Por Alfredo Espinosa
“La historia del amor es inseparable de la historia de la libertad de la mujer”, concluye Octavio Paz, y nunca más aplicable a nuestros días.
Un porcentaje importante de las mujeres tienen ya un cuarto propio, como lo deseaba Virginia Woolf , lo que significa, entre otras cosas, alcanzar un alto grado de autonomía; y lo tienen porque trabajan, estudian, ganan su propio dinero. Y están más libres, menos sometidas a los yugos sociales y biológicos: usan anticonceptivos, son dueñas únicas de su cuerpo y deciden con libertad sobre su sexualidad y sobre su destino. Intervienen ya en cualquier esfera, incluso han ido resquebrajando aquellas instituciones que han mantenido un blindaje de machismo extremo como la política, el ejército y la iglesia.
De tal modo que el macho que las quiera tendrá que darse cuenta que las mujeres ya no son apéndices de ellos, sino personas que ya no toleran el hierro de la pertenencia a toda costa, las relaciones inequitativas o el maltrato; ya no aceptarán la posición a la que las relegó San Pablo cuando exigía que “así como la Iglesia está sometida a Cristo, así sean sumisas en toda cosa las mujeres a sus maridos”; tampoco a ser definidas como animales de ideas cortas y cabellos largos como vociferaba Schopenhauer. Las mujeres actuales son mujeres independientes, capaces de enfrentar las adversidades de la vida, incluso a esa dificultad extrema que, según les gusta decir, son los hombres.
La libertad que ha adquirido la mujer en los territorios económicos y laborales la acercado a un plano de equidad social. Y con esa nueva jerarquía ya no está dispuesta a tolerar situaciones insufribles en sus relaciones con los hombres. Algunas de las causas más frecuentes para desvincularse de sus relaciones con ellos son éstas: hombres inmaduros o con defectos de carácter, que mantengan comportamientos machistas, que sean incapaces para proveer el sustento, infieles, desconfiados o celotípicos, que maltraten o agredan de cualquier modo.
Los hombres tendrán que redescubrir a las mujeres, porque aquello que afirmaba Lacan: “Las mujeres no existen; son la fantasía del deseo de los hombres”, han perdido vigencia de manera vertiginosa, y ahora, las mujeres existen independientemente de cómo las conciba el hombre. Las mujeres poseen las mismas necesidades que los hombres y tienden a satisfacerlas del mismo modo que ellos.
La decisión del amor es, casi, una decisión individual. Aunque ya no está condicionada por las luchas por la supervivencia, ni por la clase social o las tradiciones, las culturas o las religiones, las personas continúan uniéndose por ciertas afinidades, cálculos, y búsquedas inconscientes. Ya no se trata, por supuesto, de andar cazando bisontes en las estepas, salvando a la amada de los castillos donde están aprisionadas, mostrándose los títulos nobiliarios, ni ofreciendo dotes, ni siquiera las cuentas bancarias, pero, pese al inopinado modo de actuar de Cupido, no se descuida ese asuntillo de que la familia es una empresa donde existe el cálculo, el interés, y la imagen. Aunque también es cierto que el amor ha trascendido aquellas leyes que han intentado someterlo: ya sea leyes económicas, eclesiásticas, del Estado, etc., se acepta que en los nidos del amor, se conquista el espacio íntimo en el que se pueden expresar con libertad y confianza los mundos internos más afectivizados. Pese a que en las sociedades tecnologizadas como las actuales, extraordinariamente competitivas y con atmósferas irrespirables, resulta más complicado la conquista de espacios íntimos (suele haber más intimidad en los lugares de trabajo que en las alcobas), el amor sigue siendo el más importante de los abastecedores de sentido en la vida de las personas.
Es indudable que la conquista de los nuevos derechos de las mujeres y el paulatino arribo a la equidad de género, han traído consigo un ejercicio más pleno de las libertades amorosas y sexuales. Pero, ¿existen diferencias sustanciales en la experiencia amorosa, independientemente de las épocas y culturas, si se les describiera desde los corazones de los amantes? Sí, por supuesto. Ya no hay matrimonios arreglados por los padres o por el estado; las decisiones ahora pertenecen al ámbito personal, tampoco son definitivas las diferencias sociales, religiosas, étnicas. Antes, los conflictos del amor tenían que ven con el honor, la virtud, el pudor, valores que intentaban mantener mientras que sus ímpetus humanos los obligaba a transgredirlos.
De hecho, en el amor, y más precisamente en el enamoramiento, en el que uno sólo existe en la fantasía del deseo del otro, ha sido un componente de todos los tiempos y en todos los corazones. Estos revestimientos jamás podrán evitarse aún conociendo por muchos años a una persona, porque en el otro siempre estarán presentes los fantasmas recurrentes del uno. Aunque siempre se ama a un desconocido, los que aman afirman que se conocen más que a sí mismos.
En estos tiempos la pareja es menos sólida; su formación suele cocinarse rápido, y es más fugaz su desaparición, independientemente de los contratos jurídicos y religiosos que pretendan regularla y afianzarla.
Actualmente el mercado libre, la entrada al proceso de trabajo de las mujeres, modifica notablemente la relación entre ambos. Al modificarse la manera de percibirse a sí mismas las mujeres, primero como propiedad de los hombres y luego como propietarias de sí mismas, el uso y usufructo de su cuerpo se modifica radicalmente. El cuerpo entra al mercado de los instrumentos de trabajo y lo que el cuerpo haga es parte de las mercancías de ese mismo mercado. Esa conciencia le permite separar de las actividades de su cuerpo como integración al mercado y como mercancía y, en otro caso, de dar, entregar su cuerpo, ya no como mercancía sino como sujeto de actividad amorosa, con el alma incluida. Las épocas de consumo y de libre comercio conllevan a una declinación de las responsabilidades personales (“El crepúsculo del deber”, les llama Gilles Lipobevsky) y un ablandamiento de los códigos morales. Las personas se liberan y se convierten, ahora sí, en los monarcas de su propio cuerpo y lo perciben ya no sólo como herramienta de trabajo sino también como instrumento de disfrute. El equilibrio entre estas dos esferas ha sido problemático. Ora se carga a un lado, ora al otro, sometido a diversas tensiones de muy diversa índole.
El caso es que las cosas del amor son distintas ahora: las exigencias laborales, las distancias entre la casa y la oficina, muchas veces convierten a las personas en esclavos y éstos aprovechan en tiempo libre no para regar la frágil planta del amor matrimonial sino para mantener vivos sus novísimos amores de oficina con los cuales descansan de sus monotonías.
¿Por qué las personas no logran conformarse con una pareja? ¿Quizá porque nuestra naturaleza es polígama?, ¿o por qué amamos el dolor y la aventura? La felicidad aburre, como lo sostiene Stendhal, y sólo dicta ideas vulgares. El dolor en cambio provoca emociones desproporcionadas. El infortunio excita.
Hay quien marcha por los caminos rectos que la moralidad le dicta, pero la vida los tuerce u ofrece atajos atractivos. Y entonces la rectitud parece claudicar. Un descarrilamiento, un esquince en la marcha militar, un camino levemente accidentado, y aparece el desliz. Una aventurilla que atribula y emociona, que es mantenida en el clóset o en el patio trasero y que se mantiene fuera del hogar con la estricta prohibición de no alterar su paz bendecida.
Los lazos se vuelven frágiles; la intimidad es ya una orgía de fantasmas y un permiso para la irrupción de otros reales. Los grilletes que encarcelaban y constreñían se cambian por alas que suelen extraviar en los cielos del anonimato. La pertenencia y el arraigo perdidos los convierten en siluetas en vilo.
Las mujeres viven ya –quizá siempre lo han hecho- aquello que se atribuía sólo a los hombres: la multiplicidad de parejas. Ya no hay relaciones sino encuentros; ya no se apuesta el corazón con cualquiera sino con el que se lo gana. Lo demás es placer. Y en esos territorios de los deseos se cumplen necesidades básicas como el juego de la galantería, la coquetería, la seducción y la conquista, la aventura y el riesgo, el goce. El disfrute de la vida, el cuerpo como instrumento no sólo de trabajo, sino también de disfrute. O la decepción – o el gusto- de tener que decir: next.
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ALFREDO ESPINOSA
Narrador, poeta y ensayista.
Su más reciente novela es:
Territorios impunes (UACJ, 2011)
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