Por Benito Taibo
Todos los días un nuevo crimen, más espeluznante, más sádico, más violento que el anterior (el que ocupó por instantes la atención) se sucede en la geografía nacional. Torturas, desmembramientos, degollinas, ahorcamientos, y un rosario entero de barbaridades cometidas contra cuerpos frágiles, inermes, indefensos, aparecen ante nuestros ojos y cada vez más, hay una suerte de dramática ausencia de estupor, de asombro, de rabia entre nosotros.
Como si nos estuviéramos acostumbrando a la barbarie.
Recuerdo que en las páginas finales de “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, Kurtz, el omnipotente semidiós que había creado en la selva congolesa su propio infierno como reino, en el lecho de muerte, consumido por las fiebres tropicales, repite una y otra vez: “El horror… el horror…”. No sé bien sí Kurtz lo hace para alejar a los demonios de la muerte, o como un simple recordatorio nefando de su propio paso por la vida. En cualquiera de los dos casos, las dos palabras que repite incansablemente, son hoy, signo de nuestro tiempo.
¿De dónde salieron los asesinos, los torturadores, los salvajes que están convirtiendo al país en un osario?
¿Podrán dormir por las noches?
¿Son seres humanos en el amplio sentido de la palabra, es decir, con emociones?
Estas son sólo algunas de las preguntas que mucho nos hacemos y que no sabemos cómo contestar.
En el año 1971, el sicólogo de la Universidad de Stanford, Phillip Zimbardo, realizó un experimento con voluntarios, que consistía en simular una cárcel, donde la mitad de los estudiantes que se prestaron a ello, serían los presos y la otra mitad guardianes. Todo ello en condiciones de aislamiento absoluto y sin contacto con el mundo exterior (ellos no sabían que estaban siendo constantemente vigilados por un equipo de sicólogos).
El experimento debía durar 15 días.
Y al sexto, fue interrumpido por Zimbardo.
Muchos de los aparentemente tranquilos y amables estudiantes que hacían el rol de carceleros, se habían transformado en brutales y sádicos guardias.
Al terrible resultado lo llamó “El efecto Lucifer”.
Hay muchas conclusiones sobre este trabajo pionero acerca de la maldad, recupero sólo un par; dice Zimbardo que una de las principales causas para el desarrollo de la condición es el anonimato. “Cualquier situación que te hace anónimo y permite la agresión, saca en la mayor parte de la gente la bestia que lleva dentro”.
Y yo creo que ese anonimato permite también la falsa sensación de seguridad de que el crimen no llevará aparejado el correspondiente castigo.
Así, escudados en el anonimato, seres supuestamente normales son capaces de ejercer con sus congéneres, la más terrible e indigna de las violencias. Como sucede diariamente en México.
Si a eso se le suma la sensación de poder que implica el estar armado y actuar bajo la cómplice sombra de quienes supuestamente deben combatirlos, los resultados son sobrecogedores.
No hablaré aquí sobre la naturaleza o el origen del mal, tampoco de moral.
Pero sí recupero a la figura de Hannah Arendt, la filósofa y escritora alemana que publicó un extenso trabajo titulado “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal”, que en su momento le acarreó un alud de violentas críticas por ser considerado como “exculpatorio” de la actividad criminal de Eichmann, que llevó a la muerte a cientos de miles de personas en la Alemania Nazi y los países ocupados.
En el libro, Arendt clasifica a Eichmann como un nuevo tipo de criminal que actúa bajo circunstancias que le hacen casi imposible saber que está obrando mal. Un simple burócrata que sigue órdenes al pie de la letra. Un perfecto imbécil que no se cuestiona moralmente lo que hace.
No habla la filósofa de banalidad en correspondencia a “frivolidad”, sino de irreflexión de quien comete crímenes actuando bajo órdenes, lo cual no lo libera de culpa por supuesto, pero crea nuevas variables y ópticas morales dignas de ser nuevamente estudiadas y atacadas desde la génesis del fenómeno en sí mismo.
Según la interpretación de Arendt, las conciencias estaban dormidas frente al espectáculo cotidiano del mal.
Y es este adormecimiento social el que me lleva a escribir este texto que hoy comparto, con pesar. Frente a los fenómenos criminales que tienen mucho de efecto Lucifer y mucho de imbecilidad banal, el proceso de ceguera y sordera (sin duda los dos como sencilla defensa) al que nos sometemos voluntaria o involuntariamente, nos paraliza
Sólo con un proceso de fondo de reconstrucción del tejido social, educación y cultura suficiente, justicia clara e inmediata, se logrará poco a poco, ir transformando a este país, construyendo seres humanos libres y pensantes.
Estoy convencido que allí donde hay seres humanos que distinguen claramente el bien del mal, habrá esperanza.
Fuente: Sin Embargo