El que se hinca, se muere

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Por Epigmenio Ibarra

“Una revolución no es solamente
lo que sucede en las armas sino ante todo
lo que sucede en las almas”
Adolfo Gilly

En el otoño del neoliberalismo, a sus cancerberos, a aquellos que desde las páginas de los diarios, en las estaciones de radio o las cadenas de tv lo han defendido por décadas, y lo defienden todavía, ya se les agotaron los argumentos —como a ese sistema, las reservas—. Les quedan sólo —para librar un combate de nuevo tipo— sus viejas armas: el insulto, la descalificación, la calumnia.

Fueron hasta hace muy poco el “cuarto poder”. Vidas y prestigios dependían de su pluma, de sus dichos, de un reportaje desplegado en primera plana, de su imagen en pantalla —aun cuando se mantuvieran en silencio— porque los rostros y los gestos también hablan.

Una columna, un editorial, un montaje suyo en la tv o la radio, podía destruir una carrera completa, desvirtuar una causa, deslegitimar una lucha social o política ante la opinión pública.

El viejo régimen, al que servían, les permitía hacer y deshacer en tanto no cuestionaran al Presidente en turno ni atacaran seriamente los fundamentos del sistema.

La inteligencia del Estado les pasaba información cuidadosamente expurgada; de las filtraciones y la intriga palaciega obtenían sus grandes exclusivas. El chisme era y sigue siendo la sustancia de su trabajo. Eran políticamente correctos e informativamente inocuos, a menos, claro, de que fueran instrumento de una venganza ritual en curso.

Se acostumbraron a que la realidad se ajustara a sus designios. El “rebaño”, la “masa”, el “populacho”, la “audiencia cautiva” seguían fielmente los designios de ese “círculo rojo”, de ese puñado de iluminados conocedores de los arcanos del poder.

Dibujaban el país y proyectaban el futuro a su antojo; justo como hoy, también a su antojo, quieren reconstruir el pasado. Como si nosotros no tuviéramos más memoria del mismo que sus editoriales y sus entrevistas a modo, que esos sesudos análisis con los que justificaban la actuación del poder corrupto al que servían.

Yo estoy vivo gracias a que, una mañana de 1981 antes de salir a cubrir mi primer combate, Domingo Rex, un valiente y generoso camarógrafo ganador del premio Pulitzer, me dijo: “Pase lo que pase no te hinques; el que se hinca, se muere”.

Eran días oscuros y terribles. Entre quienes llegábamos a cubrir la guerra en El Salvador estaban frescas las imágenes de Bill Stewart, corresponsal norteamericano, ejecutado a sangre fría por un guardia somocista. “Cuando le ordenaron que se hincara y Bill hizo caso —decía Domingo— el guardia, por desprecio, le descerrajó un tiro sin pensarlo”.

La comentocracia no mata, no son guardias somocistas, aunque sirven a personajes tan siniestros como aquellos, pero calumnia, insulta, pretende negarte el derecho a ser, a expresar tus ideas. Con la mentira sistemática e impune intenta anularte, humillarte. Como todo le ha fallado, como el país no se hundió con la pandemia, las obras de infraestructura van y la transformación avanza, actúa ahora con miedo y desesperación.

Desde el odio escribe, comenta, reportea. En la injuria y el desprecio se refugia para no debatir. No entiende que aquí la transformación no se hizo con las armas, pero que —como dice Gilly— cambió las almas. Jamás me hinqué en la guerra, menos he de hacerlo ahora. Nadie —entre quienes estamos contra la corrupción y por la justicia y la paz— se hinca ya ante el otrora omnímodo poder de la comentocracia. Nadie se arredra ante sus mentiras. El principio rector de su triste y anacrónico oficio (calumnia, que algo queda) ha dejado ser letal como era antes.

@epigmenioibarra

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