Hermann Bellinghausen
Los historiadores no se han puesto de acuerdo en cuándo fue que el destino del planeta pasó a manos de la humanidad y esta comenzó a darle en toda su madre meticulosa y mundial, globalmente decimos ahora. La interacción del mundo (suelos, mares, seres vivos) y los hombres ya era milenaria, y siempre intensa, útil para ambos, y al menos la Tierra no tenía por qué temer a los humanos, incapaces de destruirla. Como miles de otras especies, aquí nacían, cazaban, recolectaban, algo hacían y morían (y lentamente evolucionaban, como entendió Darwin apenas antier).
Por simple que suene, el debate clave que hoy tensa las relaciones humanas en su nivel más básico (ni religión, ni prejuicio étnico, ni diferencias partidarias) es entre dos racionalidades (las dos se reivindican racionales) que se volvieron irreconciliables. Por un lado están los que lograron poseer al mundo presente y sacarle provecho sin límite; la destrucción nunca es problema: la mano no les tiembla. Por el otro están las razones de quienes defienden la convivencia con la Tierra, y que a pesar de las poderosas herramientas para la transformación que ha desarrollado la humanidad, no renuncian a la duración del mundo en su conjunto, haciendo que lo local sea lo más universal ante la uniformidad global.
La racionalidad primera, patrimonio exclusivo del capitalismo, y de hecho su inventora, también infectó al socialismo aplicado en Europa del Este, el Asia soviética y China con desastres ambientales y demográficos que lograron competir con las destrucciones de la explotación capitalista, dejando páramos y hambrunas a su paso. El fin, el destino, la tarea del capitalismo, es extraer toda la riqueza que haya para… ser ricos. El progreso sirve para eso, primordial e inhumanamente. Tal es la ecuación redonda que tiene su símbolo supremo en el oro, esa estupidez.
A contrapelo de tal racionalidad, que adquirió ya el perfil de una dictadura planetaria (el dichoso uno por ciento), hay otra (tildada de tradicionalista, atávica, folclórica, retrógrada) que insiste, por las mejores razones, en detener la suicida apropiación/explotación/contaminación/perturbación molecular emprendida por los que sólo saben de vender y comprar, y tarde o temprano acaban por robar y matar. Las evidencias de que el planeta ya no aguantará mucho más son abrumadoras, pero ellos las ignoran y pagan por desaparecerlas, trivializarlas, desprestigiarlas, criminalizarlas. Monsanto, Chevron, Minera San Xavier, y un etcétera que da pánico, se dedican a negar lo evidente para seguir lucrando.
Es comprensible el sentido de urgencia de los hombres, y marcadamente las mujeres, que insisten en relacionarse con el mundo (la naturaleza, los otros, la atmósfera) en condición de iguales, no como monarcas sin freno. El globo se calienta, los océanos se enchapopotan y enmierdan, las selvas se ahogan en petróleo o se vuelven maleza, los desiertos y las montañas sirven de teatro para guerras y minería expansiva, el hambre progresa más que la gente, que sólo aumenta, y las ciudades-basura son su horizonte, mientras las plantitas, los animalitos y los mismos cerros se van esfumando.
Los laboratorios de la racionalidad primera capturan las creaturas que les laten como muy productivas y las cultivan en cautiverio para darles la dimensión industrial donde la ganancia se pone buena. De paso, imponen a la naturaleza un futuro artificial, menos predecible y controlable de lo que creen. Porque esa gente es fundamentalista, cree tener una visión: enriquecerse.
Hay la angustia de que la razón de la Tierra no frene a tiempo la razón de la ganancia. Una porción mayoritaria de la población mundial no parece reaccionar, sigue los flujos determinados por el capitalismo global, capturada en las represas existenciales del consumo, el desempleo, la humillación, la manipulación, la miseria. Parias, esclavos o criminales. Y qué es un criminal pobre sino uno que quiere ser rico, tener. La confusión es la reina del consumo, y la mentira la clave de la publicidad masiva. Lo saben bien los poderosos. Todo es negocio: la pobreza, los desastres, las guerras, el hambre, la delincuencia.
La racionalidad de la Tierra pugna en no perder la posesión colectiva de las tierras, el agua, el espacio físico y espiritual donde las colectividades habitan y producen para sí y para los demás. Los campesinos, quienes se encuentran en la médula de esta racionalidad, aunque usted no lo crea son todavía quienes alimentan a la humanidad, y no Bimbo, Sabritas, Coca-Cola, ni todas las Cargill y United Fruit del mundo. Vamos, ni siquiera su hipócrita economía verde.
Esta contraposición ha devenido carrera contra reloj. La primera racionalidad domina los jueces, la cancha y la narración de los hechos.
La razón de la Tierra en cambio es fragmentaria, habla lenguas raras y tiene ideas medio exóticas de felicidad, bienestar y convivencia. Así de simple todo. Así de complicado.
Fuente: www.Jornada.Unam.mx