Por Bernardo Barranco V.
Los cardenales entrarán al cónclave de marzo de 2013 en un clima de extrema presión. Los recelos, la vergüenza y la humillación en este momento están acosando a la Iglesia; son los signos de los tiempos actuales. Los cardenales ingresarán al cónclave no sólo para elegir a un Papa, sino para poner orden y construir nuevos equilibrios en una institución sacudida en sus propios cimientos. No es la primera vez en la historia de la Iglesia que los cardenales deliberarán bajo presión, incluso lo han hecho en otros tiempos bajo la coacción militar y política. Sin embargo, ahora lo harán bajo la inquisitiva mirada de los grandes medios de comunicación que reflejan una cultura suspicaz y desencantada por el cúmulo de escándalos y contradicciones de una institución que se había autoerigido en tutelar de los grandes valores de la identidad occidental. La crisis actual de la Iglesia no es de la fe, sino del aparato eclesiástico, que amenaza contaminar y acrecentar el proceso involutivo de la feligresía en todo el mundo. El desastre católico de proporciones estrepitosas sólo tiene paralelo, por su magnitud, con la Reforma protestante del siglo XVI. Pero tampoco hay dramatizar, sólo hay que recordar que todos los fines de pontificado han estado marcados por las luchas intestinas de poder dentro de la Iglesia para preparar la sucesión y que, ante el declive físico de los papas, la nomenclatura de la curia adquiere un poder desmesurado.
Tres factores contextúan la profunda crisis institucional que experimenta la Iglesia católica. Primero, los antagonismos internos y la lucha por el poder que, dicho sea de paso, siempre ha existido en la historia de la Iglesia, pero ahora, con la revelación de los documentos filtrados, nos detallan una lucha feroz y antagónica de camarillas; nos refiere a un Benedicto XVI vulnerable frente a un corrupto aparato curial, de cual es también responsable, de ahí la expresión de que Benedicto XVI reinó, pero nunca gobernó la Iglesia, es sugerente. Por tanto, en segundo lugar el agotamiento de un modelo romano clerical, centralista y autoritario, que refirma la identidad eclesiástica sobre la eclesialidad. Un modelo más preocupado por incidir en el poder del Estado que en la vida de sus fieles, un modelo más tentado por la política que por dialogar con la cultura contemporánea, con sus grandes y pequeñas mutaciones. El tercer factor, en términos de la coherencia de la Iglesia, de sus actores, es que están expuestos mediáticamente al escrutinio de la sociedad como nunca en la historia. A través de las filtraciones periodísticas, por ejemplo, pudimos darnos una idea de cómo Benedicto quedó impresionado y pasmado con el informe que le presentaron tres cardenales, en diciembre de 2012, sobre la filtración de documentos Vatileaks. Confirmó la existencia de redes de corrupción sexual, política y financiera que imperan en la curia italiana. Nos lleva a preguntarnos no sólo por una reforma de la curia romana, sino por una renovación del propio papado. ¿Puede un solo hombre, anciano o joven, llevar a cuestas una institución laberíntica tan pesada y compleja? De tal suerte que ahora las intrigas palaciegas se han convertido en un descomunal espectáculo que atrae millones de audiencias católicas y no católicas que observan con detalle el drama no sólo de la sucesión, sino el sacudimiento de una institución milenaria que ha sido pilar en Occidente. Ante el mundo entero, especialmente a partir de 2010, la Iglesia ha sido escenario de sucesivos escándalos, destacando los casos de pederastia que han trocado en un estigma mundial y que han llenado las páginas de los principales periódicos de todo el mundo y horas de transmisión en televisión.
Ante el cónclave de 2013, los clásicos plantean que el dilema es realidad simple. Elegir a un hombre de fe profunda, a un verdadero pastor dispuesto a renovar la Iglesia. La Iglesia requiere retomar su pastoralidad. Regresar a la actitud humilde y misionera, de una Iglesia que viva con simplicidad su solidaridad y cercanía con su pueblo. Comunión y eclesialidad, regreso a los orígenes de la fe y de la gracia. Retomar el Concilio Vaticano II o realizar uno nuevo. Esta disyuntiva se impone en la agenda del próximo pontífice. Retrabajar una versión renovada del catolicismo en diálogo con la cultura secular, supone una nueva actitud de desarrollo cultural, intelectual y científico acorde a los cambios operados. Benedicto XVI sistemáticamente se negó a operar dichas iniciativas de cambio con y en el mundo contemporáneo. De hecho, fracasó en su intento de recristianizar la Europa laica y secular. Y lamentablemente quedan muy pocos herederos del espíritu del concilio, aquel que tanto teme y combate la curia burocrática romana. El tema no es nuevo y ahí está. Entre escándalos y descalificaciones, el cardenal Carlo María Martini pidió en 1999 ante el Sínodo de Obispos Europeos la convocatoria a un nuevo concilio para concluir las reformas estancadas que habían surgido en el Vaticano segundo, celebrado en Roma entre 1962 y 1965.
La realidad actual es amarga para la Iglesia, los cardenales entrarán al cónclave con cierta vergüenza, entran con una percepción de pesimismo y de caos. Como expresó Umberto Eco en el diálogo que sostuvo con el fallecido y citado cardenal Martini en su libro ¿En qué creen los que no creen?: las certezas católicas deben saber convivir con la incertidumbre y el pesimismo posmoderno. Podríamos parafrasear al mismo Ratzinger cuando sentencia al mundo que si Occidente no se refunda en Dios, permanecerá prisionero de los tiempos del miedo y en la decadencia; podríamos aplicar la misma ecuación a la Iglesia católica en esta crisis de época que vive: si el cristianismo no se refunda en profundo diálogo con la cultura moderna y una nueva actitud se decantará en el ostracismo, el miedo y la petrificación.
Fuente: La Jornada