Por Violeta Vázquez-Rojas*
Desde que se le menciona, el tema enciende los ánimos. Pero pocas veces reflexionamos sobre qué es y qué no es el lenguaje incluyente.
El lenguaje incluyente no es un lenguaje. No es un sistema gramatical, ni una nueva norma lingüística; mucho menos es una deformación del idioma a cambio de satisfacer el prurito diplomático de un grupo. El lenguaje incluyente es una pauta de comunicación dirigida sobre todo al discurso público. Se puede resumir en esta máxima: si tu discurso hace referencia a sectores sociales que han sido históricamente relegados o invisibilizados, haz que tu referencia a esas personas sea tan explícita como sea posible. La pauta es innovadora y, como es natural, emergen en su contra fuerzas conservadoras.
Uno lee “lenguaje incluyente” y de inmediato piensa en el uso de dobletes: “profesores y profesoras”, o en el uso de la marca de género femenino en palabras donde solía no aparecer: “presidenta”, “ministra”. Los conservadores pronto saltan de ahí a la hipérbole y la caricaturización: si decimos “presidenta” —opinan— habrá que decir “cantanta” y “pacienta”. Ya encarrerados cuesta abajo en la pendiente del ridículo, asocian al lenguaje incluyente con la exigencia (que nadie ha hecho) de decir “dentistas y dentistos”, o de concordar en ambos géneros cada elemento de una frase: “los y las niños y niñas contentos y contentas”. Como todo esto es antieconómico, los detractores concluyen que el lenguaje incluyente es una barroquización innecesaria de la gramática española —que, para ellos, funciona muy bien como está.
También se entiende por “lenguaje incluyente” la sustitución de los morfemas de género -a y -o por un morfema que no especifique el sexo de los referentes humanos: “nosotres”, “todes”, o bien por grafías sin correspondiente sonoro: “nosotr@s”, “nosotrxs”. Las fuerzas conservadoras arguyen que estas grafías son impronunciables, e ilustres instituciones como la Real Academia Española (RAE) decretan severamente: “la -e como marca de género no existe”.
Bueno, pues ninguno de los fenómenos que acabo de mencionar es el lenguaje incluyente. Como se dijo al principio, el lenguaje incluyente es una pauta, un estándar deseable de comunicación. Para adherirse a él, la lengua, en su vastedad, ofrece muchos recursos: desde la selección léxica (como cuando se dice “personas con discapacidad” en lugar de “discapacitados”), la sintaxis (por ejemplo, el uso de construcciones impersonales y dobletes), hasta la manipulación de la estructura interna de las palabras para sustituir esa pequeña pieza —el morfema de género— que especifica el sexo de los referentes humanos.
Uno podrá estar en contra o a favor de estas estrategias, pero eso no descalifica la sensatez de la propuesta. En tanto guía de comportamiento y expresión, el lenguaje incluyente no es un problema de gramática, sino de política, en el sentido más amplio y noble del término. Y en el aspecto gramatical que sí tiene, la labor de un gramático no es militar en contra, sino observar a los hablantes responder de manera consciente y creativa a las inercias sociales que se han cristalizado en sus prácticas lingüísticas.
* Violeta Vázquez-Rojas. Lingüista. Estudia la gramática del purépecha y del español. Interesada en divulgar la ciencia del lenguaje y en desterrar algunos mitos y prejuicios acerca de las lenguas, de las palabras y de sus usos.
Twitter: @violetavr
Fuente: El Soberano