Por Hermann Bellinghausen
Hay una cruel ironía en el hecho de que la muerte de Federico Campbell fuera también un mediático caso clínico, una cifra subrayada en las estadísticas de una epidemia. Siendo únicamente un hombre de letras, y un periodista con método, profesó siempre interés por el pensamiento médico y sus hallazgos.
A mediados de los 70 dirigió la revista Mundo médico, de divulgación de temas médicos y humanísticos, que dignificaba el cúmulo de revistas de consultorio y llegaba a manos de muchos médicos del país llevada en las alas de las farmacéuticas. Allí comenzó a ser también el editor y maestro de la generación de escritores que lo seguía; por su redacción pasaron varios que también serían autores de La Máquina de Escribir (en su sencillez todo un hito en los orígenes de las editoriales independientes que definieron el periodo y en su heredad sigue su mata dando). El extraño experimento de Mundo médico se prolongó aún después de Campbell, bajo la dirección de otro escritor, Felipe Garrido.
Federico tenía el talante del divulgador científico, ese pequeño Prometeo que vulgariza el alto conocimiento de la ciencia. Prestó años de servicio a la literatura, y también al lector lego de Proceso, La Jornada y tanta publicación regional del norte. En diciembre de 2013 contrajo el virus de la influenza de ominoso nombre: AH1N1. Su caso salió en los periódicos durante las nueve semanas que duró su agonía. Así, ya inconsciente, seguía subrayando, llamando la atención para dar sentido a algo; ahora, una epidemia sujeta a las manipulaciones de la mala medicina y la peor conciencia del Estado.
Pero lo suyo fueron las neurociencias, no la epidemiología: De todas las parcelas de la ciencia, la neurología es la que más se aproxima a la literatura, escribió. Supo celebrar los hallazgos sensacionales de Jonah Lehrer (Proust fue un neurocientífico), al mexicano genio Simón Brailovski (La sustancia de los sueños: neurosicofarmacología) o al reconocido escritor médico Oliver Sacks. No obstante, prefería el método de Borges al de Freud.
Esto nos regresa al meollo de Padre y memoria (2009 y 2014), donde Campbell, escudriña los mecanismos de la memoria y su papel en la creación literaria: Los escritores deberían atender más las entrevisiones de las neurociencias, dice. Resulta que los investigadores contemporáneos han encontrado explicaciones neuronales, genéticas y moleculares del ejercicio de la memoria y su condición esencialmente narrativa. De ahí no media ni un paso al territorio de la literatura. Todo recuerdo, al ser evocado, implica una ficción, una reconstrucción. Dentro y fuera de los hechos y de los sueños. La memoria es la identidad personal. Somos memoria, dice.
Por eso le interesan el olvido creativo, indispensable para el retorno ficcionado de los recuerdos, y el olvido definitivo, ese apagón de la memoria que hoy se llama Alzheimer, y antes demencia senil: el fin del cerebro, no del resto del cuerpo. Se interesa en lo que hacen escritores e investigadores con esa materia de olvido. Qué escriben, y cómo, desde qué orilla de la experiencia.
La escritura es la finalidad, la culminación ineludible del vicio absurdo. Y allí Pirandello, su otro faro italiano: La vida se vive o se escribe. Pero qué pasa hoy, en un mundo donde los nativos digitales remplazan inexorablemente al tradicional hombre-libro, cuyos últimos especímenes somos migrantes digitales, como llama Marc Pensy a los que todavía nacieron en el siglo XX. Los nativos han leído menos libros, pero tienen más información, resume Campbell. Pero lo que importa es entender y no tanto estar informado, advierte. En la edad del Alzheimer, una nueva fuente de olvido es la cultura de la distracción que la electrónica nos ha alcahueteado en la vida cotidiana.
Hay que dilucidar la invención, de ahí su pasión analítica por la escritura que crea, es decir que miente. El Quijote se hace el loco para desnudar al mundo, pone a prueba la verdad que se supone reside en la clase de libros que uno coloca en el lugar de la vida misma.
La literatura es lo que importa, no quién la hace: No le creas a un escritorcita a Sciascia. Créele a la literatura. De ese modo se explica la inagotable fuente de invención que es la engañosa erudición de Borges, quien supo, como Kafka y todos, que es la mentira bien contada lo que cuenta. La verdad contenida en ella.
Padre y memoria desemboca necesariamente en el río de secuenciasdel paradigma campbelliano, Pedro Páramo. La fascinación por Juan Rulfo. La invención del padre que no está. Al que habría que matar callando. Aconseja escuchar la insinuación de Rulfo, quienescribía hasta cuando callaba y eraexactamente lo contrario de un reportero o un notario. No podía escribir lo que veía. No podía reproducir ni copiar. Tenía que imaginárselo. Al final todo reside en la ficción de la memoria. ¿Fue así o así lo recuerdas? Ahora, ve y dilo en la montaña.
Fuente: La Jornada