Por John M. Ackerman
Cuando un amigo del Presidente de la República puede mandar a despedir al fiscal que lo investiga, queda perfectamente claro para quienes trabajan las autoridades.
El diferendo entre Emilio Lozoya y Santiago Nieto simboliza el colapso de la institucionalidad democrática en México.
Por un lado, Emilio Lozoya es uno de los hombres de mayor confianza de Enrique Peña Nieto. Fue el Coordinador Internacional de la campaña presidencial de 2012 y ocuparía después el puesto de Director General de Petróleos Mexicanos en el gobierno de Peña.
Por otro lado, Santiago Nieto era el titular de la Fiscalía Especializada de Atención a los Delitos Electorales (Fepade). Fue nombrado por el Senado de la República con una votación casi unánime en 2015 y era de los pocos funcionarios electorales que intentaba hacer su trabajo correctamente.
Lozoya ha sido acusado por altos funcionarios de la empresa Brasileña Odebrecht de haber recibido sobornos por el monto de 10 millones de dólares.
Cuando Nieto abrió el caso empezó a recibir inmediatamente una serie de presiones. Y cuando el fiscal se defendió públicamente, fue cesado sumariamente por el gobierno de Peña Nieto.
A pesar de este evidente atropello al Estado de derecho, la comunidad internacional ha mantenido un sepulcral silencio cómplice.
En contraste, cuando hace unos meses la Asamblea Constituyente de Venezuela removió de su cargo a la Fiscal General de aquel país, Luisa Ortega, todos los medios y organismos internacionales pusieron el grito en el cielo.
Vociferaban que esta acción era una indicación del autoritarismo de Nicolás Maduro.
Pero sólo evidenciaban su ignorancia, ya que en Venezuela la Fiscalía General no forma parte del Poder Ejecutivo, sino del Poder Ciudadano, y la orden de destitución había venido desde el Poder Judicial.
Ya basta del doble rasero. En México, las instituciones no procuran justicia sino impunidad.
Nuestro gobierno no sirve al interés público sino que defiende intereses privados y particulares.
El primer paso para lograr el cambio, es abrir los ojos a la dura realidad.