Por Guillermo Almeyra
En los regímenes capitalistas constitucionales las elecciones periódicas sirven a las clases dominantes para elegir cuál sector de ellas gobernará, para seleccionar y renovar el personal gobernante y para medir la temperatura política, es decir, el nivel de conciencia, organización y decisión de los sectores populares. Dado el control por el capitalismo y sus agentes de los instrumentos de mediación –medios de comunicación, academia, escuelas, jerarquías eclesiásticas conservadoras, justicia electoral–, esas elecciones supuestamente democráticas están viciadas desde su origen mismo porque los sectores populares están en ellas en condiciones de inferioridad. Si pese a eso desde finales del siglo XIX los trabajadores han luchado por el voto universal o por elecciones libres es porque intentan siempre luchar incluso en terreno adversario, en condiciones desfavorables, disputar centímetro a centímetro las condiciones de dominación y explotación capitalistas, resistir y defenderse por todos los medios.
Incluso en el caso de ganar las elecciones, como mostró el Partido Comunista Italiano que, con más de 33 por ciento de los votos en 1976 se derrumbó en poco tiempo, o como demuestra hoy el caso de Syriza en Grecia, un mayor peso en las instituciones capitalistas no modifica las relaciones de fuerzas entre las clases ni reduce el poder de los financistas, banqueros, hacendados, empresarios monopolistas, trasnacionales, ni de sus fuerzas represivas. Los termómetros –las elecciones lo son– nunca modifican la situación del paciente y, a lo sumo, lo animan o lo desaniman. Los enormes daños y desastres causados por el capitalismo sólo desaparecerán con éste, con la creación de otro poder y de otro tipo de relaciones sociales.
Para los pobres, discriminados, explotados y oprimidos el participar o no en las elecciones organizadas por el capitalismo allí donde ellos residen es sólo una cuestión de táctica. En Venezuela, frente a la mitad de la población dirigida por una derecha golpista, las elecciones deben servir para educar y separar del frente reaccionario con argumentos fraternos a los que son simplemente conservadores e ignorantes y aislar a los fascistas y agentes extranjeros. En otros países donde aún hay cierta legalidad y donde los sectores anticapitalistas y progresistas son minoritarios –como en Argentina, Paraguay o Perú, o en los países de Europa meridional– las elecciones deben ser utilizadas también para educar y organizar, demostrando la posibilidad de una alternativa al capitalismo, para hacer contracultura. Si, de paso, se obtuviese alguna posición electoral, ésta debe ser utilizada también como tribuna, como si uno hablase parado en una caja de Coca Cola, para denunciar, para organizar, apoyar las luchas sociales y proponer leyes favorables a las mayorías.
No existe la vía electoral al poder ni mucho menos la posibilidad de construir poder popular desde las instituciones capitalistas. Por eso, por ejemplo, es erróneo el sesgo electoralista que le imprimió el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) en Argentina a su campaña. Ese electoralismo sólo le permitió tener unos pocos votos y diputados más, pero es insuficiente para hacer frente al hecho de que la inmensa mayoría de la población apoya a partidos derechistas y reaccionarios y acepta como natural la ideología capitalista.
Será siempre mala, para la izquierda, una elección en la que no se explique qué sucede en escala mundial, qué repercusiones tendrán esos hechos en el país, el lazo entre las luchas locales y la resistencia antimperialista en otros lugares del continente y la necesidad y posibilidad de romper los lazos de dependencia y de explotación construyendo una fuerza alternativa anticapitalista. Es ceguera sectaria alegrarse por aumentar un punto el propio porcentaje cuando más de 90 por ciento del país y la inmensa mayoría de los asalariados votan aún por diversas facciones capitalistas de derecha.
En países, en cambio, como México, donde no existe un estado de derecho y la dictadura del capital es cada vez más feroz y sangrienta, las elecciones sirven para recomponer el frente maltrecho de la oligarquía y lograr la apariencia de legalidad a la camarilla que dirige ilegítima e ilegalmente ese semiestado. Si en algún estado de la República, como en Guerrero, es posible imponer el boicot a esa maniobra y anular las elecciones mismas, demostrando así el aislamiento del régimen, participar en la farsa electoral equivale a respaldar a quienes desde el gobierno, y en nombre del poder capitalista, están destruyendo las bases mismas de la entidad nacional. Si, en cambio, la relación de fuerzas en otros estados no permitiese el boicot, podría ser una alternativa el abstencionismo con relación a las urnas tramposas junto con el activismo en la realización de asambleas, huelgas parciales, manifestaciones, todo desarrollando la conciencia de la necesidad de construir órganos de democracia directa, como las policías comunitarias, los grupos reales de autodefensa, antinarco y contra la violencia estatal, gobiernos autónomos por voto asambleario y revocación también asamblearia de los mandatos.
El objetivo, en un periodo de elecciones que debería ser de consulta popular, pero es en cambio de reorganización del poder de las clases dominantes, debe ser educar a los sectores populares para la alternativa, mostrar que ésta es posible, organizarla, darle cuerpo en realidades locales o regionales, golpeando así la conciencia de los trabajadores y oprimidos de otras regiones menos organizadas del país e, incluso, ayudando a los que en Estados Unidos mismo –en el terreno de los patrones del gobierno mexicano– hoy se sublevan no contra una u otra injusticia sino contra el Estado y el régimen racista, como en Baltimore.
Fuente: La Jornada