Por Adolfo Sánchez Rebolledo
El monstruoso asesinato, en un edificio de la colonia Narvarte, de cinco personas, entre las cuales se hallaba el periodista Rubén Espinosa, suscitó una oleada de estupor e indignación en México y en el mundo. La frialdad de los asesinos para ejecutar a las víctimas –entre ellas cuatro mujeres–, las evidencias de abuso y tortura, el tiro de gracia y la certeza de que Rubén había recibido amenazas en Veracruz, donde realizaba su trabajo, encendieron la protesta y, una vez más, pusieron sobre el tapete la amenaza contra el ejercicio de la labor periodística, que es una de las facetas más perversas de la hasta ahora insuperable situación de violencia que afecta al país, no obstante el optimismo proverbial de los informes oficiales. La ciudadanía exige a las autoridades una investigación seria, ajustada a la ley y a los hechos, que esclarezca el móvil y detenga a los criminales. Sin embargo, prevalece el hartazgo. La desconfianza de muchos defensores de los derechos de los periodistas ante la inutilidad de las medidas que en teoría deberían protegerlos. No es casual, por ejemplo, que en el centro de atención aparezca el gobierno de Veracruz, al que muchos observadores inculpan dado el historial de violaciones a los derechos humanos cometidos en ese estado, justamente recordados en estos días.
En rigor, las protestas de periodistas y organizaciones civiles expresan que nos acercamos a una situación límite que puede tornarse en una crisis irreparable, percepción compartida tanto por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos como por las instancias internacionales que velan por la libertad de expresión en el mundo. La propia relatoría de la CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a la que el gobierno confió revisar la investigación por la tragedia de Iguala) expuso, conforme la nota de La Jornada publicada ayer, su preocupación por el hecho de que sólo en 2014 fueron ocho los comunicadores asesinados, y este año, contando el de Espinosa, se han registrado cinco. Otras instituciones, incluidas la ONU y la Sociedad Interamericana de Prensa, emitieron opiniones que resaltan la gravedad del asunto, lo cual obliga al gobierno mexicano, y no sólo a la procuraduría capitalina, a esclarecer los hechos mediante una investigación ajustada a la ley, que no posponga la revisión franca y a fondo de los supuestos sobre los cuales descansa la estrategia general contra el crimen organizado, responsable de la infiltración de la violencia en el tejido social. El tema está en el aire. Por ejemplo, la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés) señaló en un comunicado que los datos de la fiscalía especializada de la PGR muestran que 43 periodistas han sido asesinados en el país entre 2010 y 2015, 13 de ellos en Veracruz, cuyo gobierno ha sido acusado de estar detrás del asesinato del fotorreportero. Para la debilitada imagen internacional del gobierno del presidente Peña Nieto las evidencias son estremecedoras, por más que pretenda diluir el efecto político del brutal asesinato.
En primer lugar, porque la voz airada del periodismo en favor de la vida y la libertad es, sin duda, un grito en contra de la impunidad que resulta de la connivencia o la franca complicidad de la delincuencia organizada con las autoridades políticas para acallar las voces que les incomodan o no pueden comprar. Por eso las reclamaciones van dirigidas a quienes tendrían el deber de garantizar las condiciones para que la prensa, en todas sus modalidades, pueda cumplir con sus tareas profesionales con la protección necesaria allí donde la situación lo exija.
Y es que, visto en su real dimensión, el tema de la seguridad de los periodistas es una cuestión de Estado de la que depende, en gran medida, la existencia o no de un régimen digno de llamarse democrático. La libertad de expresión, tan manoseada y deformada por la presión de los peores intereses fácticos, no puede enajenarse ni a los grupos de poder que la manipulan sin recato ni tampoco subordinarse al imperio del crimen, pues es vital para darle a la ciudadanía el derecho de intervenir con voz propia en la deliberación democrática, de cuya debilidad, por decir lo menos, hay suficientes y desalentadoras evidencias. En ese sentido, sean cuales fueren los resultados de las pesquisas en curso, el caso de Rubén Espinosa vino a ser la gota que derrama el vaso.
Es difícil oponerse a quienes ven en estos sucesos la marca de la decadencia de un arreglo social agotado, incapaz de renovar la convivencia civilizada de la sociedad. Casa semana, cada día que pasa, hay razones más que justificadas para temer que todo irá a peor, pero frente a los hechos, a veces terribles, se repiten mecánicamente las viejas fórmulas o se intentan respuestas que no corresponden a nuestras necesidades mas apremiantes. Ya es hora de que México abandone las visiones autocomplacientes que reducen los grandes temas a la operaciónpolítica de las élites gobernantes. Vivimos en peligro. Así lo revelan las grandes cifras de la desigualdad, los datos de la pobreza que, se mida como se mida, es un rasgo estructural que atrofia el futuro, las terribles disparidades en los salarios y las declinantes oportunidades de empleo que lejos de repuntar nos muestran la consolidación de un mundo donde la precariedad es una constante. Hay que abandonar el simplismo de que la delincuencia que destroza el tejido social se mitiga inyectado recursos sin aliento productivo, pues es una evidencia amarga que la pobreza resurge o se amplía cuando se persiste en el mismo patrón que asegura injustos y arbitrarios canales de distribución del ingreso. México tiene que asegurar un nuevo ciclo de desarrollo sin volver al catecismo que ha probado su futilidad en el mundo. No hay recursos que valgan ante la corrupción de las instituciones y la renuncia a los fines que legitiman la presencia del Estado. Vienen tiempos de riesgo y más vale irnos preparando.
Fuente: La Jornada