Por Joan Martínez Alier
Bajo la expresión justicia hídrica se agrupan las investigaciones y acciones dirigidas a preservar el acceso al agua como un servicio público a un precio asequible a los más pobres. El contexto es urbano. La oleada neoliberal de la década de 1990 fue acompañada por una campaña de privatización de los servicios de agua y saneamiento, con la idea de que las compañías privadas serían capaces de subir los precios y de hacer las inversiones requeridas. Los precios sí subieron, las familias pobres sufrieron y además las prometidas inversiones no siempre se efectuaron. De Cochabamba a Buenos Aires, pero también Sudáfrica y hasta Londres, se extendieron las protestas.
La mayor parte del aprovisionamiento del agua y del saneamiento continúa en manos públicas (municipales, regionales). Más allá de la privatización impulsada por la ideología neoliberal, se plantea la cuestión de cómo mejorar el suministro de agua en manos públicas, cómo conseguir una distribución justa, cómo evitar que el pago del agua tenga carácter regresivo, cómo compaginar el uso urbano con otros usos en una perspectiva regional. También, cómo fomentar los sistemas de water harvesting (captación de aguas pluviales) y de desalación con técnicas locales apropiadas, cómo evitar que los pobres urbanos deban pagar su escaso consumo a precios superiores porque dependen de la llegada de tanques a las periferias urbanas al carecer de agua entubada, cómo evitar la gran injusticia de la falta de servicios de saneamiento en algunos barrios. Todos estos son aspectos de la justicia hídrica urbana.
Cuando en cualquier lugar del mundo una comunidad lucha contra una plantación de eucaliptos (para pasta de papel para exportación), o contra un ingenio azucarero que se lleva el agua (como en Morelos en tiempos de Zapata), contra una mina que va a destruir la calidad del agua local, contra una extracción ilegal de arenas y gravas en el río, está luchando por la justicia ambiental y por la justicia social, y concretamente por la justicia hídrica.
Muy frecuentemente, cuando hay explotaciones mineras, o represas y trasvases de agua, quienes más sufren de los desalojos y de la desposesión de sus medios de vida son las comunidades indígenas. Así está ocurriendo en el río Xingú, en Brasil, con la enorme represa de Belo Monte, al parecer la tercera mayor del mundo tras Itaipú y las Tres Gargantas, más de 11 mil megavatios (MW) de potencia. Aunque más chico, es famoso el caso de la represa Urrá, sobre el río Sinú, en la región atlántica de Colombia, que constituyó una catástrofe ambiental así como un desastre para la población local. Afectó la existencia del pueblo indígena embera katío y de las comunidades de pescadores del área. Durante esta lucha desigual, hubo muertes, amenazas y exilios. La zona ha estado controlada por grupos paramilitares. La central Urrá es de 340 MW solamente. Formó un gran lago, desplazando a los embera katío. Además, la presencia de Urrá impide que el río Sinú lleve agua hacia la costa y las tierras de cultivo aguas abajo se salinizan. Eso fue aprovechado por industrias camaroneras para expulsar a agricultores, con ayuda de paramilitares. Se planeó una segunda represa, pero no se llevó a cabo, aunque fueron asesinados uno tras otro los líderes Alonso Domicó, en 1998, Alejandro y Lucindo Domicó, en 1999, y Kimy Pernía Domicó en 2001.
Un grupo de la Universidad de Wageningen, con el profesor Rutgerd Boelens, investiga en cooperación con activistas locales sobre tales injusticias hídricas en territorios de América Latina y de otros continentes. Anuncia sus cursos y trabajos en español en justiciahidrica.org/ y ha publicado el excelente libro Justicia hídrica: acumulación, conflicto y acción social (Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2011). En la introducción, los editores afirman que el agua corre en dirección al poder. Donde el poder se acumula, allá llega el agua que se robó de otros sitios. Muchas veces se acumula en manos de unos cuantos usuarios dominantes en sectores favorecidos. La distribución injusta del agua se manifiesta no sólo en términos de pobreza, sino que también constituye una grave amenaza para la seguridad alimentaria y la sostenibilidad ambiental.
En un contexto general, que incluya lo urbano y lo rural, lo local, lo nacional y lo internacional, debemos ver la justicia hídrica como parte del gran movimiento global de justicia ambiental que lucha contra las asimetrías en el uso de recursos naturales y en las cargas de la contaminación.
Así como hay un movimiento de justicia climática, hay un incipiente movimiento internacional de justicia hídrica que nace y se sustenta de la resistencia contra tantas injusticias locales.
Fuente: La Jornada