a dar vueltas como presos dantescos en los círculos de la incomprensión y la rabia.
Panorama sumario de las condiciones del país hasta 1857, un tanto telegráfico: Ingobernabilidad. Escasas nociones de lo nacional. Patriotismo intenso en algunos sectores, casi inexistente en otros. Miseria y pobreza intolerables. Erario sin fondos. Comunicaciones muy escasas. Corrupción extrema en el sistema judicial. Ejércitos muy precarios. Minorías que luchan por imponer a las masas el proyecto nacional. Analfabetismo generalizado. Gran influencia del pensamiento de la Revolución Francesa y del federalismo norteamericano. Clero y conservadores que insisten: Si se permite la existencia de otra fe religiosa, la nación se condena al oprobio.
El Congreso Constituyente de 1857 funda la nación moderna en el orden teórico y revela la presencia de la mentalidad moderna (todavía masculina, la dictadura de género no se deja actualizar). Entonces la Ley Juárez es primordial, “piedra de toque, se ha elevado a la categoría de dogma entre los verdaderos republicanos, y sin ella la democracia sería imposible”, se declara entonces. Pero la democracia es aspiración remota y lo concreto es la lucha por el fin de la teocracia y del sometimiento estatal a la Religión Unica. Hay que conseguirlo todo a la vez: implantar la tolerancia, proclamar los derechos del hombre, el derecho a la educación, las libertades de expresión y de reunión, el derecho al trabajo. El liberalismo, al principio, es más que nada una obstinación jurídica y una certeza ideológica y cultural. En el Congreso de 1857 se pierde la batalla por la libertad de cultos, pero en tres años se avanza con rapidez en la tarea de hacer pensable, y por tanto en muy buena medida necesaria, la tolerancia de cultos. El proceso lo indica con gran sagacidad Ignacio Ramírez, el más lúcido de los liberales de la Reforma: “Miguel Hidalgo, con sólo declarar la independencia de la patria, proclama, acaso sin saberlo, la República, la Federación, la tolerancia de cultos y de todas nuestras leyes de reforma”. Ramírez tiene razón: Hay acciones que en sí mismas contienen detalladamente el porvenir según la lógica implacable del desarrollo de la comunidad nacional. Las Leyes de Reforma ya avizoran el ejercicio de los derechos humanos, la decisión de crear la ética republicana sin sobornos o amenazas del Más Allá, la defensa de los derechos de las minorías y, muy especialmente, la fuerza de convertir lo inimaginable en lo concebible por exigencias de la razón, que inicia uno de sus enfrentamientos con la desigualdad.
Juárez, gobernador de Oaxaca. Desconocido por el clero, no se inmuta, toma posesión y prosigue con su vida republicana. En Apuntes para mis hijosrecapitula:
A propósito de malas costumbres, había otras que sólo serían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernadores, como la de tener guardias de fuerzas armadas en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador, abolí esta costumbre, usando de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardias de soldados y sin aparato de ninguna especie, porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de un recto proceder, y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernadores de Oaxaca han seguido mi ejemplo.
Del 12 de julio al 11 de agosto de 1859 se promulgan las Leyes de Reforma, se nacionalizan los bienes del clero, hay separación de la Iglesia y el Estado, se exclaustra a monjas y frailes, se extinguen las corporaciones eclesiásticas, se concede el registro civil a las actas de nacimiento, matrimonio y defunción, se secularizan los cementerios y las fiestas públicas y, lo esencial, se promulga la libertad de cultos. Al desplegar su libre albedrío, los liberales de la Reforma localizan lo que Ignacio Ramírez considera la única significación racional de este término: “Excluir la intervención de la autoridad en los asuntos fundamentales personales”.
En suma, se declara concluida la etapa feudal del país y se sientan las bases del pensamiento crítico. Se necesitarán más tiempo y numerosas batallas políticas, militares y culturales para implantar con efectividad la sociedad laica, pero desde el momento en que se le declara justa y posible crece y va arraigando, y tan sólo eso, el avance irreversible de la secularización modifica a pausas y cambia con sistema el sentido público y privado de la nación. Lo irreversible siempre es destino.
Maximiliano acepta la corona el 3 de octubre de 1863, y le envía una carta a Juárez invitándolo a reunirse con él en la ciudad de México para buscar un entendimiento amistoso. Don Benito le contesta tajante: “Se trata de poner en peligro nuestra nacionalidad, y yo, que por mis principios y mis juramentos, soy el llamado a mantener la integridad nacional, la soberanía y la independencia … Me dice usted que, abandonando la sucesión de un trono de Europa, abandonando a su familia, sus amigos, y sus bienes, y lo más caro para el hombre, su patria, se han venido usted y su esposa, doña Carlota, a tierras lejanas y desconocidas, sólo por corresponder al llamamiento espontáneo que le hace un pueblo que cifra en usted la felicidad de su porvenir. Admiro positivamente, por una parte, toda su generosidad y, por la otra parte, ha sido verdaderamente grande mi sorpresa al encontrar en su carta la frase llamamiento espontáneo porque yo había visto antes que, cuando los traidores de mi patria se presentaron en comisión por sí mismos en Miramar, ofreciendo a usted la corona de México, con varias cartas de nueve o 10 poblaciones de la nación, usted no vio en todo eso más que una farsa ridícula… Tengo la necesidad de concluir, por falta de tiempo, y agregaré sólo una observación. Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de los bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará. Soy de usted, S.S., Benito Juárez.”
¿Cuál es la tradición ideológica de la izquierda mexicana en el orden del pensamiento frente al Estado? Todavía a principios del siglo XX al liberalismo radical se le combate pero se le estudia. Luego sobreviene el error histórico: la izquierda se somete a los esquemas de la URSS y sus versiones del marxismo, se desprende de sus raíces del siglo XIX. En México, y con sinceridad flamígera, la izquierda no duda: Surge a partir de instantes poderosos de la Revolución Mexicana (antes de su conversión al capitalismo) y se afirma y delinea con la Revolución Soviética. En tanto influencias mesiánicas, conceptos y vocabulario esto es innegable, pero el señalamiento se oculta el proceso fundacional en el que participan Fernández de Lizardi, Fray Servando Teresa de Mier, José María Luis Mora, Valentín Gómez Farías, y la deslumbrante generación de la Reforma, Ramírez, Otero, Ocampo, Prieto, Altamirano, Juan Bautista Morales, y, sobre todo, Benito Juárez. Por razones de fe súbita y de inmersión en los nuevos libros sagrados, por lo común mal traducidos, la izquierda mexicana renuncia a su gran herencia del liberalismo radical y, sin haber leído a estos intelectuales, nunca se considera juarista, porque, arguyen, el liberalismo económico es obstáculo y la Reforma representa básicamente la lógica del capitalismo. Cómo le habría beneficiado a la izquierda leer a los clásicos liberales ahora recuperados en su integridad por Boris Rossen, Nicole Giron, José Ortiz Monasterio y Enrique Márquez.
Es mala o inexistente la lectura ideológica o política de la Reforma liberal, y en rigor, a quien dibujan con sus ataques es al grupo en torno de Porfirio Díaz. Los liberales no son -me sumerjo en la obviedad- marxistas, pero sí captan con clarividencia su momento histórico y su legado debe juzgarse a partir de este hecho múltiple. Hacer caso omiso del pensamiento y la acción de los liberales radicales ha sido una de las causas de la eterna fundación de la izquierda mexicana.
Se repite hasta el hartazgo: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Esto es irrefutable, pero sí requiere precisiones. Hasta el momento lo usual es depositar el énfasis de respeto tal y como lo proyecta la clase gobernante. Para ellos el respeto ha consistido en una noción desdeñosa: No hay tal cosa como “el derecho ajeno”, y a lo más a que pueden aspirar las mayorías es a que se tome nota de su existencia. Así, y por ejemplo, ¿cuál es el “derecho ajeno” en materia salarial? Si algún sentido tiene la celebración del bicentenario de Juárez, es examinar los significados del respeto y verificar el contenido de los derechos ajenos, los de la población ante el gobierno y los empresarios, los de las mujeres ante el machismo y el patriarcado, los de los indígenas ante la ilegalidad a nombre de la ley y la explotación, los de las minorías religiosas ante la interpretación exterminadora de los usos y las costumbres, los de las minorías sexuales ante la homofobia. Si no se precisan en cada caso el derecho ajeno y el respeto, el apotegma y la paz que traiga consigo quedan a la disposición del vacío, así esté muy cubierto por las letras de oro en el Senado.
A 200 años del nacimiento de don Benito Juárez, o 100 como quiso el presidente Fox para regalarle juventud al pasado de la nación, lo más profundo de su legado es la certidumbre del laicismo, iniciado con las Leyes de Reforma y proseguido con la Constitución de 1917. El laicismo garantiza la actualización permanente del conocimiento, la certidumbre de una enseñanza no afligida por los prejuicios y la exigencia de sometimiento a un solo credo, el respeto del Estado a las formas distintas de profesar una fe o abstenerse de hacerlo, la discusión libre de los avances científicos, las libertades artísticas. Por tolerancia se entendió en el siglo XIX el aceptar las extravagancias o los disparates incomprensibles de las minorías; hoy tolerancia, y eso proviene del ideario juarista, es el intercambio de aceptaciones, la convicción de que hay más cosas en el cielo y la tierra de las que sueña la filosofía de cada persona.
Juárez, el impasible, sigue siendo uno de los rostros más vitales y generosos de la nación en la globalidad. No obstante ser una legión de bustos y estatuas sigue siendo el ejemplo más vivo. Concluyo mi intervención con sus palabras: “Mi fe no vacila nunca. A veces, cuando me rodeaba la defección en consecuencias de aplastantes reveses, mi espíritu se sentía profundamente abatido. Pero inmediatamente reaccionaba. Recordando aquel verso inmortal del más grande de los poetas, ninguno ha caído si uno solo permanece en pie, más que nunca me resolvía entonces a llevar hasta el fin la lucha despiadada, inmisericorde para la expulsión del intruso”.
Si Juárez, en San Pablo Guelatao y en la ciudad de México y en Tijuana y en León, no es nuestro contemporáneo, no lo es de nadie.
* Texto leído en San Pablo Guelatao, Oaxaca, en el acto de campaña de Andrés Manuel López Obrador, el sábado 21 de enero.
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