Por Denise Dresser
Como un largo comercial de televisión. Como un engarzado de spots publicitarios. Como una lista de supermercado pero de logros. Así fue el Segundo Informe de Enrique Peña Nieto en Palacio Nacional. Presentado a la antigüita ante un público conminado a aplaudir pero sin espacio o tiempo para retar. Orquestado para rendir tributo a las metas del presidente pero sin formato o forma de cuestionar cómo llegará a ellas. Una retahíla de reformas aprobadas, hospitales construidos, inversiones realizadas, obras anunciadas. Todo ello consistente con la narrativa gubernamental del México que se mueve.
Sin embargo, las preguntas siguen allí: ¿El país se mueve en la dirección correcta? ¿Se mueve para todos o para los ganadores de siempre? ¿Las reformas se instrumentarán con la eficacia prometida o serán saboteadas a la hora de su instrumentación? ¿El Estado revigorizado y reformista podrá –ahora sí– enfrentar a los poderes fácticos o acabará claudicando ante ellos con leyes secundarias mal hechas? Preguntas que el discurso presidencial quiso eludir al centrarse en la obtención del consenso, la pluralidad política detrás del Pacto por México, el fin de la parálisis legislativa, los cambios necesarios que ahora ocurren bajo el PRI. El movimiento en sí que posterga las interrogantes sobre su destino y sus beneficiarios.
Y habrá quienes argumenten que “estamos mejor” con las 11 reformas. Que –como lo dijo Peña Nieto– basta con “querer a México”. Que basta con un “cambio de mentalidad”. Que basta con un “cambio cultural”. Y que todo ello está ocurriendo y ha llegado el momento de celebrar, de aplaudir, de agradecer que el presidente salve al país. Pero antes de caer en el triunfalismo desbordado habrá que evaluar dónde estamos y a dónde vamos. Sobre las reformas peñanietistas vale la pena citar a Mao Zedong cuando se le preguntó sobre el impacto de la Revolución Francesa y respondió: “Es demasiado pronto para saber”. Y lo mismo ocurre con 11 iniciativas de resultados aún inciertos.
Una reforma fiscal que aumenta la recaudación pero desacelera la economía y no reescribe de fondo nuestro pésimo pacto fiscal. Una reforma en telecomunicaciones que da trato preferencial a Televisa con el objetivo de fortalecer a la empresa para que pueda enfrentarse a Carlos Slim en una especie de “competencia administrada” entre dos monstruos. Una reforma educativa que el propio secretario de Educación descalifica al negar los lazos entre desempeño magisterial y compensación salarial. Una reforma regulatoria que da autonomía a la Comisión de Competencia y al Instituto Federal de Telecomunicaciones pero luego les quita atribuciones. Una reforma energética con enormes lagunas regulatorias y oportunidades para el rentismo y la corrupción. Reformas quizás bien intencionadas pero mal diseñadas, que podrían acabar saboteadas –o con resultados contraproducentes– a la hora de su instrumentación.
Como ha ocurrido una y otra vez. Como ocurrió con la “modernización” salinista, que terminó fortaleciendo el capitalismo de cuates que explica nuestra perenne mediocridad económica. Como ocurrirá de nuevo si el Estado regulador no sustituye al Estado extractor. Como ocurrirá otra vez si seguimos aprobando y aplaudiendo reformas sin atender la precariedad o inexistencia del estado de derecho. Reformas que se realizan en contextos de aquello que Enrique Peña Nieto no mencionó. La corrupción institucionalizada. La impunidad solapada. La opacidad protegida. La discrecionalidad perpetuada. Los privilegios salvaguardados. Un país donde se corroe la función pública. Donde el despilfarro y la politización del gasto público son la norma y no la excepción. Donde la transparencia sigue siendo una exigencia incumplida y no una realidad reconocida. Donde los homicidios caen, pero de cifras tan altas que –al ritmo que vamos– el sexenio terminará con 100 mil muertos.
Ante esos problemas estructurales, de poco sirve un montaje apoteósico para el Informe. O el anuncio de gravámenes especiales para las bebidas azucaradas. O la limitación de la venta de productos chatarra. O la celebración de deportistas mexicanos que ganaron medallas. O el listado de tantas afirmaciones cuestionables sobre la productividad de Procampo, la “honestidad” con la que se invierte el gasto público, los 2 millones de acciones en favor de la vivienda, la “transparencia presupuestaria”, las licitaciones “transparentes”.
Lo que la realidad cotidiana –plasmada en los medios independientes que aún sobreviven– contradice. Lo que la ciudadanía ve pero ante lo cual el presidente parece cerrar los ojos. El aumento en la tortura. Los feminicidios. La práctica perdurable de la omertá política que protege a personajes como Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre. La Comisión Nacional Anticorrupción languideciendo en la congeladora legislativa. La caída de seis lugares en el Índice Global de Competitividad. Las encuestas que revelan preocupación, desazón, desaprobación. Los bolsillos vacíos porque las reformas no acaban de cuajar la confianza o incentivar el crecimiento económico.
Y revelador que, como lo resaltó el politólogo José Merino, el presidente sólo usó la palabra “ciudadanos” una vez a lo largo del Informe. Los verdaderos destinatarios de las reformas, olvidados. Los verdaderos beneficiarios de sus promesas, marginados. Demostrando con ello que el sistema de evaluación del gobierno está mal. La métrica del desempeño de Enrique Peña Nieto está mal. El aplauso a las reformas no debe ocurrir en el momento de su aprobación, sino cuando mejoren la vida de millones de mexicanos.
Cuando la recaudación producto de la reforma fiscal se refleje en bienes públicos; en mejores hospitales, mejores escuelas, mejores carreteras. Cuando la reforma en telecomunicaciones produzca una oferta televisiva verdaderamente plural, con contenidos de clase mundial, y la población obtenga la velocidad de internet que paga, y se le dé una bonificación cuando el servicio falle, y su cuenta telefónica disminuya. Cuando la reforma energética implique precios más baratos y el fin de la expoliación a los consumidores en las gasolineras, y un gobierno que use los recursos adicionales obtenidos por la explotación del petróleo para asegurar la movilidad social de los mexicanos y no sólo la permanencia de privilegios para sus amigos, nacionales o extranjeros. Sólo entonces el presidente podrá afirmar que ha movido a México. Si eso no ocurre, el “cambio con rumbo” del que Enrique Peña Nieto presumió será poco más que un largo infomercial.
Fuente: Proceso