Por Robert Fisk
¿Pueden los islamitas gobernar un país? Egipto fue la primera prueba verdadera, y este lunes el ejército lanzó un desafío. Decir a un presidente electo democráticamente –en especial a uno que proviene de la Hermandad Musulmana– que tiene 48 horas para preparar y lograr un acuerdo con sus opositores significa que el presidente Mohamed Morsi ya no es el hombre que era.
El ejército sostiene que los islamitas fallaron. Deben resolver sus problemas con la oposición, o los generales se verán obligados a emitir un mapa de ruta para el futuro, frase desafortunada cuando se recuerda ese otro gran mapa de ruta operado por Tony Blair para el futuro de Medio Oriente.
Las multitudes en la plaza Tahrir rugieron de aprobación. Cómo no iban a hacerlo, si el ejército calificó de gloriosas sus protestas. Pero bien harían en pensar a fondo lo que eso significa. Argelinos seculares apoyaron a su ejército en 1992, cuando canceló la segunda ronda de elecciones, en la que habría salido ganador el Frente Islámico de Salvación. La seguridad nacional del Estado estaba en peligro, adujeron los generales argelinos: las mismas palabras empleadas este lunes por los militares egipcios. Y lo que vino después en Argelia fue una guerra civil, en la que perecieron 250 mil personas.
¿Y qué será exactamente el mapa de ruta del ejército egipcio, si Morsi no logra en su última oportunidad resolver sus problemas con la oposición? ¿Se tratará de convocar a una elección presidencial más? No es probable. Ningún general va a deponer a un presidente para acabar confrontando a otro.
Un gobierno militar sería más parecido a la tonta junta que asumió el control después de Mubarak. Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, se hacía llamar –nótese la palabra supremo–, y fracasó con insignificantes llamados al orden y arrogantes afirmaciones de que hablaba en nombre del pueblo, hasta que Morsi la recortó pasando a retiro a sus dos generales de mayor rango, apenas el año anterior. Qué tiempos aquellos.
La última vez que el ejército egipcio arrebató el poder a un hombre que había humillado a su país y a su pueblo –el rey Farouk–, un joven coronel llamado Nasser tomó el mando, y todos sabemos lo que ocurrió. Pero ¿debe ser ésta en verdad una batalla entre islamitas y soldados, aun si Estados Unidos acabará –no lo duden– poniendo su peso detrás de los guardianes uniformados de la nación? El viejo argumento en favor de elecciones libres era simple: si permitimos a los islamitas ganar en las urnas, veamos si pueden gobernar un país. Ese fue siempre el lema de quienes se oponían a las dictaduras respaldadas por Occidente y por las élites militares del mundo árabe.
El argumento no era tanto mezquita-contra-Estado, sino islamismo-contra-realidad. Lástima, el gobierno egipcio ha consumido su tiempo imponiendo una constitución al estilo de la Hermandad, permitió a los ministros lanzar sus propias minirrevoluciones y promovió leyes que suprimirían los grupos pro derechos humanos y las ONG. Además, la victoria de 51 por ciento de Morsi en las urnas no fue suficiente, en el caos reinante, para hacerlo presidente de todos los egipcios.
La demanda de pan, libertad, justicia y dignidad de la revolución de 2011 ha quedado sin respuesta. ¿Puede el ejército satisfacer esos reclamos mejor que Morsi, sólo por calificar de gloriosas las protestas? Los políticos son rufianes, pero los generales pueden ser asesinos.
© The Independent/ Traducción: Jorge Anaya