Elecciones, ¿para qué?

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Por Pedro Miguel

Dejemos de lado por un momento los más de cien mil muertos o los veintitantos mil desaparecidos que le ha infligido al país los planes de negocios oficiales en el curso de los últimos ocho años, por más que sea imposible dejarlos de lado. Concentrémonos, por un instante, en dos datos: más de 400 adolescentes desaparecidas en el estado de México durante 2014 (http://is.gd/ZeL1PC) y 780 personas muertas por el Ejército en el bienio 2013-2014 (http://is.gd/v06WSm), más de una por día. En algo que pretenda ser un estado de derecho esas dos cifras tendrían que ser un escándalo porque indican, la primera, que las instancias de gobierno son incapaces de salvaguardar la seguridad de los habitantes y, la segunda, que la institución castrense ha sido lanzada a una guerra de baja intensidad no en contra de un enemigo externo, sino en contra de la población misma o de un sector de ella. Si a lo anterior se le agrega que los dos funcionarios más prominentes del Poder Ejecutivo han sido pillados en posesión de sendas residencias proporcionadas por el contratista al que más beneficiaron en sus cargos anteriores, el resultado tendría que ser una remoción inmediata e incondicional del equipo de gobierno.

Y si se tuviera una vista panorámica de las componendas entre la clase política y las tantas delincuencias –la narcotraficante, la que secuestra y extorsiona, la que comercializa los hurtos de la propiedad pública, la que lava las ganancias ilícitas, la que evade impuestos en forma sistemática, la que soborna– y se viera a esa misma clase política afanada en escamotear sueldos, honorarios, liquidaciones y pensiones, mientras gasta los recursos del erario en obras innecesarias y hasta destructivas con la mira puesta en las próximas elecciones, sería forzoso concluir que esa casta de vividores, con todo y sus rituales y sus leyes adulteradas y sus maquinaciones logreras le hace al país un daño enorme y que su enquistamiento en la institucionalidad explica, por sí misma, el desastre nacional en curso. Pero además está la respuesta oficial a la agresión de los estudiantes normalistas en Iguala: un rosario de mentiras, encubrimientos y declaraciones cínicas que han colocado a sus protagonistas ante un callejón sin salida. O el equipo de Peña confiesa abiertamente lo que sabe y no dice sobre ese episodio intolerable, trágico y catártico, o sigue como desde el 27 de septiembre del año pasado: sin poder gobernar mientras el suelo se le desmorona bajo los pies.

Y si ahora se retoman las decenas de miles de muertos sin justicia y desaparecidos sin esclarecimiento, los negocios depredadores, el saqueo de los recursos naturales, la entrega de la soberanía nacional, los ejercicios represivos y la frivolidad insultante de las esferas gubernamentales se verá que hay sobradas razones para el rechazo hacia la política institucional y hacia procesos electorales que han acabado reducidos a rondas de legitimación periódica de la mafia en el poder. Por eso es comprensible y respetable la postura de rechazo a las elecciones de este año asumida recientemente por la Asamblea Nacional Popular. Con o sin fraudes, los comicios en México han servido principalmente para perpetuar el modelo de destrucción nacional impuesto desde tiempos de Salinas y resulta atractiva la idea de boicotearlos a fin de quitarle a la oligarquía ladrona su única manera de legalización.

Pero otros pensamos que en el contexto de campañas electorales ha sido posible crear articulación y organización popular perdurable y autónoma; que los comicios han sido un espacio para criticar y confrontar el paradigma neoliberal en su expresión mexicana; que resulta menos arduo movilizar a la gente para ganar una elección que para organizar un paro nacional y que a pesar de todo la sociedad es capaz de recuperar y reconstruir las instituciones que le pertenecen. Vemos, por añadidura, que en la presente circunstancia histórica los proyectos políticos posneoliberales y soberanistas que han logrado triunfar en este hemisferio –Bolivia, Ecuador, Venezuela, para mencionar sólo los más radicales– lo han hecho no sólo por medio de la formación de poder popular, sino que han debido también construir partidos formales y concurrir a las urnas, y concluimos que el terreno electoral no es ciertamente el único ni el más importante en el que debe disputarse el país al grupo oligárquico que lo oprime, pero que tampoco debe ser abandonado a las facciones de ese mismo grupo.

Las dos posturas parecen a primera vista irreconciliables y, sin embargo, tal vez no lo sean tanto. A fin de cuentas ambas reclaman los mismos agravios y desean construir lo mismo: un país al servicio de su población y no de los capitales, con seguridad para todos sus habitantes y equidad real entre ellos; una democracia participativa, un estado de derecho y el poder devuelto a su legítimo dueño, que es el pueblo soberano.

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Fuente: La Jornada

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