Por Luis Linares Zapata
El paso de los días –que ya formaron enorme oquedad– no apacigua la tormenta de dolor y la rabia popular. Menos aún la auxilia en su desamparo la provinciana versión oficial. La desconfianza cala hondo en una sociedad que, a pesar de desear la calma, no alivia, y tampoco cura, sus heridas. El desasosiego continúa y se atornilla por la dificultad para entender, a cabalidad, lo sucedido allá por Guerrero. La espina clavada en eso que se llama la mexicanidad, por ahora alebrestada, abrió soberbio tajo en el corazón colectivo. Los muertos, los desaparecidos y sus familiares continúan, insepultos unos, llorando otros y sin retorno o reposo digno los demás. Mientras no haya seguridades del paradero de los normalistas reclamados habrá que seguir en la búsqueda sin descanso alguno.
Poco a poco, gota a gota, emergió una atroz realidad trastocada por esa perfidia que todo ensucia: el encono clasista, con marcados muñones de racismo, para con todos lo de abajo. La demonización de los normalistas rurales ha sido una consigna permanente de esos núcleos de poderosos que comandan los instrumentos de convencimiento y persuasión. La precariedad de las condiciones que rigen su vida de estudiantes es una inocultable regla que debería llenar de vergüenza a todo el Estado Nacional. Acosados, perseguidos, criminalizados con frecuencia inusitada, esos estudiantes han perseverado en su empeño por convertirse en maestros de muchos de sus semejantes. El cierre y desamparo de sus planteles escolares, por parte del gobierno en sus varios tiempos, personeros y niveles, llena una historia que ya va rumbo a la centuria. En medio de esta cruel y desigual batalla, su sólido apego a las tradiciones familiares (hijos de maestros, indígenas o campesinos) les ha permitido, contra insidias y ventarrones contrarios, continuar en su lucha por forjarse una vida digna para ellos y para otros más.
A los llamados ayotzinapos por losclasemedieros lugareños de aquí y allá, hace mucho que les empezaron a cavar sus tumbas. ¡Se lo merecían!, todavía les espetan algunos estúpidos militares y no pocos de sus propios vecinos. El proceso para su criminalización ha sido largo y bien trabajado por esa parte de la sociedad que ve fantasmas despreciables en lo distinto. Un peligro para la propia identidad de aquellos embargados de miedos o atosigados por la inseguridad sobre sus propias valías. Amplios grupos humanos que colindan, muy de cerca, con la pobreza o la marginalidad, sienten que, en su friolento desamparo, podrían caer en similar condición.
No todas las acciones de protesta de los normalistas se han apegado al respeto por la tranquilidad ajena. Tampoco se han ajustado siempre a las reglas de urbanidad y no en pocas ocasiones han sido rijosos o violentos. Lograr que se les oiga, aunque sea un poco y desde allá arriba, ha requerido de esfuerzos heroicos. Pero nunca han atentado contra la vida de nadie, como en muchas ocasiones las autoridades (y sus cuerpos represivos) lo han hecho contra las suyas. Cada céntimo de peso presupuestal lo han tenido que pelear a cuero abierto. Nada se les ha dado como producto de una inasible conciencia despierta, futurista o solidaria de las élites. Palmo a palmo han seguido en la brega por la sobrevivencia. Los normalistas rurales no buscan privilegios. Los consideran tan distantes de ellos como ciertamente indebidos. Tienen un propósito bien marcado en sus frentes: buscar la igualdad a través de la educación. En su desempeño ya fuera de las aulas, se han ganado, a pulso de cercanía, el respeto de las comunidades donde trabajan como egresados. Ejemplos de su paso y obra se han documentado sobradamente. Sin ellos en la brega de la enseñanza la crisis nacional que azota inclemente sería intolerable.
Matar, golpear, reprimir o desaparecer a los ayotzinapos se había hecho una rutinaria consecuencia derivada. Por eso un presidentillo y su malvada esposa, convencidos de su impunidad y protegidos por una amplísima capa del poder, pudieron pergeñar tan perversa orden y darla a sus asesinos disfrazados de policías. Por eso partidos políticos, procuradurías y secretarías de gobierno, estatales o federales, militares y centros de inteligencia no se movieron de manera preventiva. El complejo de interrelaciones que forzaron su trágico destino no constituye, por desgracia, un caso aislado. Otros muchos sitios en la República sufren equidistantes situaciones, terrores, sometimientos y desesperanzas. Los normalistas son apenas una minoría dentro de esa masa de jóvenes mexicanos que rondan sin destino por el país, olvidados, ninguneados y hasta despreciados por las élites. Por esas mismas élites que en simultáneos momentos a la tragedia de Iguala se repartían el botín de las inversiones públicas.
Fuente: La Jornada