Por Javier Sicilia
Tal vez el tema fundamental de nuestra época sea el mal. Aunque su presencia nos ha desvelado a lo largo de los milenios, hoy parece más terrible que ayer. No es que haya empeorado –desde que Caín mató a Abel, el mal sigue siendo idéntico en su horror–, sino que hoy se realiza sobre un fondo que no existía antes: el de 2 mil años de cristianismo y el de los derechos humanos: la mayor conciencia de la dignidad del hombre coincide con una de sus negaciones más brutales. No hay que remontarse a la barbarie nazi, a las atrocidades del comunismo estaliniano, a los sótanos de las juntas militares o a la bomba liberal de Hiroshima para saberlo.
Hoy en México, después de esa indigna memoria, no hemos dejado de reeditarlo. Durante siete años hemos asistido a la construcción de un inmenso rastro humano que nadie ha podido desmantelar. Frente a él, uno vuelve a las mismas preguntas que, desde Aristóteles, teólogos y filósofos se han hecho y han intentado responder: “¿Qué es el mal? ¿De dónde viene?”. La diferencia con ellos es que, cuando nos las hacemos, nuestra formulación tiene un desconcierto nuevo: carece de respuestas, y las que nos han dado ya no nos satisfacen. Todas, sean las maniqueas, las clásicas que hablan de la permisividad de Dios, de una prueba, de un castigo o de la ausencia de bien; las cosmológicas, que se refieren a él como detalles de imperfección en el mejor de los mundos posibles; las evolucionistas e históricas, para las que el mal es una necesidad, o las sociológicas, para las cuales es un problema de la pobreza y de la falta de educación –como si ricos y cultos quedaran exentos–, todas ellas justifican el mal.
El mal, sin embargo, en su espantosa concretud, es injustificable. Nada puede, ni siquiera la fe en la resurrección, compensarlo –Cristo, como una prueba de lo inaceptable, resucita con sus llagas–. Es también, por lo mismo, incomprensible. Si algo podría definirlo es lo irracional que, a veces, se enmascara de racionalidad, de bien, de utilidad. Es el apartamiento del ser humano de su vocación de ser, el aniquilamiento de sí mismo en los otros. Una banalidad, como lo definió Hannah Arendt al describir a Eichmann, pero cuyas repercusiones son inmensas e irremediables o, para usar un oxímoron traído del psicoanálisis, un “acto fallido”.
Esa fórmula, en la oposición de sus dos términos, revela algo sobrecogedor: “el drama –dice Adolphe Gesché– de una carencia, de un fallo que se logra”, de un deseo que fracasa, el cumplimiento verdadero de un desastre.
Esto, que ha sucedido en todas las eras de la humanidad, hoy, a falta de respuestas, nos va hundiendo en una imposibilidad para expresarlo y contrarrestarlo. No sólo los complejos valores helénicos y cristianos que habían ayudado a atemperar el mal están en un proceso agudo de decadencia, sino que el horror que vivimos en México sugiere que esos reflejos del espíritu con los cuales, como dice Georges Steiner, una civilización sitiaba al mal y, modificando lo irracional, “superaba un peligro mortal, ya no son tan rápidos o realistas”. La inhumanidad política que ha embrutecido el lenguaje más allá de todo precedente, hasta hacerlo justificar el mal y sus bestialidades, ha ahogado las reacciones saludables. Día con día, la falsedad política y la ración de horrores que tragamos nos van insensibilizando para su aceptación o nos preparan para actos desesperados y fragmentarios contra él. En comparación con el horror que vivimos, las respuestas del espíritu son débiles. Mientras el mal continúa su persistencia, ellas, exaltadas por el show mediático, son inmediatamente desmontadas y arrojadas al vacío.
Ya no podemos ni explicar ni justificar el mal. Pero tampoco, por lo mismo, debemos tolerarlo. No podemos remediar lo que ha hecho y hace. La crueldad de la humillación y de la muerte es tan irreparable como inacabable. Pero podemos decir no al mal y responderle con un amor que no concede nada.
Más allá de todas las justificaciones que el cristianismo ha dado al sufrimiento y la muerte de Cristo –justificaciones que debemos rechazar siempre–, me sigue interesando él como respuesta. Me interesa en el momento en que después de escarnecido toma la cruz. Lo veo avanzar aferrado a ella y a su conciencia. Contra lo que nos han dicho, no tiene esperanza. Su grito, unas horas después, es contundente: “¿Por qué me has abandonado?”. Sin embargo avanza. Impotente y rebelde, conoce en ese momento toda la magnitud de la miseria que trae el mal y su poder: ella, que estaba en las víctimas por las que siempre se interesó, está ahora en él, absurda, injustificable y atroz. No obstante, esa clarividencia que debía constituir su fracaso, consuma al mismo tiempo su victoria: aferrado a su cruz, pero sin dejar de amar, se vuelve superior a su destino, es más fuerte que el mal. Allí, en esos espantosos instantes, su amor, que no devuelve un gramo de odio, reitera el no que mantiene la vida. Su fidelidad al amor, como un molino que moliera en el vacío, es todo: no una justificación, sino una respuesta. Cada esfuerzo que hace para sostenerse en esa fidelidad basta para mantener el sentido y la dignidad sobre la irracionalidad y el absurdo.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Fuente: Proceso