Por Leonardo Boff
Tengo especial fascinación por los caminos, especialmente por los caminos del campo que suben penosamente la montaña y desaparecen en la curva del bosque. O los caminos cubiertos de hojas multicolores en las tardes grises de otoño, por los cuales andaba en mis tiempos de estudiante en los Alpes del sur de Alemania. Y es que los caminos están dentro de nosotros. Hay que preguntar a los caminos el porqué de las distancias, por qué a veces son tortuosos, y cansan o son difíciles de recorrer. Ellos guardan los secretos de los pies de los caminantes, el peso de su tristeza, la ligereza de su alegría al encontrar a la persona amada.
El camino constituye uno de los arquetipos más ancestrales de la psique humana. El ser humano guarda la memoria de todo el camino seguido a lo largo de los 13,7 miles de millones de años del proceso de la evolución. Guarda especialmente la memoria de cuando surgieron nuestros antepasados: la rama de los vertebrados, la clase de los mamíferos, el orden de los primates, la familia de los homínidos, el género homo, la especie sapiens/demens actual.
Debido a esta inconmensurable memoria, el camino humano se presenta tan complejo y a veces indescifrable. En el camino de cada persona trabajan siempre millones y millones de experiencias de caminos pasados y recorridos por incontables generaciones. La tarea de cada uno es prolongar este camino y hacer su camino de tal forma que mejore y profundice el camino recibido, enderece lo torcido y legue a los futuros caminantes un camino enriquecido con su pisada.
El camino ha sido y sigue siendo una experiencia de rumbo que indica la meta y simultáneamente es el medio por el cual se alcanza la meta. Sin camino nos sentimos perdidos, interior y exteriormente. Nos llenamos de oscuridad y de confusión. Como hoy la humanidad, sin rumbo y en un vuelo ciego, sin brújula y sin estrellas para orientar las noches tenebrosas.
Cada ser humano es homo viator, un caminante por los caminos de la vida. Como dice el poeta cantante indígena argentino Atahualpa Yupanqui «el ser humano es la Tierra que camina». No recibimos la existencia acabada. Debemos construirla. Y para eso hay que abrir camino, a partir y más allá de los caminos andados que nos precedieron. Incluso así, nuestro camino personal nunca está dado completamente. Tiene que ser construido con creatividad y sin miedo. Como dice el poeta español Antonio Machado: «caminante, no hay camino, se hace camino al andar».
Efectivamente, estamos siempre en camino a nosotros mismos. Fundamentalmente o nos realizamos o nos perdemos. Por eso hay básicamente dos caminos como dice el primer salmo de la Biblia: el camino del justo y el camino del impío, el camino de la luz o el camino de las tinieblas, el camino del egoísmo o el camino de la solidaridad, el camino del amor o el camino de la indiferencia, el camino de la paz o el camino del conflicto. En una palabra: el camino que lleva a un fin bueno o el camino que lleva a un abismo.
Pero prestemos atención: la condición humana concreta es siempre coexistencia de los dos caminos, que suelen entrecruzarse. En el buen camino se esconde también el malo, y en el malo, el bueno. Ambos atraviesan nuestro corazón. Este es nuestro drama que puede transformarse en crisis e incluso en tragedia.
Como es difícil separar totalmente la cizaña del trigo, el camino bueno del camino malo, estamos obligados a hacer una opción fundamental por uno de ellos: por el bueno, aunque nos cueste renuncias o incluso pueda traernos desventajas, pero por lo menos nos da paz de conciencia y la percepción de que estamos en lo correcto. Y están los que optan por el camino del mal: éste es más fácil, no impone ninguna limitación, pues todo vale con tal de que nos beneficie. Pero cobra un precio: la acusación de la conciencia, riesgos de castigos y hasta de ser eliminado.
La opción fundamental confiere cualidad ética al camino humano. Si optamos por el buen camino, los pequeños pasos equivocados o los tropiezos no destruirán el camino y su rumbo. Lo que cuenta realmente frente a la conciencia y ante Aquel que a todos juzga con justicia es esta opción fundamental.
Por esta razón, la tendencia dominante en la teología moral cristiana es sustituir el lenguaje de pecado venial o mortal por otro más adecuado a esta unidad del camino humano: fidelidad o infidelidad a la opción fundamental. No hay que aislar los actos y juzgarlos desconectados de la opción fundamental. Se trata de captar la actitud básica y el proyecto de fondo que se traduce en actos y que unifica la dirección de la vida. Si ésta opta por el bien, con constancia y fidelidad, conferirá mayor o menor bondad a los actos, no obstante los altibajos que ocurren siempre pero que no llegan a destruir el camino del bien. Este vive en estado de gracia. Pero hay también los que optan por el camino del mal. Ciertamente pasarán por la severa clínica de Dios en caso de encontrar misericordia a sus maldades.
No hay escapatoria: tenemos que escoger qué camino construir y cómo seguir por él, sabiendo que «vivir es peligroso» (Guimarães Rosa). Pero nunca lo hacemos solos. Con nosotros caminan multitudes, solidarias en el mismo destino, acompañadas por Alguien llamado: “Emmanuel, Dios con nosotros”.