Ser persona es la capacidad de darse a los demás y saberse parte de la creación entera. El tránsito de ser humano a persona radica en la creación de espacios de encuentro y ambientes de solidaridad, fruto de una convivencia consciente de que la comunión es la más alta expresión de la naturaleza humana porque se apoya en una voluntad de asumir la realidad más auténtica.
Nada más lejos de la uniformidad y del individualismo que confunde los medios con los fines, instrumentalizándolo todo en aras del interés o de la utilidad como únicos criterios válidos para triunfar por encima de los demás. La felicidad personal tiene que ver con la perfección de la humanidad entera, con la maduración de cuanto existe y con aquella actitud ante la vida que nos anima a “vivir con modestia y pensar con grandeza”.
Los poderes de turno pretenden imponernos doctrinas que amenazan con ahogar la libertad de elegir, de ser y de compartir. No nos permiten ni siquiera el derecho a equivocarnos.
Pero por fortuna, cada día somos muchos más los que compartimos la suerte de los demás en la convicción de que los hombres somos hermanos y que participamos de un proyecto común. Es preciso juntar esfuerzos para luchar por la humana condición que exige la dignidad como garantía de una libertad auténtica. No libertad para morirse de hambre. Así seremos capaces de sintonizar con esos millones de personas que padecen hambre, miseria, dolor, marginación y soledad.
Es un error considerar que el voluntariado social que ejercitamos en nuestras comunidades no está íntimamente ligado a la suerte de los más pobres del mundo. Se pierde de vista la auténtica naturaleza del voluntariado social y corremos peligro de reducirlo a una beneficencia que perpetua y se convierte en cómplice de las estructuras de injusticia que padece nuestra sociedad. Esas estructuras son la causa del subdesarrollo, que no es una etapa en el camino hacia el desarrollo sino un subproducto del mismo, basado en una sociedad consumista, opulenta y despilfarradora a costa de la explotación de los pueblos empobrecidos del Sur.
Urge extender este movimiento de solidaridad a todos los hombres, comenzando por los más cercanos, por los que están a la vuelta de la esquina, por los que viven a nuestro lado sin que nos hayamos dado cuenta de su indigencia, de su tristeza y de su aislamiento mientras permanecemos ciegos a las manos que se extienden hacia nosotros y nos llaman. Más que enviados, debemos considerarnos llamados a un quehacer solidario. Al fin y al cabo, la libertad no nos la puede dar nadie sino que se conquista cada día.
* José Carlos García Fajardo. Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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