El periodista Manuel Buendía fue asesinado el 30 de mayo de 1984 en la Ciudad de México. Era autor de la columna política más influyente de la época, “Red Privada”, que se publicaba en Excélsior. Su amigo, el también periodista Miguel Ángel Granados Chapa escribe una biografía entrañable sobre Buendía, en su libro póstumo Buendía. El primer asesinato de la narcopolítica en México (Grijalbo, 2012). En el siguiente fragmento, el autor narra la participación de José Antonio Zorrilla, director de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad, como autor intelectual del homicidio perpetrado por Rafael Moro Ávila.
Por Miguel Ángel Granados Chapa
La noche del 30 de mayo de 1984 José Antonio Zorrilla parecía haber cometido el crimen perfecto. Presidía el funeral de su víctima, Manuel Buendía, y se le había confiado la investigación del asesinato, perpetrado apenas horas antes por agentes a sus órdenes.
Agobiada por la cruenta y súbita desaparición de su esposo, su compañero durante treinta años, doña Dolores Ábalos no tenía ánimo para recibir las condolencias de las decenas, cientos quizá, de personas que desfilaban por la capilla ardiente, en Gayosso de Félix Cuevas, adonde Zorrilla dispuso que se velara el cadáver del periodista de quien se reputaba amigo. Habló primero con José Manuel, el mayor de los hijos de Buendía, quien transmitió a doña Dolores la noticia de que su padre había sufrido un percance. Cuando llegaron al despacho, ya había sido levantado el cuerpo, y Zorrilla les dio la terrible noticia.
Ante el azoro de la viuda, el director federal de Seguridad, jefe de la policía política del gobierno federal, organizó las exequias de Buendía, con gastos a cargo de su oficina. Dispuso que se le velara en la sede sur de la principal agencia funeraria de la ciudad, aunque se hallara a gran distancia del domicilio del finado, pues la escenografía que había montado requería de amplios espacios, donde circulara el gentío que debía verlo presidiendo el sepelio como si fuera el deudo principal. Con aguzado sentido teatral, deambulaba entre los dolientes, recibía el pésame y se gloriaba de su amistad con quien allí era velado. Vestía una gabardina azul, semejante a la que Buendía llevaba puesta horas antes, cuando lo alcanzaron las balas de un agente subordinado suyo. Dispuso también que el entierro ocurriera en Jardines del Recuerdo, en Tlalnepantla, y que fuera único orador al pie de la tumba el periodista León García Soler, ajeno por supuesto a la intriga con que Zorrilla se protegía a sí mismo.
Hacerse tan visible tenía el propósito no sólo de mostrar su pesar, para que nadie imaginara que él mismo lo había causado, sino también de provocar que al recibir en la agencia funeraria al presidente Miguel de la Madrid, su jefe en última instancia, le fuera confiada la indagación del crimen, a pesar de que la Dirección Federal de Seguridad (DFS) careciera de atribuciones legales para hacerlo. Cuando De la Madrid quiso, al dar esa instrucción en público, mostrar su interés por el pronto hallazgo de los homicidas de Buendía, bendijo los hechos que Zorrilla había construido y los que siguieron inmediatamente después. Supliendo al Ministerio Público, atolondrado y miedoso, la policía política se apoderó de la escena del crimen y dio los primeros pasos de una averiguación que correspondía a la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. Así, la DFS realizó una contrapesquisa, pues eliminó indicios que condujeran a la verdad y erigió obstáculos que sólo al paso de muchos años pudieron ser removidos.
De la Madrid se enredó con el caso, no sabemos si entonces o años después, cuando dictó sus memorias a Alejandra Lajous. La procuradora Victoria Adato de Ibarra era su amiga personal (porque él lo había sido de su extinto marido, Manuel Ibarra), y el presidente escuchaba sus quejas sobre la intervención de Zorrilla y su versión sobre los móviles del crimen. De la Madrid incurría por eso en oscilaciones del ánimo, que dejó traslucir cuando publicó su libro Cambio de rumbo . Por un lado, esquivó abordar el tema en el apartado correspondiente a mayo de 1984. Luego, sin considerar que había encargado la indagación a la policía política, juzgó desdeñosamente que se trataba de un crimen cuyas motivaciones eran personales, no políticas. Escribió, ya avanzado junio, que la “tragedia” de Buendía
fue interpretada por todos, sin mayor cuestionamiento, como un hecho político. Los directores y el personal de los periódicos lo calificaron como un atentado al periodismo nacional y a la libertad de expresión. Los periodistas asumieron que su integridad física y moral estaba en peligro e hicieron cundir una sensación de temor e incertidumbre ante el futuro.
Al día siguiente del asesinato, un grupo conocido de periodistas formó un comité para vigilar que se llevara a cabo el esclarecimiento pleno del asunto. El primero de junio, la CTM demandó la expulsión del país de los agentes de la CIA y la aplicación rigurosa de la ley a los terroristas de la ultra-derecha, a los que atribuyó el homicidio de Buendía como parte de una estrategia para desestabilizar al país.
Respecto a Buendía, existe ahora la duda de que haya sido un profesional quien lo asesinó. La forma en que lo mataron, el lugar y la hora llevan a la policía a sostener la hipótesis de que seguramente fue un resentido por una ofensa directa. Sus argumentos suenan lógicos. La policía señala que un asesino profesional siempre tira a la cabeza, en tanto que Buendía recibió tres balazos en el cuerpo; que un profesional tira desde una distancia mayor de la que se le disparó a Buendía, pues ello implica menor riesgo de ser visto o detenido; que busca un lugar más aislado y no un estacionamiento a las seis y media de la tarde o, en todo caso, usa silenciador.
En fin, con esta nueva hipótesis (nueva en junio de 1984, aclaro) parece difícil que pueda hallarse al asesino de Buendía, pues el panorama sobre las posibilidades de quién pudo haberlo asesinado se abre aún más. La ofensa directa que supone la policía pudo haber sido de tipo político, ideológico, religioso o privado. Por ahora, ya se han hecho exámenes exhaustivos de sus columnas para conocer a sus enemigos. Entre ellos se encuentran la CIA, los petroleros, el Opus Dei, los “tecos”; en fin, son tantos grupos y tantas posibilidades, que no veo fácil que la policía pueda encontrar al culpable. 1
De la Madrid no tuvo más remedio que admitir, en una nota a pie de página redactada cuando ya no estaba en la presidencia:
Éste (el autor intelectual) resultó ser el licenciado José Antonio Pérez Zorrilla [sic], quien fungía, en el momento del crimen, como titular de la Dirección Federal de Seguridad. Al parecer, Pérez Zorrilla (sic) había observado que las investigaciones que realizaba Buendía sobre el narcotráfico lo estaban alcanzando. Pérez Zorrilla (sic) fue sujeto de juicio y, a la fecha de publicación de este libro (marzo de 2004), permanece en la cárcel. 2
El ex presidente habla del asunto como algo ajeno, sin tener presente que él mismo encargó a “Pérez Zorrilla”, como le llama, que investigara el homicidio. En función de ese encargo se legitimó el protagonismo que adoptó Zorrilla, quien se apersonó en el lugar del crimen pocos minutos después de que Buendía había sido atacado por uno de sus subalternos, bajo la protección de otros que deambulaban en la escena de los hechos. Zorrilla pudo llegar prontísimo porque sabía del asesinato y sólo esperaba el aviso de su consumación.
Hasta las seis y media de la tarde, cuando fue baleado por la espalda, ese miércoles había sido una jornada normal en la intensa vida del periodista más influyente de México. La inició temprano por la mañana, cuando salió de su casa en la calle Cienfuegos de la colonia Lindavista, en el norte de la ciudad de México. Solía desahogar en el desayuno, la comida y la cena compromisos profesionales que lo proveían de información o elementos para construir su criterio respecto de asuntos sobre los que escribiría, o reunirse con amigos por el solo gusto de cultivar fructíferas relaciones personales.
Yo mismo había compartido el desayuno con él apenas dos días antes de que lo mataran. Nos reunimos en Sanborns, en la esquina de Hamburgo y Niza, no lejos de su oficina. No me atrevería a decir que don Manuel anticipaba lo que le ocurriría, pero advertí en su conducta una suerte de resignación ante lo inevitable. A diferencia de su actitud de alerta permanente, esa vez se sentó de espaldas a la puerta. Hasta ese momento ejercía, como una segunda naturaleza, una sostenida vigilancia de su entorno. Distaba mucho de la paranoia, pero al salir de un espacio cerrado se detenía por instantes en la puerta para cerciorarse de que podía seguir su camino. En los recintos cerrados, invariablemente ocupaba un lugar desde el cual dominaba el panorama. Esta vez desdeñó hacerlo, y no le importó sentarse de espaldas al resto de la concurrencia. No hablamos sobre el asunto, a pesar de que lo percibí de inmediato, y nos despedimos normalmente, en espera de un próximo encuentro, como los muchos que sostuvimos a lo largo de veinte años de amistad y relación profesional.
Ese 30 de mayo, tras su reunión matutina, llegó a su despacho y dio los toques finales al borrador de la columna que enviaría esa mañana a Excélsior , el diario capitalino donde publicaba desde seis años atrás, y a la Agencia Mexicana de Información, que distribuía su trabajo a más de una veintena de diarios de los estados. Se refería a una sociedad anónima creada por los más ricos empresarios de México, que de esa manera se preparaban para adquirir algunas de las empresas más productivas que el gobierno se disponía a vender para cumplir los planes de austeridad dictados por el Fondo Monetario Internacional.
Concluida la tarea cotidiana se dirigió a la cancillería, situada todavía en Tlatelolco. Estaba invitado a comer con el subsecretario Víctor Flores Olea (con quien guardaba cordial relación desde que el diplomático dirigía la escuela universitaria donde Buendía enseñaba). Los acompañaron Jorge Montaño, entonces director de Asuntos Multilaterales en la SRE y años después embajador en Washington, y José Carreño Carlón, que era diputado federal y antes había sido periodista en El Día , del que salió abruptamente por un enfrentamiento con el director Enrique Ramírez y Ramírez.
Buendía volvió a su oficina poco después de las cinco de la tarde, trabajó en la preparación de próximas columnas –solía tener varios borradores en curso, antes de dar forma definitiva al que enviaría para su publicación–. Cerca de las seis y media de la tarde se dispuso a salir. Coincidió en ese propósito con Juan Manuel Bautista Ortiz, uno de sus dos ayudantes, quien debía hacer fotocopias de documentos. Puesto que la oficina se quedaba sola, su joven ex alumno esperó a cerrar, y luego bajó la escalera detrás de Buendía. El elevador estaba descompuesto.
Bautista había estudiado con don Manuel en la universidad en 1982 y 1983. En este último año se incorporó al reducido personal de la “Mexican Intelligence Agency”. A pesar de que ya había concluido sus estudios formales en Ciencias Políticas, empezó desde abajo. Pero el aprendizaje que le estaba permitido por trabajar a la vera de Buendía justificaba su penosa iniciación en el oficio. Años más tarde recordaría la impresión que le causó como maestro:
De trato afable, escrupuloso, lenguaje fino y preciso, Buendía sometía a sus posibles alumnos de séptimo semestre de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, a un examen general de conocimientos. Ya en clases, combinaba la teoría con ejercicios periodísticos: crónicas urbanas, entrevistas a los personajes de la colonia, artículos sobre un tema de interés nacional, la nota de la semana, reportajes, hasta llegar a las prácticas profesionales. 3
José Antonio Zorrilla también trabajaba a esa hora, en su oficina del tenebroso edificio de la DFS situado en Plaza de la República, entre Lafragua e Ignacio Ramírez; es decir, en el flanco sur de la plaza en cuyo centro se alza el Monumento a la Revolución. Había confiado a Juventino Prado, uno de sus comandantes más cercanos, jefe de la Brigada Especial, su propósito de quitar de en medio a Buendía. Una cuestión previa era conocer con precisión su rutina. Para el efecto, Zorrilla creó una situación tensa en torno a su amigo periodista, a quien impuso una escolta en la primera quincena de mayo. Buendía sentía de tanto en tanto que crecían sus riesgos por los asuntos que abordaba, por los personajes a los que juzgaba. Por añadidura, al final de ese mayo se le imputaba un acto con el que no tenía que ver. El periodista Jack Anderson publicó en su columna de The Washington Post un informe sobre el presidente De la Madrid. Éste habría depositado en un banco suizo una gruesa suma de dinero. Los malquerientes de Buendía, a quienes De la Madrid prestaba oídos, dijeron que el informe de Anderson le había sido enviado por Buendía, que no encontró la ocasión propicia para ventilarlo él mismo en la Red Privada.
Buendía resistió la imposición de una escolta pero Zorrilla venció su reticencia. No duró mucho la custodia, que era en realidad vigilancia. La presencia de una guardia a las afueras de su casa incomodó a la señora Buendía tanto como al periodista perturbaba “traer cola”, como se decía en la jerga policiaca al hecho de ser observado permanentemente. El ejercicio terminó poco antes del 30 de mayo, pero ya había cumplido su propósito. Zorrilla conocía al detalle los movimientos de Buendía, sus hábitos, sus rutinas. Y decidió ejecutar su plan, al que llamó Operación Noticia para seguir con la retórica propia de su actividad policiaca.
En aplicación del plan, Prado recibió la orden de matar a Buendía. Encargó el asunto a un peculiar agente a sus órdenes. Era Rafael Moro Ávila, nieto del legendario general Maximino Ávila Camacho. A Moro se permitía compartir su labor como agente de la DFS con sus aficiones como actor, en que solía desplegar su habilidad como tripulante de motocicleta. Pero en la Operación Noticia sería el pasajero, no el conductor.
En cumplimiento de sus órdenes, esperó la salida de Buendía y lo siguió hasta casi llegar al ancho portón del estacionamiento donde el periodista guardaba su automóvil. Tenía instrucciones de atacar por la espalda, pues se sabía de la costumbre de la víctima de portar pistola, metida en la parte posterior de la cintura. Se sabía también de sus aptitudes de tirador. Él y Zorrilla se juntaban para practicar tiro en el campo del Estado Mayor Presidencial. Allí convivían con amigos en común, como el capitán retirado Martín Larrañaga, que los acompañaría a comer al día siguiente, pues Zorrilla había preparado esa cita como parte de su coartada.
Moro Ávila se acercó sigiloso a Buendía, y tiró del faldón de la gabardina para dificultar los movimientos del periodista y asegurarse de que no portaba blindaje alguno. Empuñaba una pistola poderosa, una Browning de nueve milímetros, con la que disparó hasta cinco veces. Por instinto defensivo, como si pretendiera usar su propia arma, y por el efecto físico de los disparos, Buendía giró hacia la derecha, por lo que los balazos tuvieron trayectorias diferentes. Lo ultimó uno tan certero como el resto, que le perforó el pulmón. Buendía se desplomó. Moro Ávila caminó un breve trecho, como si nada, y puntual apareció la motocicleta a cuyo asiento trasero subió.
Apenas unos pasos adelante, Bautista quedó pasmado por unos instantes ante el sorprendente ataque. Tomó la pistola de su jefe y corrió en pos del homicida, hacia la esquina de Londres y Havre. Cuando percibió que su gesto era inútil, volvió atrás y comprobó que Buendía estaba muerto. Entró de nuevo al edificio y desde el mezzanine telefoneó a Luis Soto, secretario del periodista. Ante el inminente nacimiento de su primer hijo, Soto había recibido autorización de su jefe para encontrar un segundo empleo. Lo obtuvo en una oficina pública, la Dirección General de Publicaciones de la SEP, cuyo responsable era Miguel López Azuara, que había conocido a Buendía en su etapa inicial de reportero, en Excélsior . Soto pidió a Bautista el número telefónico de Zorrilla, pero tardó en recibirlo porque el ayudante volvió a la oficina para consultar el directorio. Cuando lo tuvo, Soto avisó del suceso al jefe de la policía política, y ambos salieron hacia el lugar de los hechos. López Azuara y Armando López Becerra, su colaborador en la SEP, también acudieron al teatro de los acontecimientos, llevados sobre todo por su infatigable espíritu de reporteros. Miguel, sabedor de mi cercanía con don Manuel, llamó para avisarme. Me enteré de su recado muy tarde. Habíamos tenido una comida y una larga sobremesa con el secretario de Hacienda Jesús Silva Herzog el grupo que planeábamos la salida de La Jornada, en la que nos ocupábamos desde febrero y que consumaríamos en septiembre.
Rafael Barajas, El Fisgón , el gran cartonista que estaba en receso tras nuestra salida de Unomásuno , recibió el recado de Miguel López Azuara y nos lo comunicó apenas llegamos a la oficina de la calle de Durango donde trabajábamos en pos de nuestro objetivo, la publicación de un nuevo diario. Todos los presentes –Carmen Lira, Carlos Payán, Humberto Musacchio y Héctor Aguilar Camín– recibimos con pesar la noticia. Con agobio, yo. Pero todos, aunque los demás lo conocieran menos –salvo Aguilar Camín, que asistía al Ateneo de Angangueo–, teníamos un motivo reciente de agradecimiento a Buendía.
Poco antes de su asesinato me telefoneó para hacerme una entrega que, anunció, me complacería mucho. Así ocurrió, aunque también me dejó perplejo. Era un sobre grande, con un millón de pesos en efectivo. Habíamos convocado al público en general a adquirir acciones para la empresa editora que organizábamos. El dinero no era suyo. Lo enviaba, por su intermedio, un contribuyente que prefería permanecer anónimo. Recibí el dinero pero advertí a don Manuel que no lo aceptaríamos si no podíamos extender sus acciones al generoso aportante. Buendía consultó a su amigo Álvaro González Mariscal, cuya participación en el episodio conocimos por nuestra insistencia. A su nombre fueron tituladas las acciones, llegado el momento, en que también supimos que la remesa provenía de Roberto González Barrera, el próspero industrial del maíz y la tortilla –convertido años después en banquero– y consuegro de Carlos Hank González.
Mucho antes que Luis Soto, y que López Azuara y López Becerra, Zorrilla llegó a Insurgentes y Hamburgo. Puesto que esperaba el aviso de que su orden había sido cumplida, apenas tardó trece o quince minutos. Ya estaban allí algunos de sus hombres, a quienes el director de la Brigada Especial alertó para que se aproximaran a la escena del crimen. Se apoderaron de ella y hasta entraron en conflicto con el agente del Ministerio Público que arribó más tarde. No le permitieron actuar, y aun lo agredieron y amenazaron, como hicieron con los policías judiciales que lo acompañaban. Zorrilla, en cambio, tras comprobar que Buendía estaba muerto (un alma piadosa había cubierto su rostro con una toalla o sábana), ordenó a uno de los hombres esculcar la ropa de la víctima. Obtuvo de su búsqueda algunos papeles que Zorrilla examinó y desechó, por lo que volvieron a la vestimenta del periodista.
Para evitar que atestiguara esos movimientos, Bautista fue urgido por gente de la DFS a recorrer la zona para ver si identificaba al homicida. No lo hizo en ese momento. Sólo contribuyó, con media docena de testigos, al trazo del retrato hablado del asesino. Lo identificaría semanas más tarde cuando lo vio entrar con naturalidad al edificio de la Federal de Seguridad. Es que trabajaba allí. Era el nieto de su abuelo, famoso por la facilidad con que ordenaba matar.
Bautista pudo ver a Moro Ávila porque era forzado a deambular en las inmediaciones de la oficina de Zorrilla. Como testigo principal del asesinato, fue secuestrado durante tres meses a fin de que no pudiera declarar ante el agente del Ministerio Público, que se afanaba en recuperar la averiguación previa que había iniciado la Federal de Seguridad. Sólo una vez en ese lapso habló con Zorrilla, quien a él y a Soto les dio seguridades; que no se preocuparan por asuntos de trabajo, desempleados como quedaron por la pérdida de su jefe. Nada hizo para cumplir esa garantía.
Zorrilla subió al despacho de Buendía como lo habían hecho desde rato atrás varios de sus hombres. Se apoderaron de algunos cartapacios que el periodista había dejado sobre su escritorio, pero a decir de Soto, responsable del abundante y legendario archivo de Buendía, no tocaron una sola pieza de la documentación allí resguardada.
El forcejeo entre la procuraduría y la Federal de Seguridad duró lo necesario para que Zorrilla y su gente, especialmente Juventino Prado, jefe de la Brigada Especial, hicieran desaparecer vestigios que revelaran a quien quisiera indagar de verdad la intervención de la DFS. Finalmente, la procuradora Victoria Adato de Ibarra consiguió que los agentes de la DFS entregaran las piezas –cartuchos, ropa del occiso, el resultado de la necropsia, entre otras, y declaraciones de los testigos presenciales, adobadas conforme a su conveniencia– y pudo formalizar la averiguación previa.
La Policía Judicial, dirigida por un abogado tozudo, José Trinidad Sánchez, empezó entonces un nuevo tramo de la indagación. Habrá tenido instrucciones de no admitir la índole política del asesinato, por lo que orientó sus pesquisas hacia rumbos que no conducirían a ninguna parte. Se concentró en la vida personal de Buendía, para hallar en ella la causa de su asesinato. Interrogó en esa dirección a los amigos y conocidos del periodista. Preguntaba si Buendía tenía amantes, si era homosexual, si tenía deudas pendientes, si habría inferido alguna ofensa que provocara deseos de venganza. Ordenó algunas capturas y en ningún caso pudo consolidar la averiguación como para consignar a los detenidos. Es que mostraba un falso activismo, destinado a no encontrar al culpable, acaso porque sabía quién lo era. La DFS, por su parte, fingía también. Lo hizo igualmente Nazar Haro, contratado por la procuradora Adato para realizar una averiguación paralela. Siguió simulando cuando se le designó sucesor de Trinidad Sánchez. La procuradora simulaba también, presa en su candor por los laberintos de la Policía Judicial y el Ministerio Público. El 19 de septiembre de 1985 el terremoto que fracturó a la ciudad de México hizo que se cayeran, simultánea y estrepitosamente, el edificio donde despachaba y los restos de su prestigio. En el sótano de la procuraduría funcionaban unos peculiares separos, donde agentes judiciales practicaban la extorsión a delincuentes a quienes cobraban cuotas o arrebataban su botín. Los “hospedaban” en cajuelas de patrulla o de coches robados, sobre los cuales cayó el edificio al colapsarse. La procuradora no pudo explicar lo que ocurría, y si bien para no dar satisfacción a la opinión pública que conoció los hechos con asombro e indignación se demoró su despido, al fin se consumó tres meses después, en diciembre, cuando De la Madrid le procuró una salida airosa, al nombrarla ministra de la Suprema Corte.
La sustituyó Renato Sales Gasque, quien anunció que comenzaría desde cero la averiguación previa, que para satisfacción de Zorrilla no había generado ningún resultado. Por esa causa, el director federal de Seguridad se sintió tranquilo y firme en su cargo en los meses posteriores al asesinato de Buendía. Su impunidad lo animó a seguir adelante. Afianzó la relación que había establecido con jefes del narcotráfico como Rafael Caro Quintero, a quien vendió identificaciones de la DFS –charolas, como se les conoce popularmente– firmadas por él mismo y entregadas a cambio de mucho dinero. Dispuso también, asegurado en su cargo porque nada lo amenazaba, el asesinato de su amigo del alma, el abogado José Luis Esqueda, a quien Zorrilla mandó matar en castigo por acercarse a Buendía para confiarle los nexos del director de la policía política con el narcotráfico.
Por decisión espontánea, expresada desde poco después del asesinato, un variopinto grupo de periodistas acicateó inútilmente a las autoridades para hacer que sus investigaciones avanzaran. Formaron un equipo de seguimiento, integrado por Gerardo Arreola, Francisco Cárdenas Cruz, Félix Fuentes, León García Soler, Miguel Ángel Granados Chapa, Rogelio Hernández, Jorge Meléndez y José Reveles, que contó con el impulso del hermano menor de don Manuel, Ángel Buendía, quien voló desde Guadalajara la noche del duelo. Más que lloroso, como suele ocurrir con los deudos cercanos, estaba furioso, indignado. En el sepelio de su hermano, cercano él al féretro en torno del cual hacían guardia la multitud de dolientes, trató de impedir que lo hiciera el presidente De la Madrid. Alzó la mano derecha para detenerlo, pero entre la batahola causada por la presencia presidencial el gesto simbólico se convirtió en un manotazo sobre el pecho del Ejecutivo. A lo largo de los años, a solas o cobijado por los periodistas, con algunos de los cuales estrechó una relación amistosa, se convirtió en una presencia incómoda. Durante ese tiempo, su desesperación ante la falta de resultados lo llevó a concebir varias hipótesis, en que culpaba del crimen a De la Madrid y Bartlett, o a la Central Intelligence Agency (CIA). En su insistencia por obtener resultados, publicó dos libros: Mi testimonio sobre el asesinato de mi hermano Manuel Buendía e Historia de mi vida . Este último fue particularmente útil para conocer cómo transcurrió la infancia y la adolescencia del periodista, cuya vida es contada y explicada a partir del siguiente capítulo, porque hay que comenzar desde el principio.
(Miguel Ángel Granados Chapa. Buendía. El primer asesinato de la narcopolítica en México. Grijalbo, Ciudad de México, 2012).
Notas:
1. Miguel de la Madrid H., Cambio de rumbo, testimonio de una Presidencia, 1982-1988(con la colaboración de Alejandra Lajous), 1a. ed., FCE (col. Vida y pensamiento de México), México, 2004.
2. Ibid.
3. Juan Bautista, Los primeros teclazos con Buendía, en varios autores, Retratos de Manuel Buendía , 1a. ed. Fundación Manuel Buendía/Consejo Ciudadano del Premio Nacional de Periodismo, A.C./La Jornada, México, 2009.