Por Rolando Cordera Campos
Por décadas, nos acostumbramos a girar contra el crecimiento económico los saldos negativos de nuestra proverbial desigualdad. Más que preocuparse por esta nuestra marca histórica, las élites dirigentes prefirieron no importunar a los concentradores de la riqueza recientemente abierta al mercado y la producción, gracias a las transformaciones de la Revolución Mexicana, y procedieron a configurar lo que el estudioso estadunidense Roger Hansen bautizó como una alianza para las ganancias, en lugar de la que entonces se proclamaba desde Washington como Alianza para el Progreso.
Y no funcionó del todo mal la estrategia, aunque las críticas sobre sus cimientos políticos y sociales, así como sobre sus supuestos fundamentales, no se hicieran esperar. La desigualdad no sólo se pudo atemperar debido al progreso material alcanzado y traducido en bienes públicos diversos para la sociedad urbana heterogénea que irrumpía gracias a la expansión económica, sino que, según investigaciones recientes –a cargo, entre otros, de Enrique Hernández Laos–, incluso se redujo, aunque en grados insatisfactorios para prácticamente todos los observadores y analistas de la época.
Poco después de 1968, por ejemplo, nada menos que Albert Hirschman habló de aquella funesta temporada de represión e ilegalidad como de una tragedia del desarrollo que habría tenido su fuente en la extrema desigualdad no modulada por la inclusión y la distribución oportuna de los nuevos bienes y accesos que ofrecía el progreso económico y material de la época.
Luego vino la fase de contracción de las potencialidades del crecimiento, y desde la cumbre del poder político se postuló que había llegado el momento de la expiación de los pecados del propio poder y sus oficiantes. Se reorganizó el lenguaje y se sometió a la sociedad a un régimen de arbitraria e injusta austeridad, justificado en el pronto pago de la deuda externa que, a final de cuentas, se volvió una política del desperdicio, como la llamaron Nathan Warman y Vladimiro Brailovsky en su momento.
Luego, al calor de un cisma mayor del sistema político que ahondaba el que trajo consigo la nacionalización de la banca, el país se asomó a los bordes de una crisis constitucional profunda y, por la vía de la prueba y el error, se decidió avanzar en la apertura y democratización de la política, en paralelo con la implantación de un cambio estructural que modernizara capacidades productivas y organizativas, mientras nos globalizábamos con celeridad por lo que se vio como la ruta más segura, para algunos única, del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
No vino con todo ello una era de redistribución de los frutos del nuevo crecimiento. Magros, como han sido, estos resultados se concentraron con agudeza y a lo largo de los años que empezaron en 1989 conspiraron contra la recuperación y ampliación del crecimiento prometidas por el cambio globalizador.
A su vez, la mudanza mayor de la época que ha tenido lugar en la demografía se interpuso entre la realidad social y la ilusión economicista, desdibujó diseños y estrategias, y distorsionó los sustentos heredados de la cohesión social y el entendimiento político. Este panorama de disonancias políticas y económicas es resumido hoy en el lamentable estado de la ocupación y el empleo, en su mayoría desprotegidos y abrumados por lo que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) ha llamado la pobreza laboral.
Con la crisis, que ya cumplió cinco años, las veleidades de este tipo de evolución económica se han trocado en desventuras y crueldades, extravíos en la visión y la conducción, e invisibilidad o, de plano, el mutis de los actores por excelencia del drama y la aventura del desarrollo. Y así estamos e iniciamos lo que los optimistas insisten en llamar la segunda alternancia de la democracia otorgada, como gusta llamarla Rafael Segovia.
Sin desmedro de sus logros inmediatos, es claro que el Pacto por México tiene que transitar a nuevas formas de participación y concertación política y social que produzcan cooperación económica y financiera, productiva en una palabra, que los pactos estabilizadores del pasado despreciaron o no pudieron abordar.
De aquí la importancia que puede adquirir el ejercicio de consulta para la planeación del desarrollo a que convocó recientemente el gobierno federal, en atención al mandato constitucional, si se dan los pasos indispensables para modificar las prácticas y propiciar que la sociedad se apropie de los procesos planificadores. Lo que ha sucedido hasta la fecha es lo contrario: la sociedad se aleja y las prácticas se vuelven rutina e inercia.
De lo que se trata es de intentar una determinación de objetivos que nos vinculen y comprometan a nuevas escalas de prioridades, donde reine por vez primera en décadas la preocupación colectiva por el factor humano y podamos arriesgarnos a materializar el apotegma gandiano de que los últimos vienen primero, o el primero los pobres del papa Francisco, el presidente Peña, pero también de López Obrador. No habrá un México con responsabilidad global, como lo quiere el gobierno, si no se afronta el clamor de justicia social que viene de abajo.
Condiciones y consejos no nos faltan, después de tantas jornadas deliberativas para hacer de las elecciones algo más que un rito. Lo que falta es el alambrito que nos lleve a cambiar de estrategia y dejar atrás tanta veleidad engañosa, tanto coqueteo con una modernidad que se ha probado fútil y ahora corrosiva.
Fuente: La Jornada