Para llegar a una de las últimas casas que está construyendo el arquitecto Simón Vélez hay que tomar una carretera que sale de Bogotá y descender por las crestas de la cordillera de los Andes hacia el ardiente valle del río Magdalena. La vía atraviesa pueblitos tropicales y paradores repentinos que subsisten vendiendo mandarinas y flotadores. Vallas de todos los tamaños ofrecen felicidad y descanso en nuevos condominios y casas con piscina. A mitad una recta inverosímil entre tantas montañas hay que tomar un discreto desvío y, si se tienen las credenciales, superar dos retenes dónde policías con fusiles M-16, lanzagranadas y botas militares custodian una estrecha y polvorienta carretera flanqueada por samanes y acacias florecidas.
—Buenos días don Alberto —dice con certeza uno de los policías y da una rápida ojeada al interior del carro, un Honda último modelo y vidrios opacos.
— Buen día —responde Simón, sin ganas de entrar en aclaraciones—. Vengo a la obra.
Simón se presta para confusiones. Siempre lleva puesto el mismo desaliño de pantalones un poco escurridos, botines a medio amarrar, la camisa medio adentro o medio afuera, eso sí siempre un poco a medio planchar. “Para mi toda la vida ha sido muy importante andar mal vestido, es mi manera de decir que no soy empleado de nadie”, me dijo. El policía hace una seña y da paso sin sospechar que ese hombre que hoy no se rasuró y parece el último pasajero en bajar de un vuelo nocturno es una estrella de la arquitectura alternativa que convirtió la guadua —un bambú que crece como maleza en la zona cafetera colombiana— en motor de una revolución constructiva y estética.
“Simón se inventó lo que hace”, me explicó Benjamín Villegas, uno de los primeros editores que se fijó en su obra y publicó un libro que recoge buena parte de los usos de la guadua en la cultura colombiana. “Es un tipo absolutamente original y novedoso. Su obra va a trascender”, me dijo. Desde la época precolombina y hasta Simón Vélez, la guadua tuvo usos prosaicos: cercas, ductos, ranchos efímeros, materas y esqueleto invisible en muros de tierra pisada o bahareque. La guadua era, en esencia, la materia prima de la pobreza. La razón es simple: abunda, resiste, es liviana y muy barata, cuando no gratuita pues brota en cañadas y lotes abandonados. La guadua colombiana puede llegar a crecer hasta 12 centímetros al día y es tan intrínseca al paisaje de las montañas templadas que hay hoteles, restaurantes, condominios, parques y hasta una famosa canción en ritmo de guabina que se llama “Los guaduales” y el cantante se pregunta “¿Por qué lloran?” Hace diez años, el Ministerio de agricultura estimaba que en el país había 60 mil hectáreas de guadua, casi toda silvestre.
En la obra de Simón Vélez la guadua adquirió, de repente, una majestuosidad de catedral. Desnuda y rolliza, sostiene imponentes domos que parecen caparazones de tortugas gigantes o cubiertas flotantes que a veces recuerdan el casco invertido de un trasatlántico, un abanico extendido o un paraguas abierto. Casi siempre las completa con teja artesanal en barro o a veces con pasto. “Yo como arquitecto no hago cubos, yo soy de otra religión”, dice Simón. “Yo hago techos.”
Simón redescubrió las posibilidades constructivas de la guadua, un pasto gigante y prehistórico, a través de un invento casi accidental que tiene la simpleza distintiva de lo genial: inyectó concreto en los canutos —los vacíos internos de las varas— para darle solidez a las junturas, y reemplazó la uniones de las varas que la gente solía hacer con lazos de fibras naturales o muescas, por pernos y tuercas en hierro. “La relación de peso y resistencia es la mejor en el mundo”, asegura Simón. “Cualquier cosa construida en acero, yo la puedo hacer en bambú más rápido y más barato.”
En la obra de Simón la tecnología de punta corre por cuenta de la naturaleza. Él bautizó a la guadua como “el acero vegetal”. Su destreza está en la confección. “En países pobres la mano de obra es muy hábil porque la gente depende de sus manos para vivir. Cuando un país se hace rico, los obreros pierden su habilidad y pasan a manejar máquinas”, dijo hace poco en una conferencia en la escuela de arquitectura de Cooper Union en Nueva York. “Yo puedo hacer las casas que hago sin necesidad de electricidad, todo a mano, con un cincel, un martillo y un serrucho.”
Por eso, sus obreros son los únicos herederos de su escuela, verdaderos depositarios de esa sabiduría rústica e intransferible por una vía diferente a la práctica. Sin embargo cada vez resuenan más ecos de su obra en manos de admiradores juiciosos y también de imitadores mediocres. Ambas escuelas lo tienen sin cuidado.
Descendemos unos trescientos metros por la falda de una montaña hasta toparnos con el segundo retén. Una agradable brisa mueve las ramas de tecas rectas y fornidos cauchos. Simón se quita su infaltable sombrero blanco de paja y me dice que está cansado de los viajes. Su reciente fama le impone ir de un lado a otro: obras en China o Brasil, conferencias en MIT o talleres en el Vitra Museum o el Centro Pompidou. Puede estar un día tomando café con el arquitecto Glenn Murcutt, premio Pritzker, y al otro alzando una copa de vino con Mick Jagger en un yate del coleccionista de arte Jean Pigozzi en una bahía de Panamá. O comiendo con su colega Shigeru Ban, famoso por sus estructuras en papel y cartón, y terminar haciéndose juntos una foto, sonrientes. Con tantos viajes puede incluso dejar plantada, sin querer, a Martha Stewart, la gurú estadounidense de la decoración de interiores por televisión que una vez fue a buscarlo a su casa pero, como Simón no estaba, se resignó —como los turistas en los museos de cera— a hacerse una foto junto a un retrato suyo desnudo y en tamaño natural que cuelga en una de las paredes de su casa. (El cuadro es un dibujo hecho y dedicado por el fallecido pintor colombiano Luis Caballero.)