El Nobel que salió de una redacción

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En noviembre de 1982, conocida ya la noticia de que Gabriel García Márquez ganó el Premio Nobel de Literatura, el periodista Francisco Ortiz Pinchetti conversó con algunos de sus amigos y colegas más cercanos sobre los inicios de la carrera del escritor colombiano. A continuación se transcribe el texto publicado en el semanario Proceso, edición número 313, bajo el título Con Aureliano Buendía bajo el brazo, El Gabo partió de una redacción

Por Francisco Ortiz Pinchetti

Era octubre. Los reporteros de El Nacional, un vespertino que se editaba en barranquera, Colombia, acababan de concluir su trabajo diario y guaseaban sin ganas entre el sopor asfixiante del mediodía zarceño.

De pronto apareció en la redacción un muchacho flaco y desaliñado, de tez morena y cabello negro y crespo, con bigotito ralo y una camisa llena de colores. Tímido, se dirigió a uno de los redactores:

–¿Quiénes son aquí Germán Vargas y Álvaro Cepeda? –preguntó con voz discreta.

–Mira –respondió el periodista–: Álvaro Cepeda Samudio es ese que está ahí y Germán Vargas soy yo. ¿Y tú quién eres?

–Yo soy Gabriel García Márquez–.

Era octubre de 1948 y aquel muchacho tenía 20 años de edad.

“Esa misma noche nos emborrachamos juntos por primera vez”, cuenta ahora el mismo Germán Vargas, el amigo al que García Márquez dedicó su primera novela, La hojarasca; el amigo al que hizo uno de sus personajes en El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad; el amigo que recibió en representación suya el premio nacional de novela, otorgado por la Academia Colombiana de la Lengua a La mala hora; el amigo, pues, de 34 años de relación fraterna.

Es octubre también pero de 1982, y Germán Vargas viaja desde Barranquera a la Ciudad de México para estar con su amigo en las horas de euforia.

–¿Cómo te parece que estamos de mucho Nobel? –le dijo García Márquez al recibirlo con un abrazo en su casa del Pedregal de San Ángel.

–Sí Gabito: estamos.

La jirafa

Germán Vargas tiene ahora 60 años de edad, seis más que su célebre amigo de Aracataca en el estudio de cuya casa se desarrolla la entrevista. Y tiene vivo, dice, aquel primer encuentro del otoño de 1948.

“Yo había leído dos o tres cuentos de García Márquez, publicados en El Espectador de Bogotá. Me parecieron muy buenos y escribí una nota en el periódico, en la que decía que al fin surgía en Colombia un escritor diferente. Porque en ese entonces se escribía en Colombia una narrativa puramente rural y sin profundidad.

Seguramente él vio ese comentario, o alguien se lo dijo, y por eso fue a buscarme esa tarde a la redacción. Y en ese momento empezamos a ser amigos”.

García Márquez vivía en ese entonces en Cartagena, otra ciudad de la costa colombiana a la que se había mudado luego de abandonar sus estudios de Derecho en Bogotá y a raíz, dice Vargas, del “bogotazo” del 9 de abril de 1948. En Cartagena había conseguido trabajo en un diario local.

“Nosotros lo entusiasmamos mucho para que se fuera a vivir a Barranquera. Y lo hizo, en enero de 1949. Entró a trabajar a El Heraldo, el diario donde yo estoy y en el que he escrito durante 30 años. Ahí empezó a escribir una columna diaria, muy leída. Se llamaba “La Jirafa” y la firmaba con un seudónimo: Séptimus, que es un personaje de Virginia Woolf”.

Recuerda Vargas que en “La Jirafa” García Márquez se ocupaba de temas variados, aunque con especial insistencia en asuntos literarios. “A veces, seguramente cuando no tenía tema, utilizaba fragmentos de una novela escribiendo y que nunca terminó. Se llamaba La casa; pero nosotros le decíamos `el mamotreto’, porque era un montón de papel, yo creo que más de mil páginas escritas. Y a todos lados iba con su mamotreto bajo el brazo”.

El periodista considera que aquel mamotreto fue la cantera de donde surgieron muchas historias para los cuentos de García Márquez y muchas situaciones de personajes que aparecen en sus novelas.

“Ahí estaba ya el coronel Aureliano Buendía”, dice.

A Vargas y a Cepeda se sumó pronto Alfonso Fuenmayor como amigo del joven García Márquez. “Los cuatro éramos amigos inseparables”, recuerda Germán Vargas. “Todos los días, a las seis o seis y media de la tarde, nos encontrábamos en una librería y nos íbamos al café. Ahí empezaba la fiesta: después, la seguíamos en algún bar. Nos emborrachábamos casi todas las noches”.

El Café Colombia, el Tercer Hombre, Los Almendros, La Cueva y otros bares y cervecerías, eran escenario cotidiano de las parrandas del cuarteto de amigos, que discutían de literatura a gritos ante el asombro de los parroquianos.

¿Cómo era entonces García Márquez?

Era un muchacho muy tímido. Muy tímido y muy discreto, sencillo, muy cordial. Y también alegre. Le gustaba mucho cantar. Canciones vallenatas, de su tierra. Y tenía buena voz.

Vargas cuenta una anécdota:

“Un día me dijo que le gustaría comprar una dulzaina, una de esas armónicas que se tocan con la boca; pero que no tenía dinero. En ese entonces le pagaban tres pesos diarios en El Heraldo y eso apenas le alcanzaba para medio comer y para pagar el cuarto en el que vivía. Así que un día en que recibí mi quincena fuimos a buscar la dulzaina y se la regalé. Entonces ya no nos cantaba, sino que nos tocaba los mismos aires vallenatos. Y esto se volvió insoportable: en todo momento, a todas horas tocaba la dulzaina. Insoportable. Hasta que un día fuimos a almorzar a Salgar, un pueblo cercano a Barranquera, en un restaurante frente al mar, yo no resistí más. Había tomado demasiados tragos la noche anterior y la música de la dulzaina me perforaba la cabeza. Así que le dije: mira, por favor no toques más eso. Ya me tienes harto con esa dulzaina. Entonces él, como un niño regañado, se levantó, se asomó a la terraza y tiró la dulzaina al mar”.

El burdel

García Márquez sufría graves penurias. Su amigo recuerda que vivía en un cuartucho infame en la azotea de un edificio de cuatro pisos. “Era un edificio muy especial”, dice Vargas. “En la planta baja estaban unas notarías públicas. Los siguientes tres pisos estaban ocupados por un burdel.

En el cuarto que el pobre columnista y escritor en ciernes vivía no había más que un catre y una mesa de palo. “Pagaba uno cincuenta de renta al día; de tal modo que sólo le quedaba uno cincuenta para comer. Para su fortuna, les cayó bien a las putas del burdel. A ellas les intrigaba mucho aquel muchacho que llegaba en la madrugada y salía a media mañana con su mamotreto a cuestas. Así que lo invitaban a almorzar, para platicar con él. Y él se ahorraba algún dinero”.

Casi siempre eran sus amigos, que ganaban mejor que él, quiénes costeaban sus parrandas. “Bebíamos cerveza, ron, de todo. Claro, de pronto había algún anfitrión generoso y entonces bebíamos whisky”.

Tragos y literatura, era la orden del día, cada día.

“Los cuatro teníamos inquietudes literarias. Eso era el centro, el meollo de nuestra amistad. Y también de nuestras discusiones y de nuestros pleitos”.

Leían por esos días a Kafka, a Faulkner, a Dos Pasos, a Virginia Woolf. “También fuimos descubriendo a otros escritores, como Cortázar o el uruguayo Felisberto Hernández. Y comentábamos nuestros propios trabajos, porque también nosotros escribíamos cosas”.

Hablaban también, a veces, de “las cosas cotidianas”, o de política. “Éramos más o menos de la misma posición política: una posición de izquierda, pero no extrema”.

Y también hablaban de deportes. De beisbol y futbol. “Era en ese entonces la que se llamó época dorada del futbol en Colombia. Cuando jugaban Di Stéfano, Rossi, Pedernera, De Freitas. Los grandes jugadores”.

Y en 1950 resolvieron fundar un semanario insólito. “Se llamaba Crónica –relata Vargas– y era una curiosísima mezcla de deportes y literatura. En él, al lado de las crónicas deportivas, de las grandes entrevistas con futbolistas, publicábamos cuentos de Borges, de Faulkner, de Kafka. Y se publicaron también ahí cuentos de García Márquez y de Cepeda Samudio”.

Germán Vargas –la cabeza totalmente blanca, el trato cálido– sonríe por el recuerdo:

“Una vez, García Márquez publicó una entrevista que le hizo a uno de esos jugadores estrella de futbol. No recuerdo a quien fue. Pero a Gabito nunca le gusto esa entrevista”.

El ingenio de García Márquez era notable, dice su amigo. Como era notable su disciplina: a pesar de esa vida bohemia, de las parrandas inacabables en bares y burdeles en Barranquera, tenía una asombrosa disciplina para escribir. “Eso para él era sagrado”. Lo hacía, a veces, en su cuartucho; pero casi siempre en la soledad nocturna de la redacción de El Heraldo, cuando todos se habían ido.

“Trabajaba sin cesar en su novela, en La casa. Yo pienso que aquel mamotreto era ya en alguna manera Cien años de soledad; pero en ese entonces le quedaba grande. Y él, que era muy autocrítico, se daba cuenta de ello”.

El coronel

García Márquez dejó barranquera en diciembre de 1952. Se fue a vivir a Bogotá y entró a trabajar como reportero a El Espectador; pero mantuvo su relación con ese grupo de amigos con quiénes convivió cuatro años que fueron fundamentales en su formación como escritor.

Cuando el periódico lo envió a Europa, para cubrir la reunión de los Cuatro Grandes de Ginebra, hizo escala en Barranquera. En el aeropuerto lo esperaban Germán, Alonso, Álvaro y otros amigos. También estaba ahí don Demetrio Barcha, el padre de Mercedes, que era entonces su novia.

“Cuando Gabito bajó del avión, traía un paquete enorme de ejemplares de El Espectador. Nosotros guaseamos y le dijimos que, si le iba mal en Europa, podría sobrevivir vendiendo periódicos en las calles. Don Demetrio se puso furioso: `como dices que estos son tus amigos’, le dijo. Le pareció una imperdonable falta de respeto”.

Desde Europa, García Márquez mantuvo correspondencia con Vargas, que en alguna manera se convirtió en su representante en Colombia. Cuando el dictador Rojas Pinilla cerró El Espectador, en 1954, el enviado del diario se quedó al garete. Vivió en Roma y luego en París, pasando penalidades sin cuenta.

“En París terminó de escribir La hojarasca, su primera novela, que está dedicada a mí”, dice Germán Vargas, “Me mandó el original y conseguimos que la publicara el editor judío uruguayo, Samuel Lisman Baun, en 1955; pero con tan mala suerte que el editor quebró por esos días. Le embargaron sus bienes, entre ellos casi toda la edición de La hojarasca… Sólo circularon unos cuantos ejemplares”.

En 1958, Vargas se fue a vivir a Bogotá. “Ese año, García Márquez me envío el original de El coronel no tiene quien le escriba, que es para mí su mejor novela. Anduve con ella de editor en editor. A todos les parecía muy interesante, pero todos argumentaban que no podían arriesgarse a publicarla, porque el autor era muy poco conocido. Hubo uno que me propuso que nosotros pagáramos la edición. Eran 40 mil pesos, una suma astronómica para nosotros. Imposible”.

Vargas le llevó entonces el original al poeta Jorge Gaytán Durán, que entonces editaba una revista cultural llamada Mito. “Era una publicación europeizante”, recuerda Vargas. Y ahí se publicó por primera vez El coronel… “Impresionó mucho a la gente del medio, a la crítica, pero obviamente no tuvo mayor difusión”.

Posteriormente, en 1961, Vargas consiguió que la novela se editara en Medellín, ya en libro. “Tuvo buena crítica, pero mala venta”.

La hojarasca, mientras tanto, revivió. Manuel Escorsa, un novelista peruano, editor también, la incluyó entre los 10 libros de una colección popular de tiraje masivo. Se vendieron en Colombia 250,000 colecciones y Gabriel García Márquez empezó a ser realmente conocido.

Luego vino La mala hora.

“Esta novela tenía otro nombre”, cuenta Vargas, “La Academia Colombiana de la Lengua la escogió para otorgarle el premio nacional de novela. Pero antes de dar a conocer su veredicto, me llamó el padre de Félix Restrepo un jesuita que era el presidente de la Academia. Me dijo que la novela era excelente y que estaba ya decidido a entregarle el premio. Pero que tenía dos objeciones: una era el nombre de la obra; la otra, algunas leperadas que contenía el texto. Me pidió que cambiáramos ambas cosas. Yo me comuniqué con García Márquez, que vivía ya en México. Estuvo de acuerdo en cambiarle el nombre, pero no en corregir el texto. Así se convino con el padre Félix Restrepo y La mala hora obtuvo el premio nacional de novela, que yo recibí en representación de Gabito”.
–¿Cuál era el titulo original de la novela?

–Se llamaba Este pueblo de mierda…

La fama

El premio consistía en 40 mil y “algo inesperado”, dice Vargas: un diploma en el que la Academia Colombiana de la Lengua declaraba a Gabriel García Márquez “novelista laureado”.

Vargas le envió al escritor los 40 mil pesos, con los cuales dice, se compró un Volkswagen en México, el mismo que luego vendería para mantenerse mientras escribió Cien años de soledad.

“Y, por supuesto, el diploma no se lo entregué nunca”, ríe Vargas, “Lo llevé a Barranquera y, en solemne ceremonia, lo pusimos en el bar La Cueva, uno de los sitios que frecuentábamos. Ahí está”.

El dinero del premio, por cierto, lo aportaba la empresa petrolera trasnacional Exxon, lo cual para el amigo del escritor es “una paradoja alucinante”.

Llegó por fin la aparición de Cien años de soledad y con ella la explosión repentina trepidante de la fama. “Gabito nunca esperó algo tan apabullante”, dice Vargas, “Estaba asombrado”.

¿Cambió?

Sus amigos, como soy yo, no observamos cambio alguno. Gabito sigue siendo el mismo tímido, cordial, muy afectuoso. Claro que le gusta destacar, triunfar. Como a cualquier ser humano. Pero la vanidad, de la que tanto se habla, es algo que el maneja muy bien. En realidad es un tipo sencillo y franco que lucha por conservar su vida privada, por ser él; que es feliz cuando está a solas con su mujer y sus hijos; que disfruta, como siempre, la compañía de sus verdaderos amigos.

–¿Qué le molesta?

–Creo que no hay nada que le moleste más que la adulación. Es algo que detesta. Por eso no le gusta Bogotá; ahí la gente es muy lambona, como decimos nosotros, muy lambiscona. En cambio, le encanta Barranquera. Él dice que en Barranquera no hay prestigio que dure tres días…

Germán Vargas no oculta su alegría, su orgullo de ser gran amigo del escritor al que se le ha otorgado el Premio Nobel de Literatura 1982. “Siento que lo gané también yo”, dice. De alguna manera, se considera parte de lo que es García Márquez.

Y refiere entonces algunas anécdotas, vivencias, situaciones que compartieron en los años de Barranquera y que García Márquez ha usado en sus obras. “Por ejemplo el incendio del burdel, en Cien años de soledad. Es una reminiscencia de algo que ocurrió una noche en Barranquera. Estábamos en un burdel, tomando tragos. Yo ya estaba muy borracho y de pronto se me ocurrió decir que ese burdel no existía, que las prostitutas que estaban ahí tampoco existían. Discutimos a gritos. Yo dije que podía probar lo que decía. Que si prendía fuego al burdel, el burdel no existía. Y, lo hice: estuve a punto de provocar un incendio…”.

Germán y Álvaro, los amigos del hijo del coronel, Agustín, en El coronel no tiene quien le escriba, no son otros que Germán Vargas y Álvaro Cepeda Samudio. “En Cien años de soledad aparecemos los cuatro: Alfonso, Álvaro, Germán y el propio Gabriel, son los amigos del último Buendía”, dice Vargas.

De aquellos cuatro amigos, uno falleció ya: Álvaro Cepeda Samudio. Alfonso Fuenmayor vive en Estados Unidos. Germán Vargas volvió a Barranquera para vivir, luego de radicar 22 años en Bogotá. Ejerce, igual que siempre, el periodismo y no abandona sus inquietudes literarias. Ha publicado dos libros: La violencia 10 veces contada, que es una antología de cuentos de escritores jóvenes, con un prólogo suyo sobre la violencia, y Cinco semblanzas, en que recuerda personajes ya fallecidos que él conoció.

Ahora, en México, comparte con su amigo la euforia de la consagración. A García Márquez le dijo en broma que ahora deberá esperar el Premio Nobel de la Paz. “En realidad”, dice, “Gabito está ahora muy entusiasmado con el periódico que empezará a editar en Bogotá en el segundo semestre de 1983. A el le interesa muchísimo la situación colombiana”.

–¿Piensa que buscará alguna participación política allá?

–Yo creo que una participación política de tipo electoral no le interesa. Pero estoy seguro de que le interesa influir políticamente. No obstante que el proyecto del periódico es meramente informativo, periodístico, sabemos que es imposible que no asuma una línea política.

Germán Vargas no le llamó a García Márquez desde Colombia para felicitarlo, cuando se conoció la noticia del Premio Nobel. Esperó dos días y viajó a México para verlo. Cuando se encontraron su abrazo no tuvo límites.

Fuente: Proceso

 

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