Por Olga R. Rodríguez
Para muchos, la primera experiencia que tienen en la Ciudad de México es ver un enorme aeropuerto y percibir una fetidez sobrecogedora.
Proviene de las cloacas, y llena el aire matinal con la frescura de una fosa séptica.
En los peores días, llega a los viajeros en cuanto descienden del avión y los persigue por la terminal. Puede abrumar un placentero paseo en bicicleta por las adoquinadas calles del centro de la capital, o interrumpir un almuerzo al aire libre en el barrio de moda, la Condesa.
Anna Sloan, una turista californiana de 78 años que llegó recientemente al aeropuerto de la Ciudad de México notó un olor nauseabundo mientras esperaba recoger su equipaje.
“¿A qué huele? Es horrible”, dijo a un grupo de amigos que viajaban con ella. “Esa no es manera de recibir a los visitantes”.
Los problemas de olor en la urbe son resultado de un mal manejo de las aguas residuales y de los desechos sólidos en una metrópolis cuya población -de 20 millones según el conteo oficial- superó la capacidad de su infraestructura hace décadas. Las autoridades han tratado de hallar una solución por años.
Ahora es el turno del jefe de gobierno capitalino Miguel Angel Mancera para tratar de desodorizar a la ciudad. Este mes, el alcalde anunció planes para controlar los olores provenientes de la única planta de composta de la ciudad, situada en un basurero cercano al aeropuerto, y acelerar el proceso de reciclaje en la urbe.
El ambicioso plan de 135 millones de dólares contempla la construcción de tres plantas de biogás para producir electricidad y composta. También incluirá más programas de reciclado para que, cuando esté completado en 2018, las 12.500 toneladas de basura que se producen diariamente se reciclen, dijo Mancera.
Los expertos concuerdan con que la principal fuente de la fetidez es el saturado sistema de drenaje.
El sistema de alcantarillado y un túnel de drenaje subterráneo, que recibe aguas negras y agua de lluvia, fueron construidos hace más de 50 años, y la población de la zona metropolitana ha crecido a más del doble desde entonces.
Para empeorar las cosas, la ciudad extrae tanta agua de sus acuíferos que algunos barrios se hunden hasta 30 centímetros (un pie) al año, lo que altera la capacidad del sistema de alcantarillado, dijo Sergio Palacios Mayorga, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, quien estudia el manejo de residuos sólidos.
“Lo que está sucediendo es que el sistema de drenaje está perdiendo presión porque la ciudad se está hundiendo, y las aguas residuales circulan más lentamente o se estancan completamente en algunos lugares”, dijo.
Los intercesores de la Ciudad de México dicen que los problemas de olor de la capital vienen y van, y que no afectan por igual a todas las zonas de la urbe.
Pero para una metrópolis tan grande en un país en desarrollo donde hay aceite hirviendo en miles de puestos de comida callejeros, las cosas se pueden poner peor.
“Hay olores en la ciudad, definitivamente, pero están en zonas donde el drenaje no funciona muy bien”, afirmó Ricardo Estrada, subdirector de reciclaje de la Secretaría de Obras y Servicios de la ciudad.
A lo largo y ancho de la ciudad se han instalado bombas para ayudar a impulsar el agua por el alcantarillado de la urbe, que se fundó hace más de 600 años sobre el lecho de un lago rodeado de montañas.
Las bombas tienen ventilas que expulsan un hediondo gas a cielo abierto. Una de esas ventilas está instalada en la escultura de “El Caballito”, que se asienta en el elegante Paseo de la Reforma.
El sistema de drenaje de la zona metropolitana recibe actualmente más de 50.000 litros (13.000 galones) de aguas residuales por segundo, suficientes para llenar una piscina olímpica cada minuto.
Los habitantes de la ciudad han aprendido a vivir con los olores.
Algunos corredores y ciclistas usan mascarillas quirúrgicas para tratar de protegerse de la contaminación y el aire enrarecido. Los dueños de restaurantes, vendedores de comida, lustradores de calzado y cualquiera que trabaje sobre la acera tapan las alcantarillas con pedazos de alfombra o bolsas de plástico.
Los clientes de cafés al aire libre arrugan la nariz al percibir el hedor y se cambian a una mesa en el interior.
José García, un lustrador de calzado de 48 años que ofrece sus servicios sobre la avenida Reforma, usa una bolsa de plástico y un pedazo de alfombra para tratar de contener el olor, pero aun así sus clientes lo perciben.
“Me dicen que huele a cloaca”, dijo García. “Yo también lo huelo, a veces, pero ¿qué le va uno a hacer? Hay otras esquinas donde huele peor”.
García dijo que ha trabajado en el mismo lugar por 33 años, y que todo el tiempo ha percibido un olor fétido.
“Somos miles y miles de personas con un mal sistema de drenaje. ¡Imagínese!”, dijo. “Yo ya me acostumbré”.
Fuente: AP