Por Alfredo Espinosa
Los elementos esenciales del amor real son éstos: cuidado, pasión, compromiso, respeto y comunicación. Y su mejor atmósfera para que estos dones se cultiven y se expresen es la dicha conyugal. La dicha conyugal otorga el bien más preciado: la paz del corazón, que es el estado y el lugar más apropiados para anidarse y cumplir con el mandato de la procreación y para darse todo lo que uno(a) tiene para el otro(a). En la experiencia de vivir juntos se experimenta la seguridad de estar acompañado, de cuidar y ser cuidado, de protegerse y proveer lo necesario para la sobrevivencia, de ser libre en el vuelo con el otro. O también puede ser una de las puertas hacia el infierno.
Las parejas suelen casarse o unirse ilusionadas. La ilusión, por definición, es la distorsión del objeto real. A la persona amada se le transfieren elementos (cualidades, virtudes, bellezas, gracias, bondades, excentricidades, etc.) de los que en realidad carece y eso es lo que la hace susceptible de ser amada; además dota al encuentro amoroso como algo excepcional y único. “A nadie”, pensarán los enamorados, “le suceden cosas como a nosotros; los demás amores son miserables; el nuestro es excepcional y debe ser inscrito en las historias de los amores legendarios”. La desilusión, entonces, es un proceso necesario para desenamorarse y comenzar a amar a una persona real. Esta madurez emocional permite visualizar a la persona elegida con todas sus miserias y esplendores, y fortalece la imagen real del otro y sólo entonces puede plantearse con los pies en la tierra la decisión y el compromiso de compartir la vida en esas condiciones y no en otras imaginadas.
El cortejo y la conquista amorosos nos han subyugado. La literatura y las otras artes han dedicado sus expresiones a relatar minuciosamente los sucesos del fantástico, y no pocas veces, delirante fenómeno del enamoramiento.
Y este enamoramiento, según sus cauces “naturales”, suele desembocar en el matrimonio. “Se casaron, tuvieron muchos hijos y fueron muy felices”, dicen al final las historias rosas, pero la historia real, en realidad continúa. Y continúa, acaso, por los senderos más cenagosos.
“El amor dichoso no tiene historia. Sólo pueden existir en las novelas de amor mortal, es decir, de amor amenazado y condenado por la vida misma. Pasión significa sufrimiento”. Nos advierte el desencantado Denis de Rougemont, y es que nos recuerda que en su etimología pasión significa padecer. La mitología sobre el tema abunda en referencias que conciben al amor como un espejismo, una ceguera, una ebriedad divina, etc., y al matrimonio, simple y lapidariamente, como la tumba del amor. Ambas imágenes son incompletas y no logran abarcar la complejidad de estas dos fases del fenómeno afectivo.
Las razones, emociones o confusiones que hacen decidir a los amantes vivir juntos son múltiples, pero las que más se evidencian son éstas: la soledad, la búsqueda de un compañero para formar una familia, salirse de la casa paterna, estar ya en edad de sentar cabeza, la insatisfacción consigo mismo, la molesta sensación de sentirse marginados de esa institución, poseer un cuarto propio, cumplir con el mandato social, desear que otra persona llene los vacíos existenciales, etc., y a veces, el amor.
Las estadísticas son contundentes: muy altos porcentajes no se casan con el amor de sus vidas, y muchos otros ni siquiera se casan amando a la persona con quien se unen.
Estas uniones son bendecidas por el Estado y por la Iglesia. Ambos pretenden someterlos a sus mandatos y sus dogmas; y a través de ellos domesticar los vuelos y las ferocidades del amor. Implacablemente realista, el matrimonio devalúa el enamoramiento y lo cataloga como un estado transitorio provocado por un alto grado de inmadurez, y define a la pasión como un fuego que se apaga paulatinamente.
Es decir las parejas se unen por muy diversas maneras que no es necesariamente el amor. Resulta aterrador y enigmático saber que, independientemente de las razones por las cuales se unieron las parejas, la evolución y la posible ruptura de esa unión, es semejante si se trata de los grandes amores locos, los amores de sus vidas, o de la pareja que se une por haber coincidido en un encuentro de dos circunstancias desesperadas.
Con el matrimonio o la unión libre, las parejas intentan poseer los dos bienes mayores del amor: la felicidad y la seguridad. Raramente se logra, porque la pareja se enfrenta a múltiples adversidades. Vivir significa desilusionarse; convivir con otra persona implica un permanente deterioro del objeto creado en la mente y en el corazón. La contundencia de la realidad evidencia un sujeto muy alejado de la construcción ilusoria que los mecanismos del engaño amoroso habían propiciado.
Y es que “el amor es un juego de fuerzas donde se decide a que dios ofrecer su propia vida: al dios de la felicidad que siempre acompaña la realización de sí mismo, o al dios de la seguridad que se suele colocar junto a la negación de sí mismo”. De tal modo que la fórmula suele resumirse en lo siguiente: ser feliz pero vivir inseguro o vivir seguro pero ser infeliz.
El amor es una relación, no una fusión. Y es la conciencia lo que nos alerta a concebir que “el bien y el mal están unidos, que el placer se entrelaza con el dolor, la maldición con la bendición, la luz con la oscuridad, porque todas las cosas están encadenadas, entrelazadas, enamoradas y a la vez traicionadas, sin una distinción visible, porque el abismo del alma que las implica a todas, quiere que así se ame al mundo”.
La conciencia nos permite discernir de un tajo entre el bien y el mal, pero lo hará con más dificultad en las zonas penumbrosas donde la luz se entremezcla con la oscuridad. Cuando la conciencia se rige con un marco devocional, o un código ético rígido, la persona calificará de manera poco flexible ciertos actos o conductas. Y no podrá entender la mayoría de los actos humanos que se mueven en la zona umbría de la vida. Nietzsche hablaba del “humano, demasiado humano” para denotar que los actos de las personas por insólitos que nos parecieran, por más perplejidad que nos causaran, pertenecen a la naturaleza humana y que por tanto todos los humanos, en determinadas circunstancias, podríamos vernos tentados u obligados a llevar a cabo ese acto que, desde las gradas de espectador, nos parece aborrecible, absurdo o impresionante. Pero en cuanto la conciencia expande sus capacidades para reconocer la realidad encontrará junto a las flores, las espinas, y muy pronto se convencerá de que el mal, como el bien, están ahí, juntos, en la confianza, en los pliegues ocultos del amor, en la intimidad de los amantes y en los lugares donde jamás hubiéramos sospechado.
Conciencia significa tener el conocimiento de que toda persona es humana, demasiado humana, que todo posee dos caras, y como el día tiene la noche, la seguridad, la duda, y toda superficie su doblez. De hecho, apunta Umberto Galimberti, “doblez y duda comparten la misma raíz, como en alemán zweifel (duda) y zwei (dos)”. Y añade “no es la conciencia la que tiene dudas, sino que es la duda, como descubrimiento del doble aspecto de lo real, la que abre la conciencia”. A propósito Jung escribe: “La duda expresa la escisión de la unidad originaria, por lo tanto el Uno debe ser integrado por Otro”.
La escisión, palabra clave. Entre los dos que se aman, deseando ser uno, o más de dos, está la duda, no sólo como aspecto siniestro, siempre amenazador, sino como una oportunidad para indagar la identidad de lo amado: “¿quién eres, amor, por qué tú”? y leer su corazón y saber de sus necesidades y desconsuelos, y también de aquello que lo haría cantar y entregarse, o al contrario, huir y buscar otros nidos.
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ALFREDO ESPINOSA
Narrador, poeta y ensayista.
Su más reciente novela es:
Territorios impunes (UACJ, 2011)
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