Por Luiz Inacio Lula da Silva*
Cuando yo era presidente puse mucho empeño en llevar a Brasil la Copa del Mundo de Fútbol 2014. Lo que me movía no eran tanto los intereses económicos o políticos, sino principalmente lo que el fútbol significa para la gente en todo el mundo, y sobre todo para los brasileños. El pueblo de Brasil apoyó con entusiasmo la idea, rechazando el sesgo elitista de que un acontecimiento así “es solo para países ricos”, puesto que de ese modo se olvida que Uruguay, Chile, México, Argentina, Sudáfrica y el propio Brasil ya organizaron antes ese campeonato. El fútbol es el único deporte auténticamente universal, querido y practicado en casi todos los países, por personas de diversas clases sociales, grupos étnicos, culturas y religiones.
Quizá ninguna otra identidad nacional esté tan estrechamente ligada al fútbol como la brasileña. El fútbol no solo lo han asimilado diversas razas sino que, de diversas maneras, su gracilidad y su mezcla lo han transformado. A los pies de los jugadores de origen africano el fútbol incorporó un ritmo, una belleza y un arte nuevos. Durante muchos años fue uno de los pocos ámbitos, junto al de la música popular, en el que los afrobrasileños podían desplegar sus talentos, enfrentándose a la discriminación racial con un júbilo libertario. El fútbol y la música suelen ser las primeras cosas que los visitantes recuerdan cuando hablan de Brasil.
Para nosotros, el fútbol es más que un deporte: es una pasión nacional, que va mucho más allá de los clubes profesionales. Todos los días, millones de aficionados juegan al fútbol: en patios traseros, solares vacíos, playas, parques o plazas y calles de la periferia de las grandes ciudades, en patios de colegio y fábricas. Allí donde haya algo de espacio, por reducido que sea, habrá un partido. Si no hay balón de cuero, bastará una pelota de plástico, de goma o de tela. Si no hay nada mejor, una lata vacía servirá.
En la Suecia de 1958, el espectacular equipo nacional brasileño encandiló al planeta, obteniendo nuestro primer título mundial. Yo tenía 12 años y me reuní con un grupo de amigos y un diminuto transistor en un pequeño campo que había junto a una ribera. Nuestra imaginación compensó con creces la falta de imágenes, alzándose por encima de la voz del locutor. Nos transportó, como una alfombra mágica, hasta el estadio Rasunda de Estocolmo, donde no solo fuimos espectadores sino jugadores. Yo soñaba con ser jugador de fútbol, no presidente de Brasil.
Como ha señalado el magnífico escritor Nelson Rodrigues, uno de nuestros mejores dramaturgos, con esa victoria, obtenida por genios de la pelota como Pelé, Garrincha y Didi, Brasil superó su “complejo de perro descarriado”. ¿Y cuál es ese complejo? Según Rodrigues: “Es la actitud de inferioridad que el brasileño adopta voluntariamente cuando está ante el resto del mundo”. Al atreverse a ser campeón, fue como si Brasil se dijera tanto a sí mismo como al resto del mundo: “Sí, podemos ser tan buenos como cualquiera”.
En esa época, Brasil acababa de comenzar a industrializarse, habíamos creado nuestra propia compañía petrolífera y un banco de desarrollo, y las clases obreras estaban exigiendo democráticamente mejores condiciones de vida y una mayor presencia en las decisiones del país. Sin embargo, las clases privilegiadas proclamaron que esas iniciativas habían sido un grave error, alentado por la “politización” y el “izquierdismo”, porque se había demostrado que Brasil carecía de petróleo y que, por tanto, no había necesidad alguna de inclusión social o política, ni desde luego de industria nacional.
Algunos llegaban incluso a afirmar que un país como el nuestro —retrasado, “mestizo” e “ignorante y perezoso”, según un tópico muy extendido, tanto dentro como fuera de Brasil— debía rendirse ante su destino y limitarse a servir, sin abrigar sueños imposibles de progreso económico y justicia social.
No es fácil superar el complejo de perro descarriado. Durante más de 320 años fuimos una colonia, cuyo peor legado es la persistencia de la actitud de servidumbre voluntaria que deja la mentalidad colonial.
Entre 1958 y 2010 ganamos cuatro Copas del Mundo de fútbol. Ningún otro país ha obtenido tantas. Pero lo mejor de todo es que la saludable audacia del pueblo brasileño no se limita al deporte.
El Brasil que el mundo podrá conocer mejor después del 12 de junio es un país muy diferente al que albergó la Copa del Mundo en 1950, en cuya final perdió ante Uruguay. Como en cualquier otro país, hay problemas y desafíos, algunos muy complejos, pero ya no somos la eterna “tierra del futuro”. El país actual es más próspero y equitativo que el de hace seis décadas. Ello se debe en gran medida a que nuestra gente —sobre todo la que vive en los “estratos inferiores” de la sociedad— se ha liberado de los prejuicios elitistas y colonialistas y ha comenzado a creer en sí misma y en el potencial de su país. Ha descubierto que, además de ganar campeonatos de fútbol, puede también superar el hambre, la pobreza, la falta de productividad y la desigualdad social. Ha descubierto que el mestizaje, lejos de constituir una barrera —o peor aún, un estigma— es una de nuestras grandes riquezas.
Este es el país que albergará la Copa del Mundo de Fútbol, el nuevo Brasil, el que ahora constituye la séptima economía del mundo y el que, en poco más de 10 años, ha sacado a 36 millones de ciudadanos de la pobreza, engrosando en 42 millones las clases medias. Es el país que ha alcanzado las cifras de desempleo más bajas de nuestra historia. El mismo que, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), figura, en los últimos 10 años, entre los que más están incrementando su inversión en educación. Estamos orgullosos de nuestros éxitos, pero eso no significa que escondamos nuestros problemas o que no nos esforcemos para solucionarlos.
Últimamente la Copa del Mundo ha sido objeto de un virulento debate político y electoral en nuestro país. Al irse aproximando las elecciones presidenciales de octubre, los ataques contra ese acontecimiento se han ido tornando cada vez más sectarios e irracionales. Evidentemente, la crítica forma parte de la vida democrática. Cuando se hace de buena fe puede ayudar a mejorar nuestros esfuerzos colectivos. Pero parece que ciertos grupos confían en que la Copa sea un fracaso, como si sus posibilidades en las urnas fueran a beneficiarse de ello. No dudan en difundir informaciones falsas que ha llegado a reflejar hasta la prensa internacional, sin tomarse la molestia de comprobar su veracidad. Sin embargo, el país está listo —dentro y fuera del campo de juego— para albergar una gran Copa del Mundo. Y así lo haremos.
El equipo nacional brasileño de fútbol es el único que ha participado en las 19 Copas del Mundo. Allí donde hemos jugado siempre nos hemos sentido muy bien recibidos y ahora ha llegado el momento de que la hospitalidad y la alegría brasileñas hagan lo propio. Las entradas han tenido mucha demanda, ya que se han recibido solicitudes de más de 200 países. Esto supone una extraordinaria oportunidad para que miles de visitantes acudan a conocer lo mejor que Brasil tiene que ofrecer: su gente.
La relevancia de la Copa del Mundo no es solo económica o comercial. El mundo se dará cita en Brasil invitado por el fútbol. Comprobaremos una vez más que la idea de una comunidad internacional reunida en paz y fraternidad no es solo una utopía.
* Luiz Inácio Lula da Silva fue presidente de Brasil y en la actualidad alienta iniciativas globales desde el Instituto Lula. Se le puede seguir en facebook.com/lula).
© 2014 Instituto Luiz Inácio Lula da Silva. Distribuido por The New York Times Syndicate./ Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.