Por Daniel Bernabé
A estas alturas la mayoría de ustedes se habrán enterado del despido de Gina Carano, la luchadora devenida en actriz que daba vida a uno de los personajes en la serie The Mandalorian, perteneciente al universo Star Wars. Lucasfilm, productora de la ficción, ha informado en una nota de prensa que Carano “ya no es empleada y no hay planes de que lo sea en un futuro”, que es como se dicen las cosas en las empresas contemporáneas, con eufemismos temporales pero evitando la palabra que designa su decisión: el lenguaje como medida de lo hipócrita.
La productora ha señalado el motivo de su despido: “sus post en redes sociales que denigran a la gente por su identidad cultural y religiosa son aborrecibles e inaceptables”. Se refieren a una publicación de Carano en la que hacía alusión a las persecuciones que los judíos soportaron por parte de la sociedad civil en la alemania nazi. “¿Hay alguna diferencia con odiar a la gente por sus ideas políticas?”, preguntaba la actriz. Muchos usuarios de esas redes interpretaron que estaba realizando una comparación con la Norteamérica actual, sumida en el juicio parlamentario a Trump y por ende a sus seguidores. De ahí a los titulares. De ahí al despido. De ahí que una empresa tome decisiones que hace unos meses, o con un resultado electoral diferente, no hubiera tomado.
Carano ya despertó en noviembre las iras de algunos fans de la serie con sus críticas a lo “woke”, la denominación que reciben los individuos preocupados por la corrección política. La actriz coqueteó con las teorías del fraude electoral impulsadas por Trump, el uso de las mascarillas y, sobre todo, recibió duras críticas al escribir en su perfil de Twitter “beep/bop/boop/”, sonido típico de los androides de la saga galáctica, algo que fue interpretado como una burla hacia los pronombres que la comunidad LGBT usa para identificarse en redes sociales. “No tiene que ver con burlarse de las personas trans, sino con exponer la mentalidad intimidatoria de la mafia que se ha apoderado de las voces de muchas causas genuinas”, explicó Carano.
Este tipo de episodios se han denominado como cultura de la cancelación, es decir, la denuncia de lo que alguien considera una ofensa identitaria con el objetivo de causar revuelo social y así perjudicar profesional y personalmente al considerado ofensor. ¿Existe esta cultura de la cancelación o es un poder en marcha contra los desmanes de los reaccionarios? ¿Son compatibles la libertad de expresión y lo políticamente correcto? ¿Por qué estos conflictos son típicamente estadounidenses pero ya se han extendido por buena parte del mundo? A partir de aquí unas cuántas respuestas que intentarán aclararles por qué nuestras sociedades han pasado del respeto a la minorías a convertirse en un convento semiótico que persigue a los herejes mediante etiquetas punitivas.
En España, esta misma semana, se ha despedido a un guionista de un matinal de la televisión pública por titular una noticia sobre la Casa Real con un comentario irónico. ¿Es esto cultura de la cancelación? No. Es algo bastante antiguo y por desgracia usual: el control que ejerce un poder superior sobre los resortes comunicativos y artísticos en su provecho. En Estados Unidos, como ejemplo, se llevó a cabo por parte del macartismo la conocida como “caza de brujas”, que en los años 50 y bajo el pretexto de perseguir al enemigo comunista se llevó por delante la carrera de algunos relevantes cineastas.
Censura, acoso, purga en diferentes grados, con coartada legal o utilizando presiones alegales, mediante la que un poder establecido trata de mantener su estado de las cosas perjudicando a terceros considerándolos elementos subversivos. Aunque hoy pervive, esta censura es típica del siglo XX, teniendo como protagonista ejecutor al Estado.
La cultura de la cancelación se desarrolla, usualmente, a través de las redes sociales y cuenta con dos elementos: una figura que emite un comentario considerado injurioso y unos guardianes que ponen sobre aviso a una comunidad del quebrantamiento de las normas. Una normas que a diferencia de la censura no suelen estar escritas ni legisladas formalmente, sino que pertenecen a un consenso grupal tan efímero como cambiante y de escasa tradición. La función declarada es la protección de algún colectivo que se considere oprimido, pero el objetivo real es que el poder de presión sea lo suficientemente grande como para concitar la atención de los medios y lograr un punto de inflexión donde el señalado sea perjudicado –cancelado en una mala traducción–, es decir, despedido de su trabajo, acosado socialmente e impedido para seguir ejerciendo su labor.
Es interesante observar, primero, el desplazamiento no del poder del estado a la comunidad, como los tecno-fetichistas de lo digital querrían ver, sino la vuelta del escarnio público llevada a cabo por parte de una comunidad fanatizada que cree perseguir un bien superior. Mientras que cualquiera de los “social-justice-warriors” reniega de la censura estatal, aceptan de buen grado las acciones disciplinarias de una compañía hacia sus empleados porque consideran que una empresa privada debe proteger su producto. Una aterrante mezcla de lapidación y neoliberalismo, algo que tiene que ver mucho con todo esto. La cultura de la cancelación es un arma masiva equivalente al comentario que el usuario de una app de plataforma pone al repartidor que llega tarde, salvo que con una coartada moral. No somos ciudadanos, somos consumidores de servicios, ofensas y venganzas.
Podríamos deducir que la cultura de la cancelación es positiva, a pesar de este aire a jauría humana, por tratarse de una especie de escudo social contra los desmanes racistas, homófobos o cualesquiera que sean las ofensas detectadas. Lo cierto es que una vez que alguien prueba el sabor del mando y la venganza, una sin más reglas que el éxito de la cancelación, todo empieza a resultar bastante desconcertante. Veamos algunos ejemplos:
- Portland, enero de 2017. Una pequeña empresa de comida mexicana llamada Kook Burritos se ve obligada a cerrar tras una campaña de boicot siendo acusada de apropiación cultural.
- Nueva York, mayo de 2020. Un analista político afín al partido demócrata es despedido tras tuitear un estudio de la universidad de Princeton sobre la efectividad de las protestas pacíficas sobre las violentas en pleno auge del Black Lives Matter.
- Connecticut, noviembre de 2015. En la prestigiosa universidad de Yale, 740 alumnos piden el despido del matrimonio Christakis, profesores de la institución. ¿La razón? Los disfraces de Halloween. La universidad pidió por email que los alumnos fueran cuidadosos para evitar ofensas. La profesora respondió por privado: “¿Hemos perdido la fe en la capacidad de los jóvenes, en su capacidad, para ejercer la autocensura, a través de las normas sociales, y también en su capacidad para ignorar o rechazar las cosas que le preocupan?” En mayo de 2016, tras meses de acoso, ambos dimiten.
- San Diego, junio de 2020. Emmanuel Cafferty, un empleado de la compañía del gas, es fotografiado por un extraño haciendo un gesto desde su camioneta. Tras subir la foto a las redes sociales, los usuarios interpretan el gesto como propio de un supremacista blanco. Cafferty, de origen mexicano, es despedido.
- Nebraska, mayo del 2019. La universidad de Doane despide a su bibliotecaria tras la queja de un estudiante por exhibir un libro de 1926 donde podía verse una fotografía de blancos disfrazados de negros.
- Febrero de 2020. Se cancela la gira de presentación de la novela, “America Dirt”, sobre unos inmigrantes latinos que huyen de la mafia de las drogas, después de que su autora, Jeanine Cummins, recibiera amenazas, así como las librerías que pusieran el título a la venta. Lo que empezó como un debate sobre la poca presencia de escritores latinos en EEUU, acabó con acusaciones a Cummins por escribir sobre “lo que no había vivido”.
- California, agosto de 2017. Google despide al ingeniero de software James Damore por escribir un documento misógino y anti-diversidad, tras la conveniente polémica agitada en las redes sociales y los medios. La revista The Atlantic, concluyó tras revisar el documento de diez páginas que no recordaban “la última vez que tantos medios y observadores caracterizaron erróneamente tantos aspectos de un texto que todos poseían”.
- Massachusetts, abril de 2017. La universidad Mount Holyoke College, exclusiva para mujeres, cancela la representación de la obra teatral “Los monólogos de la vagina” por considerarla tránsfoba. En el momento de su estreno, 1996, la obra escandalizó a los ultraconservadores.
- Montreal, Canadá, diciembre de 2019. El editor Will Johnson, especializado en temas LGBT, es despedido de la revista Humber tras escribir en sus redes: “No sé lo que significa la palabra TERF. Lo que sí sé es que veo a muchos trolls acosando a las feministas”.
- Nueva York, agosto de 2020. Adolph Reed, profesor de la universidad de Pensilvania, declaradamente marxista, activista por los derechos afroamericanos desde la década de 1960, ve cancelada una charla para el Democratic Socialist Party tras ser acusado de racista. Reed intentaba exponer su visión de que las diferencias de clase son postergadas tras el caos identitario.
Diez ejemplos tomados al azar. En los últimos años tienen cientos de ellos, historias con varios denominadores comunes. Primero, en ningún caso las condiciones reales de los colectivos supuestamente defendidos mejoraron un milímetro, a menudo estos colectivos eran meros convidados de piedra, la coartada para la venganza. Segundo, todas las acusaciones, muchas de ellas ridículas o basadas en manipulaciones, giraban en torno a conflictos identitarios, nunca de clase: en Estados Unidos puedes perder tu trabajo y ver arruinada tu vida siempre y cuando la cosa no vaya de humillar pobres o explotar trabajadores. Tercero, este no es un conflicto entre la izquierda y la derecha en sus acepciones clásicas, muchas de las víctimas eran progresistas con dilatados historiales públicos en la defensa de los derechos civiles.
La cultura de la cancelación existe y en Estados Unidos es ya un problema que hace del debate público un escenario pacato, capado y asfixiante. Pero, ¿por qué sucede este fenómeno precisamente en un país que siempre había presumido de amplias libertades? Quizá porque esas libertades, tuvieran o no un componente propagandístico, estaban siempre referidas al ámbito de lo cultural, lo expresivo, lo civil y todas ellas volcadas más sobre el concepto de individuo que de comunidad. ¿Qué no se ha contemplado casi nunca en Estados Unidos como un derecho? La igualdad económica, o dicho de otra manera, el país enamorado de la diferencia no ha parecido preocuparse demasiado por la desigualdad.
La izquierda norteamericana, después precisamente del macartismo, quedó cada vez más reducida al ámbito de los derechos civiles, el pacifismo, la lucha por los derechos de las minorías y centrando gran parte de sus esfuerzos en las políticas de la representación, las que les quedaban disponibles si no querían ser tachados de comunistas. De hecho, el sindicalismo, potente hasta la década de los 80, era observado por estos movimientos sociales con suspicacia, probablemente mutua. Primer punto a tener en cuenta: el concepto de clase era ocupado por el de grupo oprimido, las mayorías por definición parecían reaccionarias, más que ampliar derechos se señalaba los supuestos privilegios de quien los tenía.
Lo políticamente correcto, surgido de los avances en la lucha por los derechos sociales, parecía una buena idea: tratar, representar y nombrar a las personas, independientemente de sus factores de sexo, raza u orientación sexual con respeto. En el entretenimiento audiovisual se empezó a educar a la población en unos valores positivos: las mujeres eran algo más que un florero, los negros no eran unos delincuentes y los homosexuales no eran unos depravados. A alguna figura pública, de manera ejemplar, se le censuró su comportamiento. Y la gente fue aprendiendo poco a poco, con el inconveniente de que se instauró un doble rasero: estaba mal visto proferir comentarios machistas pero se seguía sexualizando a las mujeres, el racismo estaba mal visto pero a las minorías seguían careciendo de muchos derechos, los homosexuales aparecían en televisión pero a menudo como personajes pintorescos.
Es decir, que se creó un enorme espacio para la hipocresía, para que una gran parte de la población supiera qué no había que decir, pero que siguiera pensando que algo había de cierto en aquellas expresiones que, más que negativas, empezaron a verse como prohibidas. Si a esto le sumamos que las políticas de la representación servían como coartada a la ausencia de políticas redistributivas, las minorías parecían de una u otra manera ocupar un espacio del debate público que nunca ocupaban los blancos pobres. Sólo hizo falta que las fuerzas políticas reaccionarias más desaprensivas comprendieran la ecuación, ya en pleno siglo XXI, para que lanzaran el concepto de “políticamente incorrecto”, es decir, que aquello que era objetivamente hiriente y ofensivo, pasó a ser rebelde y desafiante, algo que sabes que no está bien decir a algo que es emocionante expresar porque está tácitamente mal visto. El Tea Party, entre otros vectores, se hizo fuerte en esta respuesta.
¿Cuál fue la reacción de un progresismo que había dejado de ser izquierda, si es que alguna vez lo había sido? Sobrerreaccionar a lo políticamente incorrecto elevando la corrección política a una categoría de exclusión social: o cumples con las normas o serás perseguido y señalado. Mientras sucedía todo esto, los ejecutivos de las grandes compañías cobraban más con respecto a sus trabajadores, pero a nadie parecía importarle este detalle mientras que las grandes empresas abrieran departamentos de atención a la diversidad y utilizaran una publicidad medida al milímetro para no ofender a ningún colectivo. El problema es que una vez que se empieza una carrera alocada hacia el precipicio de la estupidez nadie quiere parar porque todos ansían ser los primeros en despeñarse. Y la cosa fue a peor.
Entre otras cosas porque nadie en el ámbito progresista pareció advertir que la diversidad, un hecho natural de nuestras sociedades, compuestas por colectivos y personas diferentes, había empezado a funcionar como un mercado. Ya no se trataba de reconocer las diferencias, sino que esas diferencias competían entre sí para lograr ya lo único que podían conseguir: representación, presencia en el debate público, caso de los medios y de la opinión pública. Así, en una sociedad ausente de una percepción de clase, los individuos se veían como depositarios de privilegios y opresiones, que intercambiaban para ver cuál era el ganador en la escala de la atención. ¿Cuál es el arma con la que se dirimen estas justas posmodernas? Las ofensas. Si además metemos todo esto en el contexto de la explosión de las redes sociales tenemos la mezcla que nos conduce al escenario actual.
Una colección de individuos no sólo preocupados por cómo son nombrados y representados, inmunes emocionalmente a una desigualdad económica lacerante, sino además ansiosos por competir por ver cuál de ellos está más oprimido. Todo es susceptible de convertirse en una ofensa, incluso lo que no lo es, si se considera de calificar a alguien de agresor privilegiado. En el otro lado nos encontramos a otra serie de individuos, igual de miserables y faltos de horizontes, cuya única rebeldía consiste en haber votado a un millonario parafascista y recurrir como signo de rebeldía a algo que casi habíamos conseguido marcar como negativo en nuestras sociedades: el machismo, el racismo y la homofobia.
Más o menos lo que Adolph Reed, el profesor marxista afroamericano, defensor de los derechos civiles desde 1960, quiso explicar en su conferencia antes de tener que cancelarla al ser calificado de racista. Se me ocurre algún ejemplo más, pero mejor búsquenlo ustedes mismos.
Fuente: RT