El huracán magisterial

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Por Luis Hernández Navarro

Algo nuevo acontece estos días entre los trabajadores de la educación. La explosión de su descontento en contra de la reforma educativa no es una repetición mecánica de sus viejas gestas. Su incontenible presencia en las plazas públicas de casi todo el país retoma la experiencia de sus luchas pasadas, pero no lo hace como una mera continuidad de sus movilizaciones tradicionales. En su actual ciclo de protestas hay una ruptura con su dinámica usual. Vivimos algo inédito y excepcional: se despliega una nueva primavera magisterial.

El agravio central que desencadena esta oleada salvaje de protestas es la modificación de su estatuto laboral que, de la noche a la mañana, cancela conquistas centrales como la estabilidad y la permanencia en el empleo. Súbitamente, sin consultarlos, burlándose de su disposición al diálogo y la negociación, el Ejecutivo, el Pacto por México y la mayoría de los legisladores decidieron sobre las vidas de profesores y los lanzaron a la incertidumbre y a la precariedad profesional.

La aprobación de la reforma educativa estuvo precedida de una humillante campaña, intensificada a raíz del inicio de las acciones de resistencia de los docentes, que lastimó su dignidad y abrió una profunda herida. Se les ofendió y difamó. Con un odio de clase apenas disimulado, organismos empresariales y televisoras los exhibieron ante la opinión pública como trabajadores privilegiados, ignorantes, flojos y abusivos con los niños, que tienen secuestrada la enseñanza. El resentimiento que nace de esa injuria y que demanda la reparación del daño se ha convertido en un poderoso combustible que alimenta la movilización de los mentores.

La actual oleada de lucha magisterial ha tenido dos etapas distintas. La primera, de movilización escalonada de los maestros más politizados, protagonizada por la disidencia sindical histórica, que se identifican como trabajadores de la educación y diferencian claramente los nacional-popular de lo estatal. Y, la segunda, de desbordamiento, detonada por la exitosa convocatoria a la insurgencia magisterial del pasado miércoles, caracterizada por la incorporación a las protestas de profesores que se ven a sí mismos como servidores públicos protegidos por el Estado, identifican lo nacional-popular con lo estatal, y laboran de entidades controladas hasta hace poco por líderes sindicales institucionales.

Antes aún de que se aprobara la nueva normatividad, la disidencia histórica la caracterizó como una contrareforma no educativa, sino laboral y administrativa, lesiva a los intereses del magisterio. Por turnos, en sucesivas oleadas, sus bastiones principales, en Guerrero, Michoacán, Oaxaca y Chiapas, interrumpieron labores y tomaron la calles masivamente desde abril de este año. Simultáneamente, sus activistas en el resto del país se dedicaron a esclarecer la naturaleza de las modificaciones constitucionales y a preparar las condiciones para la acción de masas.

En cambio, el magisterio institucional aguardó primero a ver el resultado de las leyes secundarias, y, cuando constató su carácter punitivo, explotó, por lo pronto, de manera localizada en algunos estados. Su reacción es producto, entre otros factores, de la indignación y el despecho. La reforma educativa rompió, de manera unilateral y arbitraria, el pacto existente entre Estado y profesores. De la noche a la mañana, el Estado los dejó en la orfandad, sujetos a las fuerzas del mercado y al autoritarismo de los funcionarios educativos. Peor aún, les declaró la guerra. Para muchos de ellos, provenientes del normalismo, que es una profesión de Estado, esto fue traición desconcertante.

El encarcelamiento de Elba Esther Gordillo y la designación de Juan Díaz de la Torre como su relevo al frente del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) fracturaron los mecanismos de control gremial y abrió grietas, a través de las cuales emergió en muchos estados el descontento magisterial.

Absolutamente subordinado al gobierno federal, sin rumbo, rebasado por los acontecimientos, Juan Díaz perdió capacidad de operación política ante la crisis en curso. Su labor se ha limitado a expresar el apoyo sindical a la reforma y a viajar por el país para advertirles a los dirigentes seccionales que deben sumarse a ella, pues, de no hacerlo, el gobierno, que cuenta con sendos expedientes en su contra, puede encarcelarlos en cualquier momento.

Las luchas faccionales dentro de la dirigencia nacional del sindicato han facilitado el surgimiento de una nueva disidencia. En Nayarit, por ejemplo, marcharon entre 17 y 20 mil maestros contra la reforma educativa. Allí Juan Díaz envió como delegado a Miguel Ángel Islas, antiguo secretario particular de Elba Esther Gordillo, para contrarrestar el cacicazgo de Liberato Montenegro y su hijo Gerardo, aspirante a sucederlo al frente del SNTE. En medio de esa bronca se abrió paso la revuelta docente.

El huracán magisterial azota todo el país. Dos hechos son claves para elaborar una cartografía que de cuenta de su paso y sus orígenes. Uno es la lucha nacional contra las reformas al ISSSTE en 2007, que tuvo en Chihuahua episodios ejemplares. Otro es la movilización nacional para rechazar la Alianza para a Calidad de la Educación en 2008, relevante en estados como Quintana Roo, Puebla, Tlaxcala y Zacatecas. Muchas de las entidades que hoy se incorporan a la protesta contra la reforma educativa fueron protagonistas claves de la resistencia en contra de ambas iniciativas.

También desempeñan un papel en esta nueva primavera magisterial los núcleos adscritos al Comité Ejecutivo Nacional Democrático, y un archipiélago de sindicatos magisteriales diferentes del SNTE, algunos, como los veracruzanos, con una larga historia tras de sí, y otros de reciente creación.

A cada rato, distintos funcionarios y analistas anuncian el inminente fin del conflicto. No ha sucedido así. Por el contrario, cada día que pasa el movimiento crece. Por lo pronto ya se empalmó con la lucha contra la privatización petrolera. El huracán magisterial es un genuino acontecimiento político.

Twitter: @lhan55

Fuente: La Jornada

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