Por Juan Pablo Proal
En el Distrito Federal cada año 18 mil perros son echados a la calle por sus dueños; Rafael Carrillo es un ejemplo opuesto a la estadística: decidió irse a vivir en medio de un bosque, acompañado de 110 canes.
“Ellos no viven pensando en el mañana, ni en el ayer, ni critican ni califican; son un gran ejemplo para mí, son mis maestros”, me cuenta parado en medio de una jauría que con mansedumbre lo rodea.
El seis de enero pasado una noticia despertó curiosidad e incredulidad: el gobierno del Distrito Federal le atribuyó a una jauría la muerte de al menos cuatro personas en el Cerro de la Estrella, Iztapalapa. El hecho dio un giro irónico días después, cuando las autoridades capitalinas anunciaron la captura de 54 cuadrúpedos.
Defensores de los animales protestaron por las detenciones e incluso en la red social Twitter se creó súbitamente el movimiento “#YoSoyCan26”, que emprendió movilizaciones para exigir la liberación de los perros. Al mismo tiempo, se cuestionó que los perros tuvieran la naturaleza de matar personas a mordidas y, por otro lado, se hizo público que el Cerro de la Estrella es territorio de nadie, amén de ser una sede común de prácticas ligadas a la brujería.
La detención de “los perros asesinos” revivió un debate necesario: la relación de los citadinos con los animales. La Secretaría de Salud del DF informa que 120 mil perros viven en la calle. El 55 por ciento de los perros que están en centros Antirrábicos o de Control Canino fueron llevados por sus dueños, argumentando que las mascotas son agresivas o no tienen tiempo de cuidarlas.
La historia de Rafael es opuesta a esta visión. Él se consideraba un “chavo burgués”. Hasta los 29 años de edad vivía en la colonia del Valle, muy cerca del Parque Hundido. Trabajaba como agente de relaciones públicas de restaurantes, tenía lo que muchos considerarían la vida ideal para un soltero de su edad: salud, dinero, mujeres y tiempo libre. Esto cambió cuando un día se encontró a un par de perros callejeros en el Parque de Santa Mónica, cercano a la calle de San Lorenzo. Uno de ellos se le acercó, él lo acarició y de inmediato los cuadrúpedos lo siguieron en su rutina diaria de ejercicios matutinos. A partir de ahí, no se le despegaron.
“Cada que me asomaba por el balcón ahí estaban, me pareció motivador que dos seres estuvieran atentos a ver a qué hora salía y qué estaba haciendo”, recuerda. Eso fue en 1988. Meses después no tenía a su alrededor dos perros, sino ocho, todos callejeros. Comenzó a padecer problemas con los vecinos del departamento donde vivía. Desde muy joven tenía el anhelo de apartarse del mundo y mudarse a un bosque. Así lo hizo. Se fue al Desierto de Los Leones, donde rentó una casa de 500 metros para él y sus acompañantes. Pocos días después la cifra de canes subió a trece, luego a treinta, y cincuenta, hasta llegar a 150.
Compró un terreno de casi dos mil metros cuadrados en la misma zona. Comenzó a rescatar a los perros que veía enfermos, heridos o hambrientos en la periferia del Distrito Federal: “Nunca había pensado hacer lo de los animales, se fue dando, si no me hubiera parecido muy difícil concretarlo”.
Actualmente Rafael vive con 110 perros. Cuidar a tantos animales requiere entera dedicación. Diariamente debe recoger 40 kilogramos de desechos y limpiar las áreas. Alguno requiere de una curación, otro de baño, uno más de vacunas. Necesitan cuidado especial los más viejos y desvalidos.
Tampoco es sencillo darles de comer. Primero les colocaba las croquetas en un canal, pero los perros más grandes impedían alimentarse a los pequeños. Encontró que lo más democrático era desperdigar el alimento en el suelo.
Sólo les da croquetas lunes, miércoles y viernes. No tiene dinero para hacerlo diario. En cada turno les vacía un costal de 50 kilogramos. Justo por eso le parece inverosímil que los canes de Iztapalapa hayan matado a mordidas hasta a cinco personas, como se llegó a difundir: “Los perros no son agresivos, pueden aguantar hasta una semana sin comer”.
Quienes tienen un perro de mascota saben que es bastante difícil controlarlo y más aún que sea obediente, por algo abundan las escuelas de adiestramiento. Si convivir con un solo can puede resultar un reto, controlar a 110 es inimaginable. Y esto es lo más impactante de Rafael. Aun cuando haya una perra en celo o un macho con espíritu dominante, siempre se mantiene el orden y ninguno pone en duda su liderazgo. Con un simple ademán los disciplina.
Es un fiel practicante de la meditación y la espiritualidad. Se apartó del mundo por muchos motivos, pero el principal, para dominar su mente. Está seguro que la mansedumbre de su jauría es un reflejo del grado de tranquilidad al que ha llegado: “No está permitido que un perro someta a otro, hay una armonía total”.
– ¿Nunca te has sentido arrepentido de esto?
– No, he visto mi avance, he frenado mi diálogo interno, los animales viven en el aquí y el ahora.
– Habrá gente que pensará que estás equivocado.
– La gran parte de la gente que me conoce pensó en su momento que eché a perder mi vida, yo vivía entre la elite, había muchas mujeres en esa atmósfera, te la pasabas muy bien en realidad, pero era un mundo vacío.
– ¿Deliberadamente te apartaste de los seres humanos?
– Sí, hay un egoísmo muy fuerte, nadie quiere dar, todo es para mí, primero yo y al último yo, y es al revés, en la medida que das, recibes.
– ¿Por qué la gente abandona a sus perros?
– Habla de mucha inconciencia e irresponsabilidad, la gente se ocupa de lo que se le antoja y de lo que quiere, pero no de su crecimiento personal. Se les va la vida en adquirir cosas, en sexo, no quieren responsabilidades.
El terreno donde viven Rafael, sus perros y sus aves (tiene pericos también) es un inmenso laberinto. Hay enormes escaleras, plataformas de cemento, árboles y veredas. Hasta arriba, en un pequeño domo, está su estancia. No tiene cama, el refrigerador no sirve, no hay comedor, tampoco sala, televisión, computadora o internet. Sólo un violín, una armónica y dos instrumentos musicales autóctonos. Se asoman en un rincón unos pocos libros y revistas viejas.
Come sándwiches y algo de fruta y verdura. Su día se le va en cuidar a sus mascotas, meditar, hacer ejercicio, leer un poco y tocar sus instrumentos. Pueden pasar semanas sin que tenga contacto con humanos. Su único enlace con el exterior es un teléfono fijo. Se mantiene con las donaciones de una pareja de amigos que le regalan los costales de croquetas y las aportaciones económicas de una amiga. No tiene pareja y jamás tuvo hijos.
Dentro de los cánones de valores aceptados por la sociedad, Rafael podría ser catalogado de “anormal”. No le interesa ascender en una empresa, ni la fama, ni adquirir un automóvil de lujo, estudiar un doctorado ni irse de vacaciones a la playa. Habrá quien piense que no está sano.
Lo cierto es que sus perros están en paz. En su espacio se respira un ambiente que casi huele a santidad. Hay parsimonia, como si fuera un monasterio. Él transpira satisfacción, como si nada lo perturbara. Esos mamíferos son un reflejo de él, su extensión.
Así de paradójicos somos los humanos, unos abandonan a sus mascotas porque no tienen tiempo y otros se abandonan a sí mismos para dedicarles todo su tiempo. ¿Cuál de estas posturas de vida es más sabia?
P.D. Si desean apoyar a Rafael escribir a: sirproal@hotmail.com
Twitter: @juanpabloproal
Fuente: www.juanpabloproal.com