Por Gustavo Duch Guillot*
La trama nos sitúa a mediados de 1901 en las calles de Creve Coeur en Saint Louis, Missouri (Estados Unidos), donde Mr. John Francis Queeny funda una pequeña empresa a la que bautiza con el apellido de su esposa, Monsanto, dedicada a comercializar sacarina. En seguida cosecha éxitos, el primero la venta de dicho edulcorante a la empresa Coca-Cola, y luego van llegando otros como la fabricación del plaguicida DDT –ya retirado de los mercados– o el Agente Naranja, un herbicida utilizado en la guerra del Vietnam. En este capítulo bélico participa también en el desarrollo de las primeras bombas atómicas; sintetiza la hormona de crecimiento bovina y, en 1982 sobresale de nuevo como pionera de la tecnología de las semillas transgénicas de las que hoy controla 80 por ciento del mercado. Entre ellas destaca la soya transgénica, en realidad, una apropiación indebida de la semilla natural de la soya, que la patenta agregándole un gen procedente de una batería que hace a la planta resistente a un herbicida, del que Monsanto era lógicamente también el propietario: el glifosato.
Con algunas triquiñuelas de política comercial en el guión y con los despachos donde se tiene que velar por la salud de las personas y del planeta mirando a otro lado, Monsanto consigue hacer de la soya transgénica el producto estrella de finales del siglo XX, incorporada a los piensos que alimentan la ganadería estabulada del mundo. Es un negocio de dimensiones formidables para quienes venden la soya como grano, y para quienes como Monsanto ganan en la venta de la semilla y de su herbicida asociado.
Desde su aparición en escena, la soya transgénica provoca el robo de tierras agrícolas más suculento de la historia que se explicará en los libros de historia y en los manuales de criminología. Con guante blanco usando recursos administrativos de titulación de propiedades o con violencia pura y dura –son muchos los casos de desalojo violento, con muertes de campesinas y campesinos–, millones de pequeñas fincas campesinas han sido suprimidas del mapa a favor de la soya que consume la ganadería europea o china (y poco a poco también los automóviles que caminan con biodiesel). Tenemos aquí una explicación a la actual subida de precios de los cereales, alimentos básicos para el mundo.
Hasta la fecha el saqueo ha afectado a países de la América del Sur; África está en el punto de mira. Sólo en Argentina más de la mitad de su tierra fértil se dedica a la soya. Y en Paraguay, país de pequeñas dimensiones, de momento 10 por ciento es soya, pero supone, sólo en concepto de royalties, 30 millones de dólares anuales, libres de impuestos, para Monsanto.
Pero claro, no todo puede resultar tan fácil. La gente afectada se organiza y levanta la voz ante tamaña injusticia: ¡la soya es responsable de la pobreza campesina!; no hay evidencias que aseguren que consumir grano transgénico no es perjudicial para la salud; el uso masivo del glifosato rociando los campos está provocando muchas enfermedades en la población local; la biodiversidad cultivada y la salvaje desaparece rápidamente; y por último, explotar así a los suelos agrícolas les genera a éstos una pérdida de nutrientes, de fertilidad, que nadie repone. Y el drama llega a momentos álgidos.
Algunos gobiernos cercanos a las realidades sociales ponen pequeñas y tímidas trabas a la expansión de estos agronegocios, como fue el caso de la presidencia de Fernando Lugo en Paraguay hasta hace apenas un mes. La empresa multinacional, desde Estados Unidos, no acepta intromisiones en sus negocios y enterada de las limitaciones que allí se establecen, dicta algunas instrucciones que la prensa y las organizaciones de empresarios agrícolas locales llevan a la perfección y sin discreción, no es necesario. Mientras se lanza una campaña desmedida contra la institución gubernamental que decidió bloquear la introducción de nuevos transgénicos en Paraguay, tiene lugar una masacre en tierras en litigio por la soya con 17 personas muertas, que acaba de desestabilizar a un gobierno frágil.
Así son ahora los golpes de estado, Paraguay y Honduras, elegantemente disfrazados de democracia. Dos pequeños países señalados como una advertencia para quienes no estén dispuesto a hacer del extractivismo y expolio del planeta –sea soya para hacer carne, sea palma aceitera, sea minería– un torrente de beneficios para las corporaciones, que como en las películas, ya controlan el mundo.
Es curioso, mientras aquí en Europa la actividad agraria ha quedado reducida a casi nada –poco importante económicamente hablando, con muy pocas gentes practicándola de forma profesional y su recurso principal, la tierra, se regala al mejor de los bandidos (pienso en la posible instalación de Eurovegas en Barcelona)– en otros países es sin lugar a dudas el mayor de los poderes fácticos. Pero ambas realidades, el desprecio y el fervor, están tremendamente conectadas. Para que el negocio de producir y vender soya funcione –la soya-connection– se necesitan tierras arrasadas de monocultivos en los países del Sur y tierras arrasadas de hormigón en los países del Norte.
*Autor de Lo que hay que tragar. Coordinador de la revista Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas
Artículo publicado originalmente en La Jornada