Por Fabrizio Mejía Madrid
Si se mira con mínima atención, la curva del contagio parece un puente. No es un retorno. Tampoco una torre. El puente, cualquier puente, señala un paso de un lado hacia otro que combina la verticalidad con cierta horizontal, lo sólido de su estructura –roca, acero– con el fluir bajo él –un río, un acantilado–. Si la entrada simbólica a nuestro siglo fue el derrumbe de dos torres dedicadas a hacer dinero del dinero, las reales fueron el inicio del fin del modelo neoliberal en 2008, cuando millones se quedaron sin casas, y la pandemia viral de estos días. Pero, ¿qué dos lugares enlaza este puente?
El filósofo Jacques Rancière escribió hace unos años (El desacuerdo, 1996) sobre la diferencia entre la voz humana, el grito y el llanto, por ejemplo, y la palabra, que siempre es social. Una, la fonética, sería nuestra expresión de lo útil, de lo necesario, de lo urgente. La otra, la palabra comunitaria, sería la expresión de lo justo. Entre ambas, lo útil y lo justo, se han movido todas las naciones con la pandemia. No podría ser de otra forma, porque el puente entre una y otra es la política, como Rancière la califica: “el litigio”. La política es ese lugar, ese espacio de conexión o desconexión entre las necesidades urgentes de todos y el que las separa para construir una palabra, un sentido. En nombre de la palabra, la política acalla y encauza el vocerío del sufrimiento. Por eso la política es una forma de repartir la crueldad o, más exactamente, el litigio para definir ese reparto.
En esta pandemia, el puente mexicano de la política entre lo útil y lo justo ha sido particularmente difícil. Sabemos, desde Humboldt, que es el país más desigual jamás vivido y eso se ha expresado entre una parte muy pequeña que demanda que se encierre todo mundo y otra, la mayoritaria, que no puede hacerlo, a riesgo de morir de hambre. Así, la opción de los más pobres es seguir trabajando, en espera de la fortuna de no contagiarse. La otra, en pánico, mira el transcurrir de los trabajadores como potenciales contagios. Una parte de los empresarios de electrodomésticos y maquiladoras se ha aprovechado de esa circunstancia y no ha cerrado sus negocios. Los que pudimos encerrarnos con una mínima empatía a cuestas, miramos con culpa a los pasajeros del metrobús por las mañanas y en las tardes. Ponernos ante la posibilidad inmediata del contagio y, si somos gordos, hipertensos, fumadores, o diabéticos, de la muerte por asfixia, nos hace vernos en el espejo de la vida como simple supervivencia individual o, si acaso, de nuestras familias. Vida biológica y vida social parecen enfrentarse. Les falta el puente, nuestro perpetuo litigio para repartir la crueldad.
En algún otro Tiempo Fuera hemos ya escrito de la diferencia entre la vida desnuda de la sobrevivencia y la vida social, la de la palabra y la justicia. Entre zoé y bios. La distinción, que proviene de una lectura de los griegos de Hannah Arendt, deviene en dos tipos de vida, que puede o no ser válida, según la fortuna y el momento. Pero se trata de establecer el puente que las une. A ese atravesar le llamamos “nueva normalidad”, es decir, cómo podemos pasar de un estado de desnudez a uno de dignidad; de los gritos del dolor, o bien, de lo que cada quien considera “útil”, a lo justo. Tenemos la fortuna de que se decidió por la política y no por la policía. Rancière ha distinguido las dos así:
“La policía estructura el lugar de la percepción por lugares, funciones, aptitudes. La política es todo lo que la policía deja fuera: la igualdad de los seres hablantes. Hay estas dos estructuras opuestas en el mundo común: una que sólo sabe del bios, y otra que fortalece los artificios de la igualdad, es decir, las formas puestas en práctica por los sujetos políticos que reconfiguran el común de un ‘mundo dado’. Tales sujetos no afirman otro tipo de vida sino que configuran un mundo en común diferente.”
La política ha sido el puente entre las dos voces –el grito y la palabra– y entre ambas vidas, la desnuda y la que propone cambiar “lo dado”. Por eso, no hay forma de “volver” al mundo de antes de la pandemia, porque hemos experimentado ya las injusticias del mundo que veníamos recorriendo antes de toparnos con el puente.
En un texto científico colectivo, en el que participan especialistas de Estados Unidos, Europa, México y Brasil, Antes de que la pandemia termine, publicado por el World Complexity Science Academy Journal (y, por cierto, rechazado por el New York Times), se explica que, no obstante que los biólogos habían descubierto hace 15 años una variedad del SARS en una cueva de China y que hace una década dieron el aviso de que era potencialmente patógena para el ser humano, ninguna autoridad puso la más mínima atención. Los científicos cuentan ahí una historia muy distinta a la que nos restriegan a diario los medios de comunicación en busca de culpables: el calentamiento global ha subido en tres grados la temperatura de las megalópolis, hemos avanzado sobre hábitats de animales con virus que nos encuentran más apetecibles que a sus huéspedes tradicionales, y el flujo de cosas en el mercado global ha acercado nuestras enfermedades. El puente que ellos proponen es un sistema de información de todos los virus que pueden ser los próximos SARS-CoV y monitorearlos, evaluarlos, como parte de un archivo de prevención planetario, al que llaman DAMA. Ahí se estarían expandiendo las funciones de las política de salud globales hacia la conservación de zoé. Usarían la biopolítica, más que la biopolicía.
En cuanto al puente hacia la bios, la vida con sentido, acaso deberíamos releer el mito de Er, en los Diálogos de Platón. Como se sabe, después de explicar las formas de gobierno en La República, el filósofo termina con el relato de una leyenda. Es la del perplejo soldado Er que, tras morir en combate, despierta en la pira para su propia incineración. Ha vuelto de un lugar extraño donde se juzga a las almas y se les permite jugar a escoger una nueva vida biológica. Con astucia, Giorgio Agamben lee en el mito de Er, la conexión entre un alma y un cuerpo es una pura casualidad, un azar. La bios y la zoé no están unidas por un nexo sustancial. Son una elección entre las opciones que les pone ante los ojos La Necesidad. Platón describe, entonces, cómo hay quienes eligen la riqueza, la pobreza, la salud, o la sabiduría, dependiendo de la vida pasada del alma que juega a renacer. El filósofo griego está hablando de algo tan moderno como el siglo XXI: la vida biológica no necesariamente debe ser su modo de vida. O, en otras palabras, no existe una sola forma de llevar a cuestas el cuerpo de que nos dictan los médicos. Entre la zoé y la bios está el alma, ese testigo que ha vivido tanto con el cuerpo biológico como dentro del cuerpo social, en la polis, y que es juzgada y, luego, tentada a elegir su propia reencarnación. Una vez tomada su decisión ante La Necesidad, las fibras de su destino son atadas por Ananké, y ocurre el olvido de la decisión tomada. Así, lo que nos quiere decir Platón cuando cierra sus diálogos sobre la política y la justicia con el mito del renacido, es que, antes que la biología y la política, hay una decisión moral.
La “nueva normalidad”, el atravesar el puente, no puede ser sólo traer cubrebocas y lavarse las manos con frenesí. Existe una decisión moral que debemos hacer ante La Necesidad. Tiene que ver, por supuesto, con no repetir las condiciones que nos han llevado hasta aquí, a un miedo paralizante ante la saliva de los demás. Son muchas las lecciones aprendidas en estos meses. La primera, sin duda alguna, es que la salud no puede seguir siendo una mercancía más. Otras tienen que ver con la pertenencia al planeta. Después de todo, en el mito de Er, cuando algunos de los héroes como Ulises, Orfeo, Agamenón o Áyax eligen reencarnar en animales, están repudiando no la vida de los demás humanos, sino sus formas de vivirla.
Fuente: Proceso