Por Paul Krugman
Los líderes planetarios deben reconocer que las cosas no van bien para todo el mundo
En 2014, la creciente desigualdad en los países avanzados recibió por fin la atención debida cuando El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, se convirtió en un inesperado (y merecido) éxito de ventas. Los sospechosos habituales insisten en su lucrativa negación, pero para todos los demás es evidente que la renta y la riqueza están más concentradas en el extremo superior de lo que lo habían estado desde la Belle Époque, y que la tendencia no da muestras de remitir.
Pero esa historia trata de lo que ocurre dentro de los países, y por lo tanto, es incompleta. La verdad es que hay completar el análisis al estilo Piketty con una visión global, y yo diría que, al hacerlo, se percibe mejor lo bueno, lo malo, y lo potencialmente muy feo del mundo en que vivimos.
Así que permítanme sugerirles que echen un vistazo a un excelente gráfico del aumento de los ingresos en el mundo elaborado por Branko Milanovic, del Centro de Posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (al que me incorporaré este verano). Lo que Milanovic muestra es que el aumento de los ingresos de la caída del Muro de Berlín ha sido una historia de “cumbres gemelas”. Por supuesto, los ingresos han crecido en lo más alto a medida que las élites del mundo se hacían más y más ricas. Pero también ha habido enormes beneficios para lo que podríamos denominar la clase media mundial, formada en gran parte por las cada vez más numerosas clases medias de China e India.
Y digámoslo claramente: el aumento de las rentas en los países emergentes ha generado enormes mejoras en el bienestar humano, al sacar a cientos de millones de personas de la pobreza agobiante y darles una oportunidad de tener una vida mejor.
Y ahora, las malas noticias. Entre esas dos cumbres gemelas (la élite mundial cada vez más rica y la creciente clase media china) se encuentra lo que podríamos llamar el valle de la desesperación. Para la gente alrededor del percentil 20 de la distribución de la renta mundial, los ingresos han crecido, si acaso, a un ritmo lento. ¿Y quién es esa gente? Básicamente, las clases trabajadoras de los países avanzados. Y aunque los datos de Milanovic solo lleguen hasta 2008, podemos estar seguros de que, desde entonces, a ese grupo le ha ido incluso peor, hundido por los efectos del elevado desempleo, el estancamiento de los salarios y las políticas de austeridad.
Es más, el esfuerzo de los trabajadores de los países ricos es, en varios sentidos importantes, la otra cara de los ingresos por encima y por debajo de ellos. La competencia de las exportaciones de las economías emergentes sin duda ha sido un factor para el descenso de los salarios en los países más ricos, aunque no ha sido la fuerza dominante. Más importante es que el incremento de los ingresos en la cima se obtuvo en gran medida a base de exprimir a los que estaban por debajo reduciendo los salarios, recortando las prestaciones, aplastando a los sindicatos y desviando una parte cada vez mayor de los recursos nacionales a los trapicheos financieros.
Y, quizá aún más importante, los ricos ejercen una influencia enormemente desproporcionada sobre la política. Las prioridades de las élites —la preocupación obsesiva por los déficits presupuestarios, con la consiguiente supuesta necesidad de cercenar los programas públicos— han contribuido en gran medida a ahondar el valle de la desesperación.
Así que, ¿quién defiende a los que han quedado atrás en este mundo de cumbres gemelas? Se podría haber esperado que los partidos convencionales de izquierdas adoptasen una actitud populista en nombre de las clases trabajadoras de sus países. Pero, en cambio, lo que hemos visto —por parte de líderes que van desde François Hollande en Francia a Ed Miliband en Gran Bretaña, y, sí, al presidente Obama— es un torpe balbuceo. (Obama, en realidad, ha hecho mucho por los estadounidenses trabajadores, pero es manifiestamente negado a la hora de vender sus logros).
Yo diría que el problema con estos líderes convencionales es que no se atreven a desafiar las prioridades de las élites, en particular su obsesión por los déficits públicos, por miedo a que se les considere irresponsables. Y eso deja el campo libre a los líderes no convencionales —algunos de ellos seriamente alarmantes— que están dispuestos a dar solución a la indignación y la desesperación de los ciudadanos de a pie.
Los izquierdistas griegos que podrían llegar al poder a finales de este mes son probablemente los menos peligrosos de todos, aunque sus exigencias de que se alivie la deuda y de que se ponga fin a la austeridad pueden provocar un tenso pulso con Bruselas. En otros lugares, sin embargo, observamos el ascenso de partidos nacionalistas y contrarios a los inmigrantes, como el Frente Nacional en Francia o el Partido de la Independencia de Reino Unido (UKIP, en sus siglas en inglés) en Gran Bretaña. Y hay gente todavía peor esperando entre bastidores.
Todo esto hace pensar en algunas analogías históricas desagradables. Recordemos que esta es la segunda vez que hemos experimentado una crisis financiera global seguida por una prolongada recesión en todo el mundo. Entonces, como ahora, cualquier respuesta eficaz a la crisis fue bloqueada por las élites que exigían presupuestos equilibrados y divisas estables. Y el resultado final fue dejar el poder en manos de personas, por así decirlo, no muy agradables.
No estoy insinuando que estemos al borde de repetir al pie de la letra la década de 1930, pero sí que afirmaría que los líderes políticos y de opinión tienen que afrontar el hecho de que nuestro actual sistema mundial no está funcionando bien para todos. Es fantástico para la élite y ha sido muy positivo para los países emergentes, pero el valle de la desesperación es algo muy real. Y van a pasar cosas malas si no hacemos algo al respecto.
* Paul Krugman, galardonado en 2008 con el premio del Banco de Suecia en homenaje a Alfred Nobel, es profesor de Economía de la Universidad de Princeton.
Fuente: El País/ Traducción de News Clips.