El gobierno se enreda en sus mentiras

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Por Jesús Cantú

La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa deteriora cada día más la imagen de México en el mundo y provoca nuevos diferendos del gobierno mexicano con los organismos internacionales de derechos humanos; primero fue con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y ahora, con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas. Y el gobierno se empeña en defender la llamada “verdad histórica”, a pesar de las múltiples evidencias que periodistas y consultores presentan para destruirla.

En el primer informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en septiembre del año pasado, se reveló la presencia de efectivos de la Policía Federal y del Ejército en los distintos escenarios donde ocurrieron enfrentamientos o estuvieron presentes los estudiantes, así como presencia de un quinto autobús que había sido ignorado por las autoridades y la ausencia de señales de que hubiese tenido lugar la incineración de los normalistas en el basurero de Cocula, entre los hechos más relevantes.

En este segundo informe evidenciaron la existencia de una diligencia de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) de la Procuraduría General de la República, no incluida en el expediente del caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, que podría tener la intención de sembrar pruebas que se recogieron en los días posteriores para respaldar la llamada “verdad histórica”, así como la tortura de al menos 17 de los presuntos involucrados en los hechos delictivos, incluyendo a los cinco integrantes del grupo delictivo Guerreros Unidos que reconocieron haber participado en el asesinato e incineración de los estudiantes.

El director de la AIC, Tomás Zerón de Lucio, defendió su actuación, pero complicó más su situación al señalar que su recorrido fue atestiguado por dos representantes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, lo cual fue inmediatamente desmentido por dicha instancia.

Además de esta respuesta puntual, el pasado 27 de abril la embajadora permanente de Estados Unidos ante la ONU, Samantha Power, urgió a México “a tomar seriamente todas las recomendaciones que contiene el reporte (del GIEI)… y a realizar la investigación exhaustiva e imparcial que merecen las víctimas y sus familias”.

Enfatizó que “más allá del caso de los 43 estudiantes, el informe refuerza la crucial importancia de los esfuerzos de México por fortalecer la rendición de cuentas y la vigencia del estado de derecho que los Estados Unidos respaldan”. Esta exigencia se suma a las que hace un par de semanas hicieran los gobiernos de Alemania y Dinamarca al presidente Enrique Peña Nieto durante su reciente visita a dichos países.

Carlos Beristáin, uno de los integrantes del GIEI, dijo: “Está claro en la investigación del gobierno y versión oficial que había la intención de mantener el caso en el nivel municipal, en términos de responsabilidad. Pero revelamos la presencia de los agentes estatales y federales en las escenas del crimen y, todavía más, que su participación implicaba responsabilidad”.

Como señaló en The New York Times la excorresponsal de ese diario en México, Ginger Thompson, el GIEI demostró “…que el gobierno mexicano, en el mejor de los casos, condujo muy mal la investigación y que posiblemente intentó encubrir a los verdaderos responsables”.

Una de las hipótesis del grupo de expertos, señala Thompson, es que “los estudiantes sin darse cuenta tomaron un autobús (el llamado quinto autobús, que no aparece en el expediente) cargado con heroína del cártel. Para ayudar a los narcotraficantes a recuperar su droga, las autoridades establecieron retenes para interceptar los autobuses…”.

Esta versión es verosímil para los más prestigiados medios internacionales, como el NYT que en un editorial publicado el pasado 26 de abril señala: “La conducta del gobierno reforzó la extendida especulación de que las fuerzas federales participaron en el crimen y, posteriormente, buscaron encubrir sus huellas”. Y The Economist, que en su más reciente edición señala: “¿A quién, se preguntan los mexicanos, está protegiendo el gobierno? Al Ejército y a la Policía Federal, sospechan muchos…”.

Como señala Thompson: “Él (Peña Nieto) respondió al clamor generalizado de justicia en torno a la masacre de los estudiantes y estuvo de acuerdo en invitar a un panel de expertos independientes para revisar el caso, un movimiento sin precedentes en México. Pero una vez que resultó claro que el panel no serviría de tapadera, inició una campaña de desprestigio muy bien calculada y rechazó la solicitud del panel de extender su estancia en México para concluir su trabajo”.

Lo que el gobierno mexicano no ­calculó tan cuidadosamente fueron los hallazgos y denuncias que los integrantes del GIEI tenían para su segundo informe, que resultó ser el final, y menos todavía el impacto que el rechazo a su permanencia tendría en los gobiernos de diversas naciones, los organismos internacionales de derechos humanos y la opinión pública internacional.

El gobierno mexicano planeó muy bien la estrategia para desacreditarlos, incluyendo la conferencia de prensa con el experto internacional sobre el fuego (Proceso 2059) y calculó el mejor momento para anunciar su negativa a una nueva extensión de su estancia; pero nuevamente (como ya lo hizo en el caso de la “Casa Blanca” y los diversos escándalos de corrupción) menospreció el posible impacto internacional.

La gran diferencia en este caso es que tanto los gobiernos de países desarrollados como los organismos internacionales no pueden quedarse callados ante las flagrantes violaciones de los derechos humanos. En los casos de corrupción y conflictos de interés, era incluso políticamente incorrecto que otros gobiernos o las instancias internacionales se pronunciaran al respecto, por ello todo quedo en las coberturas mediáticas; pero en las violaciones a los derechos humanos, su única alternativa es pronunciarse y exigirle a México que actúe.

El costo puede ser muy alto para el gobierno y para México y, por ello, lleva a pensar que el encubrimiento puede inclusive llegar hasta las más altas esferas gubernamentales, no únicamente a la Policía Federal y el Ejército.

Fuente: Proceso

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