El caso Santa Lucía: qué nos enseña AMLO sobre el poder

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Por Saúl Arellano*

La discusión en torno a la cancelación del proyecto del nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México ha versado las últimas semanas sobre argumentos equívocos, no por su consistencia técnica, sino por el tipo de racionalidad sobre el que se fueron construyendo. Me explico a continuación.

En un Estado cuyos principales decisores son neoliberales y tecnócratas, lo que impera es una racionalidad economicista: se evalúan costos y beneficios desde el supuesto de que el mercado es el gran articulador de la vida social.

En esta forma de pensar, el dogma dicta que el o los responsables de tomar decisiones públicas debe apegarse estrictamente a lo que les diga la ciencia, particularmente la ciencia económica en su vertiente más ortodoxa.

De este modo, quienes pensaban que la mejor opción para construir el nuevo aeropuerto era Texcoco, afirmaban sobre todo tres cosas: a) es la única opción con viabilidad técnica; b) cancelar la obra es más costoso, económicamente hablando, que continuar con ella, y c) si se cancela, los mercados podrán reaccionar de manera adversa y la credibilidad de México frente al exterior estará en riesgo.

El presidente electo puede ser lo que quieran, pero no es ni un neoliberal ni mucho menos piensa como tecnócrata.

Quienes argumentaban y siguen argumentando en ese sentido tienen razón, en el marco de referencia del pensamiento neoliberal; pero el problema es que nunca entendieron, ni durante la campaña ni después del triunfo de López Obrador, que el presidente electo puede ser lo que quieran, pero no es ni un neoliberal ni mucho menos piensa como tecnócrata.

Siguiendo con el argumento, la decisión de cancelar Texcoco es un error financiero y técnico de grandes proporciones: nos dicen que perderemos los 40 mil millones de pesos que se han invertido hasta ahora, más 100 mil millones que estaban ya comprometidos y que se estima deberán pagarse por contratos cancelados.

Más allá de las cifras, lo que olvidan quienes así piensan -otra vez, con razón en la lógica tecnocrática- es que esta decisión no forma parte de la racionalidad económica, sino de la estrictamente política. O, si me apuran, es una decisión que se da en el marco de la racionalidad de economía política que tienen el presidente electo y su equipo de trabajo.

En esta lógica, la pregunta correcta no es -y esto para comprender qué fue lo que pasó- cuánto se iba a perder en términos económicos si se cancelaba la obra de Texcoco, sino cuáles son los márgenes de maniobra política de que dispondrá el nuevo presidente si cede a las presiones de los grupos inversionistas. Y cuáles, en contrapartida, si decidía construir las famosas dos pistas en la base aérea de Santa Lucía.

Esta decisión no forma parte de la racionalidad económica, sino de la estrictamente política.

Maquiavelo nos ha enseñado, desde hace 500 años, que el poder no se comparte; y en una racionalidad estrictamente política, López Obrador no tenía por qué compartir el poder de decisión del Estado -aún sin tomar posesión formal del cargo- con quienes han monopolizado las decisiones económicas y políticas en México en los últimos 30 años.

Otra premisa fundamental en la racionalidad estrictamente política es que con el poder del Estado no se juega, y mucho menos se le amenaza al Estado. Esto opera tanto en regímenes autoritarios como en los democráticos; en estos últimos, por supuesto, el poder de decisión del Estado tiene que privilegiar la protección del interés general, por sobre los intereses de los particulares, por más legítimos que estos sean.

Tienen parcial razón quienes argumentan que esta decisión es un guiño que López Obrador hace a su electorado y a sus bases para mantenerlas activas y con sentido de unidad en torno a su proyecto; sin embargo, lo que parece más bien estar en el fondo es un cambio en las reglas del juego y ese parece ser el mensaje que el presidente electo está enviando al capital privado.

Cuáles son esas reglas aún no lo sabemos con precisión, pero esto se asemeja en mucho a un cambio de régimen. Si no se ve de esta manera, no se va a entender nada de lo que está por venir en los siguientes meses y años.

Con el poder del Estado no se juega, y mucho menos se le amenaza al Estado. Esto opera tanto en regímenes autoritarios como en los democráticos.

Lo que debe comprenderse es que López Obrador piensa desde una perspectiva antitética a la neoliberal. Tómese por ejemplo el caso del FOBAPROA: le costó al país más de 50 mil millones de dólares (algo así como 600 mil millones de pesos, al tipo de cambio vigente en aquella época), y la racionalidad de esa decisión era que, de no rescatar a los bancos, México se hundiría en el atraso y la pobreza.

Bajo un argumento similar, el rescate carretero con Fox nos costó alrededor de 300 mil millones de pesos, y la guerra contra el narco de Calderón, amén de la crisis de 2008-2009, nos ha costado económica y socialmente cantidades aún no dimensionadas.

Tomando como base solo esos tres ejemplos, la pregunta es válida: ¿por qué seguir con las mismas recetas si a final de cuentas tenemos la misma proporción de pobreza por ingresos que la que teníamos en 1991?

En una racionalidad estrictamente política, López Obrador no tenía por qué compartir el poder de decisión del Estado -aún sin tomar posesión formal del cargo- con quienes han monopolizado las decisiones económicas y políticas en México en los últimos 30 años.

Habrá quien diga que lo que planteo no es comparable con lo que acaba de pasar con el aeropuerto, y tendrán razón, desde una lógica estrictamente económica, pero no desde la racionalidad que intento explicar acá, que está pensada desde la economía política. Es decir, en lo relativo a quiénes y por qué detentan el poder económico y político en una sociedad, y, frente a ello, cuál es o cuál debiera ser el papel del Estado para equilibrar las relaciones asimétricas de poder vigentes.

¿Se trata entonces de una ruptura de López Obrador con la iniciativa privada? ¿Nos convertiremos en una nueva Venezuela? A mi juicio no; porque en primer lugar ni somos Venezuela ni tampoco López Obrador tiene antecedentes que atenten en contra de la propiedad privada.

Lo que parece que está ocurriendo es, apelando a un ejemplo coloquial, que “ha llegado un nuevo alguacil” a un pueblo en donde la ley se aplicaba a modo y a beneficio de unos cuantos. Y que el alguacil está dispuesto a enfrentar a quienes han hecho de las suyas durante un prolongado periodo.

¿Qué es lo que debería preocuparnos más en este momento? En la lógica política: a) un sistema de partidos fracturado y sin legitimidad para ser una auténtica y efectiva oposición; b) la ausencia de una cultura democrática arraigada entre la mayoría de la población, y c) un sistema institucional de pesos y contrapesos sumamente frágil, que debe fortalecerse en el corto plazo en aras de contribuir a la transición a un auténtico régimen democrático.

A partir de esta mañana, Carlos Urzúa, Gerardo Esquivel y Jonathan Heath tienen un intenso trabajo que hacer para darle tranquilidad a los mercados y certidumbre en torno a que, si bien las reglas han cambiado, lo que sigue es la generación de condiciones para un nuevo estilo de desarrollo que busque crecer para la equidad.

Si lo logran, la consolidación de un poderoso gobierno encabezado por López Obrador habrá dado un primer y sólido paso.

@saularellano

* Saúl Arellano. Director editorial de www.mexicosocial.org

Fuente: HuffPost

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