Por Carlos Fazio /II
Similar a la ensayada en Colombia en el último medio siglo, la estrategia paramilitar del Estado mexicano –la conformación de agrupaciones de bestias humanas integradas de facto a la violencia estatal sin reconocimiento formal– ha sido también el instrumento eje para enfrentar la guerra irregular de las guerrillas mediante otra guerra irregular y clandestina desde el Estado. Y si en las teorías de la guerra, la guerra de guerrillas fundaba sus métodos específicos en el hecho de ser un ejército pequeño que se enfrentaba a una maquinaria bélica estatal superior en condiciones de extrema desigualdad, las sucesivas expresiones del paramilitarismo en México –desde el Batallón Olimpia en Tlatelolco (1968), pasando por los halcones y la Brigada Blanca de la guerra sucia de los años setenta y la llamada caravana de la muerte del ex gobernador Ulises Ruiz en Oaxaca (2006), hasta los chicos rudos de Mauricio Fernández en el municipio de Garza García (Nuevo León), los escuadrones de limpieza social en Chihuahua, Coahuila y Tamaulipas y los reactivados grupos paramilitares que hostigan a las bases civiles zapatistas en Chiapas– adoptaron métodos irregulares, asimétricos e ilegítimos de extrema barbarie, en abierta contradicción con el hecho de estar al servicio del polo más poderoso y bien dotado de la guerra.
Pero, como dice el jesuita Javier Giraldo sobre su país, Colombia, el para-Estado que se revela en el paramilitarismo como una manifestación evidente de un Estado esquizofrénico al asumir la categoría de no-yo, en el discurso oficial de Felipe Calderón y los mandos militares y policiales trasciende a las instituciones de seguridad y se proyecta en todas las dimensiones del Estado mexicano, particularmente en los ámbitos de la justicia y del derecho, dado que el conflicto bélico es inseparable de un conflicto social (pretendidamente inexistente para el Estado esquizofrénico).
El sistema judicial mexicano reproduce el conflicto sico-social mediante la combinación de estrategias punitivas y no punitivas. Para los crímenes contra la humanidad que se originan en los agentes directos o indirectos (paramilitares) del Estado –verbigracia, ejecuciones sumarias extrajudiciales, tortura, desaparición forzada de personas y desplazamiento forzoso de población–, el sistema judicial ha adoptado estrategias de impunidad que en los últimos años han escandalizado a los organismos humanitarios nacionales e internacionales, mientras somete a los integrantes de los movimientos sociales y de los grupos disidentes o de oposición a una estrategia punitiva cuyo eje ha consistido en procesarlos como subversivos armados y/o integrantes del crimen organizado, sin serlo, para legitimar sus fallos en una lógica guerrera. Ello no puede darse sin un acomodamiento profundo del derecho penal y administrativo, acompañado de estrategias propagandísticas mediáticas legitimadoras de amplio alcance.
Se puede argumentar que la facticidad del paramilitarismo en el intento de consolidación de una sociedad de pensamiento único durante el calderonismo, que prorroga los parámetros de la vieja doctrina de seguridad nacional mediante la eliminación física de lo alternativo al actual sistema de dominación de clase (caracterizado como el enemigo interno), pero dentro de los estándares formales de la democracia (como son el voto popular, la existencia de partidos y la separación así sea ficticia de poderes), se apoya en el manejo esquizofrénico del Estado que mantiene al paramilitarismo –en sus diferentes formas y representaciones mediáticas reales o encubiertas– en el estatus de no-yo, para poder incluso combatirlo mediante formalismos seudo legales ineficientes, como en la Colombia de Álvaro Uribe, donde se llegó incluso a negociar su desmovilización, en una fórmula propagandística que, vía los medios, trató de esconder la verdad prosaica de una negociación (del Estado) consigo mismo (Javier Giraldodixit).
Esa perversa combinación de estrategias punitivas y no punitivas exige al menos unos niveles superficiales de validez o legitimidad que se introducen necesariamente en el ámbito del derecho. Y es en ese campo donde se proyecta con toda su hipocresía y sutiliza la esquizofrenia del Estado. El divorcio entre ética y derecho cumple aquí su función ideológica (en sentido peyorativo) más profunda, y por ello los funcionarios son preparados desde las universidades en el más acendrado positivismo jurídico.
Esa preparación mental les permite asumir la contradictoria incoherencia personal entre eticidad y juridicidad, que se hace más soportable mediante cuadros esquizofrénicos sutilmente validados por la ciencia del derecho, mediante la domesticación de una serie de principios, figuras y mecanismos de impunidad y arbitrariedad judicial; la ruptura entre la verdad procesal y la verdad real (que lleva a desviar la mirada de torturas, ejecuciones sumarias, desapariciones, chantajes, sobornos o imposiciones autoritarias), y la ruptura entre el derecho internacional y el interno, asumiendo el primero mediante la firma, ratificación y proclamación de tratados internacionales, pero omitiendo su traducción a los mecanismos del derecho local –o retrasando su aplicación con argucias legaloides– para que los funcionarios se escuden en el vacío al evadir su aplicación.
La progresiva positivación de los derechos humanos –que redunda en el carácter sustantivo del derecho versus dejar como adjetivo lo humano– se enfrenta hoy al riesgo de quedar atrapada en la racionalidad instrumental, lo que convertiría esa reserva jurídica –con su carga histórica– en una técnica autónoma, desligada del mundo de los valores, la rectitud normativa, la ética y de las utopías que han seducido el deber ser de los humanistas, para terminar siendo cooptada por la institucionalidad del Estado contra la cual se erigió en baluarte de defensa de los valores más esenciales de la especie.
Fuente: La Jornada