Alba Alserawan/ Aish
La transición egipcia vive momentos clave. Y la división de la sociedad se acentúa con cada paso que da el Gobierno. En las últimas dos semanas los egipcios han dicho sí a una Constitución que ha conseguido partir a Egipto en dos, en vez de provocar el consenso requerido y esperado ante un texto que supone la columna vertebral de la legislación.
Según datos no oficiales de los Hermanos Musulmanes, algo más de la mitad, el 56,5% de los votantes han respaldado la Constitución en las 10 provincias que votaron el 15 de diciembre, en las que se encuentran los principales núcleos de población y el grueso de la oposición. Mientras, en las otras 17 provincias, que se pronunciaron el pasado sábado, la aprobación del texto alcanzó el 70%. El partido político de los Hermanos Musulmanes, Libertad y Justicia, calificó la votación de «éxito», a pesar de que, según sus datos, la participación no superó el 30%. A la espera de los resultados de la Comisión Electoral — que estudia las denuncias de fraude — la oposición anunció que recurrirá, ya que, afirma, el proceso no fue limpio; por su parte, el partido del presidente pidió diálogo para afrontar el futuro.
Aunque a trompicones, Mursi va superando todos los obstáculos que se le ponen por delante y que no han sido pocos. La oposición —que lleva meses demandando un nuevo texto redactado por una nueva Asamblea no dominada por los islamistas— denunció irregularidades en las votaciones y el líder de la coalición opositora Frente de Salvación Nacional, Muhammad al-Baradei, llamó a tomar las calles en defensa de las libertades y como protesta ante el «fraude en la votación». Además, una coalición de grupos de derechos humanos, entre los que se encuentra el Instituto por los Derechos Humanos de El Cairo, también aseguró que hubo anomalías y pidió la repetición de las votaciones.
Entre las irregularidades, citan la falta de supervisión judicial, el cierre de algunos colegios electorales antes de tiempo, votos sin sellar y la difusión de propaganda en la que se acusaba de infiel al que votara no. Además, la calle vivió graves episodios de violencia protagonizados por partidarios y detractores del presidente, con la aparición de lo que la oposición llama «las milicias» de los Hermanos Musulmanes y del partido salafista An-Nur que, entre otras cosas, desalojaron a la fuerza a los que protestaban frente a la oficina de Mursi. Las protestas y los enfrentamientos se repitieron durante semanas y, aunque las votaciones transcurrieron en relativa calma, la reconciliación entre liberales e islamistas, entre los del sí y los del no, entre la amalgama opositora y los defensores de Mursi, no parece cercana.
Los islamistas aseguran que hay sectores de la oposición que desean más el poder que la democracia y los acusan de bloquear el proceso que llevará el país a la normalidad. La oposición, entre la que se encuentran partidos políticos de izquierdas, minorías y grupos civiles y juveniles de todo tipo, llevan meses batallando por lo que consideran un fraude a la revolución, a sus libertades y a sus derechos. Una decena de personas ha muerto y fueron especialmente significativas las protestas frente al palacio presidencial, uno de los nuevos centros de protesta.
Partidarios y opositores se concentran frente a él, bien para mostrar su apoyo bien para protestar ante el responsable de dirigir la transición; la plaza Tahrir concentra un simbolismo que tratan de evitar: lugar de unidad entre islamistas y las juventudes liberales para derrocar al dictador, y emblema del poder del pueblo frente al poder absoluto, es un espacio para esquivar por los religiosos. Los que allí se concentraban frente a Mubarak son los que ahora representan la profunda fractura social que no ha dejado de crecer desde que se derribó al enemigo común.
Durante las manifestaciones, según el New York Times, varios opositores y ciudadanos fueron detenidos por islamistas partidarios del presidente, golpeados en plena calle, atados a la verja del palacio durante horas y obligados a confesar que habían aceptado dinero a cambio de llevar la violencia y el caos a las calles.
Por su parte, tras el paso atrás de Mursi —que derogó el polémico decreto que le concedía poderes por encima de la ley— la judicatura ha vivido el referéndum dividida entre aquellos que se han negado a supervisar las votaciones y han llamado al boicot de la consulta, como el Consejo Estatal de Jueces, el Movimiento Independiente de la Judicatura o el Club de Jueces –cuyo presidente fue asaltado a la salida del trabajo–, y aquellos que han colaborado con el Gobierno. Ante las dudas de que la votación se desarrollase con garantías, el vicepresidente Mahmud Meki aseguró que había suficientes magistrados para supervisar el proceso; a pesar de esas declaraciones, el pasado sábado, en plena votación, renunció a su cargo alegando que se había dado cuenta de que «la naturaleza de la profesión política contradice» su «naturaleza como juez».
Es la dimisión de mayor calado desde que Mursi accedió al poder, sin embargo, la que más polémica ha levantado ha sido la exigida al fiscal general del Estado. Su nombramiento, a dedo por el presidente, provocó el rechazo y la protesta de la magistratura, por lo que Talat Abdulá ofreció su dimisión días después. Pero el fiscal general ha dado marcha atrás y ha alegado que dimitió «bajo presión». Miles de fiscales se han manifestado frente a su oficina por el último viraje en sus decisiones y aseguran que no pararán hasta que renuncie a su cargo.
Por otro lado, para mantener el orden en las votaciones, el presidente aprobó días antes de la consulta una ley que otorga poderes a las Fuerzas Armadas para arrestar a los ciudadanos y cooperar con la policía; algo que Amnistía Internacional y Human Rights Watch criticaron por ser «una peligrosa fisura que puede conducir al juicio militar de civiles». Los militares, que hasta entonces se habían mantenido al margen, se pronunciaron el pasado día 8, en el momento álgido de los enfrentamientos, para advertir que «el diálogo es el mejor modo y la única manera de llegar al consenso en interés de la nación y de sus ciudadanos». Lo contrario, aseguró su portavoz, «nos introduciría en un túnel oscuro con consecuencias desastrosas que no permitiremos».
A pesar de la unión de gran parte de la oposición en el Frente Nacional de Salvación y la campaña que llevó a cabo por el no, los resultados sonríen de nuevo a Muhammad Mursi. La baja participación (solo el 30% de los egipcios con derecho a voto acudieron a las urnas) y el escaso margen de victoria (el 64% de los votantes se inclinó por el sí, siempre según datos de los Hermanos Musulmanes) levantan dudas y muchos expertos hablan de que la «legitimidad legal» no implica una «legitimidad popular».
De momento, la oposición sigue rechazando el diálogo y tachando de ilegal a la Asamblea que ha elaborado el texto. Ante la oferta de debate por parte de miembros de la Asamblea Constituyente, el exsecretario de la Liga Árabe y miembro del Frente Nacional de Salvación, Amr Musa, se mostró convencido de que llegaba tarde y se preguntó, por qué les pedían debatir una vez que la primera ronda del referéndum había pasado.
El texto aprobado avanza en materia de derechos humanos, según Human Rights Watch, que, sin embargo, alerta de que mientras «protege algunos derechos, socava otros». Señala artículos controvertidos como aquellos que limitan la libertad de expresión, acotada por la prohibición expresa de no insultar a Mahoma, o la de culto, contemplada solo en el caso de las tres religiones abrahámicas. Además, la organización critica la ambigüedad de varios artículos, que dejan la puerta abierta a los juicios militares de civiles, y pide que los derechos de las mujeres no queden supeditados a ninguna condición. Algunos colectivos de mujeres se han manifestado en contra de la Constitución y llama especialmente la atención sobre el trato que reciben en ocasiones, como la que se refleja en la foto publicada por el diario Daily News Egypt en la que un hombre le tapa literalmente la boca a una activista.
Así las cosas, los ciudadanos se ven obligados a posicionarse a un lado o al otro en el polarizado Egipto, a pesar de que muchos están más preocupados por su vida diaria que por un proceso que se les escapa. «Yo realmente no sé lo que está pasando», aseguraba la dueña de una pequeña tienda de alimentación al diario Al-Ahram, «pero parece que los precios subirán muy pronto». La llegada de Mursi de momento no se ha traducido ni en la conquista de libertades ni tampoco en la mejora de la calidad de vida.
De la capacidad de Mursi para gestionar esta crisis, pero también de los militares, de la judicatura, de los Hermanos Musulmanes y del Frente de Salvación Nacional, dependerá el futuro del país. Unos y otros hablan de democracia pero la base de esta, el diálogo y la voz del pueblo, siguen ausentes en el proceso. Si los Hermanos Musulmanes pretenden llevar las riendas del país sin contar con el sector liberal y las minorías, están condenando a Egipto a la inestabilidad, al caos y al enfrentamiento durante mucho más tiempo. Entonces, los dos años que ya han pasado desde que derrocaron a Mubarak no han sido más que un bostezo.