Por Luis Linares Zapata
La crisis global de 2008 tuvo una consecuencia tan inevitable como visible: llevó las contradicciones inherentes al modelo en boga a sus extremos más ríspidos y dañinos para las mayorías. Las desigualdades, consecuencia implícita y consciente de su accionar, además de crecer en desmesura, se han tornado dramáticas a simple vista. Grandes segmentos de la población mundial han sido afectados en su bienestar y sobre todo en sus expectativas de futuro.
La narrativa que envolvía los propósitos modélicos va quedando expuesta y ya muestra, sin tapujos, las falsedades que la sostienen. Las versiones emanadas desde las cúspides decisorias ya no son creíbles ni siquiera en sus partes más incipientes. La precariedad es masiva, está ahí, llena de andrajos (ver el último reporte de Coneval). Además, sigue una trayectoria al deterioro indetenible. La legislación laboral (reforma) recién estrenada en varias partes del mundo está diseñada para profundizar sus rasgos más hirientes, más rasposos para la sobrevivencia y la dignidad.
Una interrelación perversa entre varios organismos nacionales (con otros multilaterales de similar especie) se asienta y solidifica. Éstos actúan de manera coordinada en su accionar. Los bancos centrales se ocupan de conservar, bajo observación y oneroso cuidado, eso que llaman inflación. Lo hacen con esmero, pues aseguran que es por el bien de los más débiles, esos a quienes daña con más saña. Nada agregan, en cambio, que es la inflación una pesadilla mayor para las instituciones financieras que, de debocarse, sus activos (créditos) perderían valor. Al ejercer ese control se olvidan del crecimiento y, en especial, de las afectaciones concomitantes entre distintas clases y factores de la producción.
Están también las secretarías o ministerios de hacienda que diseñan y vigilan la aplicación del resto de la política económica del país (política fiscal principalmente). Juntos, ambos organismos, hacen una dupla terrible y operan con frialdad insuperable. Ambas instituciones se erigen como solícitos representantes de los grupos de poder ante el gobierno. Son, al mismo tiempo, sus más eficaces y fieles servidores. El sistema de pagos (bancario) completo, por lo regular en manos privadas, es atendido con prontitud y lealtad en todos y cada uno de sus requerimientos. Ante la acumulación privilegiada todo queda sometido, sin importar vidas, costos y futuros.
En esas altas esferas, bien desinfectadas y aromatizadas, nada hay que recuerde ni huela a pueblo. En sus recintos, bien resguardados, no penetra el clamor de las calles (Madero dixit), el quejido de los necesitados. Ahí se atienden estadísticas y balances financieros. El resguardo de los masivos intereses, de aquellos que se han convertido en sus exigentes patrones, es prioridad indiscutible.
Alrededor del tándem descrito funcionan, aglutinados por sutiles y hasta groseras dependencias orgánicas, un conjunto de obsequiosos adláteres. Son los que forman el llamado aparato de convencimiento: agencias calificadoras, bolsas de valores, centros de estudios (públicos y privados), selectas reuniones grupales (G-8) publicaciones informadas, centros patronales y toda una pléyade de comentaristas y académicos que se encargan de agrandar las resonancias por aquí y por allá.
Los medios de comunicación, como epicentro de la narrativa, filtran, cotidianamente, la información para apaciguar ánimos o para verter, como hecho veraz y consumado, la versión oficial. Ante este mundo bien aceitado, la escapatoria es una aventura cuesta arriba, heroica. Es por eso que los llamados de la crítica opositora, esa que insiste en el cambio de rumbo, en la modulación de las desigualdades, caen en un enorme hueco de silencios y apagones.
Por muchos lados se oyen las alarmas de individuos conscientes de la situación opresiva que mina la convivencia sin que puedan incidir, con la fuerza indispensable, en el curso de la actualidad. El peso de la inercia y lo establecido imponen su masa crítica. Poco importa el enorme desempleo que se presenta como cruel afrenta a los que lo padecen, en especial las juventudes. La constante pérdida de poder de compra de los tenues ingresos es una constante mundial que tira hacia la precariedad continuada. Las riquezas se han vuelto ostensibles, cruentas, obscenas, hasta en el mismo seno de naciones con robustos soportes sociales. La participación del factor trabajo en el ingreso general ha perdido peso, de manera violenta, ante las apropiaciones del capital.
En México este indicador ya es intolerable, pues reparte el PIB entre un precario 20 por ciento al trabajo contra 80 por ciento al capital. Tal proporción llegó, al principio de los ochenta y después de una lentísima mejoría, a representar algo así como 36 o 38 por ciento al trabajo y el resto al capital (64 o 62 por ciento). A partir de ahí se vienen registrando desproporciones continuas. Si cada punto del PIB equivale a 150 mil millones de pesos, la transferencia de los trabajadores al capital sumará, para 2012, una cantidad estratosférica que fluctúa entre 2.3 a 2.5 billones de pesos sólo en ese año.
Esta es la razón de fondo que produce los millones de pobres adicionales por año transcurrido y que ningún programa asistencial puede detener. Similares consecuencias se advierten en economías otrora desarrolladas, igualitarias: España es ejemplo señero, pero la misma Alemania padece similar fenómeno. Nada se diga de Portugal, Brasil o Estados Unidos.
El secretario Luis Videgaray sostiene que será el crecimiento del PIB el que se encargará de reducir la rampante pobreza mexicana. Falta a la verdad con gran cinismo o padece de cruel ignorancia. Son las leyes y las políticas públicas, derivadas y congruentes con el modelo de acumulación, las causantes. Y las famosas reformas estructurales se han diseñado para empujar tal cometido. La energética, por ejemplo, de ser aprobada como se pretende, sumará al capital una parte sustantiva de la futura renta petrolera en detrimento del ingreso al trabajo. Del IVA a los alimentos y medicinas, y a su incremento general planeado, ni que hablar: será agresivamente regresivo.
Fuente: La Jornada