Por Vijay Prashad/ CounterPunch
El miércoles 24 de abril, un día después de que las autoridades bangladesíes pidieran a los propietarios que desocuparan su fábrica de prendas de vestir que empleaba a unos 3.000 mil trabajadores, el edificio colapsó. El edificio Rana Plaza, ubicado en el suburbio Savar de Dhaka, producía prendas de vestir para la cadena que se extiende de los algodonales del Sur de Asia, pasando por las máquinas y trabajadores de Bangladesh, a los comercios en del mundo atlántico. Marcas famosas se cosían en el lugar, así como ropa exhibida en las satánicas estanterías de Wal-Mart.
Los rescatadores pudieron salvar a 2.000 personas hasta el momento de escribir estas líneas y se confirma que hay más de 300 muertos. Esta última cifra está condenada a aumentar. Vale la pena mencionar que la cantidad de muertos en el incendio de Triangle Shirtwaist Factory en la ciudad de Nueva York en 1911, fue de 146 personas. En este caso ya asciende al doble. Este “accidente” tiene lugar cinco meses (24 de noviembre de 2012) después del incendio de la fábrica de prendas de vestir Tazreen en el que murieron por lo menos 112 doce trabajadores.
La lista de “accidentes” es larga y dolorosa. En abril de 2005, colapsó una fábrica de prendas de vestir en Savar, matando a 75 trabajadores. En febrero de 2006, otra fábrica colapsó en Dhaka, matando a 18. En junio de 2010, un edificio colapsó en Dhaka matando a 25. Son las “fábricas” de la globalización del Siglo XXI, refugios miserablemente construidos para un proceso de producción orientado a largos días de trabajo, máquinas de pésima calidad y trabajadores cuyas vidas están sometidas a los imperativos de la producción puntual.
Escribiendo sobre el régimen de la manufactura en Inglaterra durante el Siglo XIX, Karl Marx señaló: “Pero en su ciega e incontrolable pasión, esa hambre de hombre lobo por mano de obra sobrante, el capital sobrepasa no solo la moral, sin incluso los límites máximos simplemente físicos del día de trabajo. Usurpa el tiempo para el crecimiento, desarrollo y mantención saludable del cuerpo. Roba el tiempo requerido para el consumo de aire fresco y luz del sol… Todo lo que le interesa es simple y solamente el máximo de poder laboral que puede ser mantenido durante un día de trabajo. Logra este fin reduciendo la duración de la vida de un trabajador, como un agricultor codicioso aumenta la producción del suelo reduciendo su fertilidad” (El Capital, capítulo 10).
Estas fábricas bangladesíes forman parte de un paisaje de globalización copiado en las fábricas a lo largo de la frontera entre EE.UU. y México, en Haití, en Sri Lanka y en otros sitios que abrieron sus puertas al hábil uso de la industria de la prendas de vestir del nuevo orden manufacturero y comercial de los años 90. Países sometidos que no tenían ni la voluntad patriótica de luchar por sus ciudadanos y ninguna preocupación por el debilitamiento a largo plazo de su orden social se apresuraron a acoger la producción de prendas de vestir.
Los grandes productores de prendas de vestir ya no querían invertir en fábricas, se volvieron hacia subcontratistas ofreciéndoles márgenes muy limitados de beneficio, obligándolos así a manejar sus fábricas como prisiones laborales. El régimen de subcontratación permitió que esas firmas negaran toda culpabilidad por lo que hacían los verdaderos propietarios de esas pequeñas fábricas, lo que les permitía gozar de los beneficios de los productos baratos sin que sus conciencias fueran perturbadas por el sudor y la sangre de los trabajadores.
También permitió que los consumidores del mundo atlántico compraran grandes cantidades de mercaderías, a menudo mediante un consumo financiado con deudas, sin preocuparse de los métodos de producción. Un estallido ocasional de sentimiento liberal se volvió contra una u otra compañía, pero no hubo un aprecio general de la manera en que el tipo Wal-Mart de cadena minorista hacía que resultara normal el tipo de prácticas de negocios que ocasionaba esta o aquella campaña.
Los trabajadores bangladesíes no han sido tan sumisos como los consumidores del mundo atlántico. Recién en junio de 2012, miles de trabajadores de la Zona Industrial Ashulia, en las afueras de Dhaka, se manifestaron por salarios más elevados y mejores condiciones laborales. Durante muchos días, estos trabajadores cerraron 300 fábricas, bloqueando la carretera Dhaka-Tangali en Narasinghapur. Los trabajadores ganan entre 3.000 taka (35 dólares) y 5.500 taka (70 dólares) mensuales; pedían un aumento de entre 1.500 taka (19 dólares) y 2.000 taka (25 dólares) al mes. El gobierno envió 3.000 policías para restablecer la normalidad y la primera ministra hizo promesas anodinas de que consideraría el asunto. Se estableció un comité de tres miembros, pero no hubo ningún resultado sustancial.
Consciente de la futilidad de negociar con un gobierno subordinado a la lógica de la cadena comercial, Dhaka estalló en violencia a medida que llegaban más y más noticias del Edificio Rana. Los trabajadores han cerrado el área industrial alrededor de Dhaka, bloqueando calles y destrozando coches. La insensibilidad de la Asociación de Fabricantes de Prendas de Vestir de Bangladesh (BGMEA) aumentó la cólera de los trabajadores. Después de las protestas de junio el jefe de BHMEA, Shafiul Islam Mohiuddin, acusó a los trabajadores de estar involucrados en “alguna conspiración”. Argumentó que “no existe lógica alguna para aumentar los salarios de los trabajadores”.
Esta vez, el nuevo presidente de la BGMEA, Atiqul Islam, sugirió que el problema no era la muerte de los trabajadores o las malas condiciones en las que trabajan sino “la interrupción de la producción debido a la agitación y las hartals [huelgas]”. Esas huelgas, dijo, son “solo otro fuerte golpe al sector de las prendas de vestir”. No es sorprendente que los que salieron a las calles tengan tan poca confianza en los subcontratistas y en el gobierno.
Los intentos para cambiar esta situación han sido frustrados por la presión concertada del gobierno y las ventajas de los asesinatos. Cualquier decencia que pueda contener la Ley Laboral de Bangladesh es eclipsada por el débil control del Departamento de Inspecciones del Ministerio del Trabajo. Hay solo 18 inspectores y ayudantes de inspectores para controlar 100.000 fábricas en el área de Dhaka, donde se encuentra la mayoría de las fábricas de prendas de vestir. Si se detecta una infracción, las multas son demasiado bajas como para generar alguna reforma. Cuando los trabajadores tratan de formar sindicatos, la dura reacción de la administración basta para restringir sus esfuerzos.
La administración prefiere los estallidos anárquicos de violencia a la consolidación del poder de los trabajadores. De hecho, la violencia condujo al gobierno de Bangladesh a crear una Célula de Control de Crisis y una Policía Industrial, no para controlar las violaciones de las leyes laborales, sino para espiar a los organizadores sindicales. En abril de 2012, agentes del capital secuestraron a Aminul Islam, uno de los principales organizadores del Centro Bangladesí por la Solidaridad de los Trabajadores. Apareció asesinado unos días después, con su cuerpo marcado por la tortura.
Bangladesh ha sido convulsionado por protestas a través de su historia, la terrible violencia desencadenada contra los combatientes por la libertad en 1971 por Jamaat-e-Islami llevó a miles de personas a Shanbagh, en Dhaka; esta protesta se transformó en la guerra civil política entre los dos principales partidos, dejando a un lado los llamados a la justicia para las víctimas de esa violencia. Esta protesta ha inflamado al país, que de otra manera se ha mostrado bastante indolente respecto al terror diario contra los trabajadores del sector de las prendas de vestir. El “accidente” del edificio Rana puede significar un giro progresista para un movimiento de protesta que aparte de eso está a la deriva.
En el mundo atlántico, mientras tanto, la concentración en las guerras contra el terror y en los problemas de la economía impide toda auténtica introspección respecto a un modo de vida que se basa en el consumismo alimentado por las deudas, a costa de los trabajadores de Dhaka. Los que murieron en el edificio Rana son víctimas no solo de la maldad de los subcontratistas, sino también de la globalización del Siglo XXI.
* Vijay Prashad es profesor y director de Estudios Internacionales en el Trinity College, Hartford. Su último libro publicado es Arab Spring, Libyan Winter (AK Press). Es, asimismo, autor de Darker Nations: A People’s History of the Third World (New Press), con el que en 2009 ganó el premio Muzaffar Ahmed Book. Su nuevo libro The Poorer Nations: A Possible History of the Global South, será publicado este mes por Verso Books.
Fuente: Counterpunch.org