Nuestro cerebro está entrenado para deducir mensajes lingüísticos implícitos
Por Álex Grijelmo
Supongamos que usted y yo hemos quedado para comer (y pagamos a escote, por supuesto). Yo llego tarde a la cita, así que me disculpo de esta manera: “Siento haber llegado tarde. Había una manifestación en mi barrio”. De tal modo, usted no tiene más remedio que entender que la manifestación ha causado mi retraso. Y sin embargo yo no había dicho eso.
La manifestación existía, en efecto, pero discurrió por una zona alejada del trayecto que yo debía seguir hasta el restaurante.
Si alguien me acusase de mentir por haber dado esa explicación, siempre podría responder que solo dije lo que dije: que había una manifestación en mi barrio.
Y eso se puede denominar “mentir contando hechos verdaderos”.
El ministro Cristóbal Montoro declaró en la cadena SER el 8 de octubre:“Los problemas del cine no tienen que ver solo con las subvenciones, sino también con la calidad de las películas y la comercialización”. Recriminado desde el sector cinematográfico por esas palabras, y también desde otros ámbitos de la vida pública, el ministro acudió al mismo truco que yo para disculparse: “Pido perdón por si descalifiqué, yo no quise descalificar la calidad. Me refería a que con cuanta más calidad, todos iríamos más al cine. No dije que tenía baja calidad, no utilicé ese calificativo”.
En efecto: ni yo dije que la manifestación se interpuso en mi camino, ni el ministro dijo que el problema del cine español sea su falta de calidad.
La pragmática (una rama de los estudios sobre el lenguaje) estudia el sentido de lo que decimos por encima del significado que tenga cada palabra pronunciada. Abundantes análisis han ido descubriendo y precisando los mecanismos que nos conducen a inferir obligatoriamente aquello que no se ha dicho y que, sin embargo, forma parte de lo que estamos diciendo.
Usted, que me ha esperado en el restaurante cerca de una hora, ha rellenado por su cuenta lo que yo no dije: que la manifestación alteró mi camino. Y ha completado la relación causa-efecto, ausente en mis palabras, porque confió en mi lealtad al pronunciarlas: no creyó que fuera a manipularle, sino que si cité la manifestación sería por algo: porque tenía un papel relevante. Así que su cerebro (entrenado, como el de todos, para deducir mensajes lingüísticos implícitos) relacionó enseguida la manifestación con la razón de mi tardanza.
En aquella primera declaración de Montoro se daba un silencio basado en esa misma técnica: no dijo, en efecto, que el cine español esté falto de calidad. ¿Y, entonces, por qué todo el mundo dedujo eso? Pues porque el ministro había puesto las palabras necesarias para que tal silencio se llenara. En su frase hablaba, para empezar, de un “problema” con las subvenciones. Como la abundancia de subvenciones no suele causar problemas, ni mucho menos quejas airadas, el “problema” con las subvenciones solo podía deberse a su falta. Ya tenemos, por tanto, la expresión “falta de” inferida en la mente del receptor: el problema por la falta de las subvenciones. Y a continuación, y dentro de la misma frase, Montoro habla de que los problemas también tienen que ver “con la calidad” del cine: “Los problemas no solo tienen que ver con (la falta de) las subvenciones, sino también con la (…) calidad”. Y como es imposible pensar cabalmente que la abundancia de calidad constituya un problema para el cine español, quienes escucharon sus palabras solo podían deducir, en aplicación de las técnicas de interpretación general que estudian los filósofos de la lengua, que el “problema” con la calidad del cine únicamente se refería a que esta era baja.
Por tanto, yo le expliqué a usted que la manifestación causó mi retraso; y Montoro estaba criticando al cine español. Ni él ni yo podemos escudarnos en que no dijimos lo que estábamos diciendo.
Así que, en lo que a mí respecta, no pienso decir que no dije lo que en realidad dije aunque no lo dijese. Y por eso le pido disculpas a usted: por haberle hecho esperar una hora en el restaurante y por haberle engañado con el motivo de mi retraso.
Fuente: El País