Por Soledad Loaeza
El próximo domingo 7 de julio será una jornada electoral muy activa. En 13 estados toca renovación de Congreso local y ayuntamientos (Aguascalientes, Chihuahua, Coahuila, Durango, Hidalgo, Oaxaca, Puebla, Quintana Roo, Sinaloa, Tamaulipas, Tlaxcala, Veracruz y Zacatecas), en Baja California también elegirán a un nuevo gobernador, y en Sonora habrá una elección extraordinaria para cubrir una plaza vacante. El Congreso veracruzano, el más nutrido, verá llegar a 50 nuevos legisladores, justo el doble del número de representantes quintanarroenses, que son los menos en la lista de elegidos. Oaxaca renueva sus 570 ayuntamientos, 417 de ellos por el sistema consuetudinario. Estamos hablando de un total de 441 nuevos legisladores, tanto de mayoría relativa como de representación proporcional.
A estas alturas del cambio político, toda esta actividad electoral debería ser relativamente rutinaria. Una de las características del sistema político mexicano es la continuidad de los procesos electorales, que no se interrumpió ni en tiempos de guerra ni durante el régimen autoritario. Así que la práctica electoral no nos es ajena. Menos aún después del desmantelamiento de la hegemonía del PRI
Hemos vivido más de un cuarto de siglo de reformismo electoral, hemos visto pasar tres leyes generales distintas en la materia, la construcción de un gigantesco aparato administrativo encabezado por el sacrosanto IFE, y reproducido en institutos electorales locales, la formación de un número creciente de expertos en elecciones, que las administran o las estudian. No obstante, después de casi tres décadas en las que la discusión pública cae una y otra vez en el tema electoral, y de que una buena proporción de nuestros legisladores se han especializado en estos asuntos, para no mencionar los cientos de horas de televisión y de radio dedicados a discutir propuestas, enmiendas, modificaciones en busca de la reforma electoral definitiva, en ocasiones parece que a paso de cangrejo, nos encaminamos hacia atrás.
Después de todos estos esfuerzos y gastos, se ve muy menor el cambio en nuestras actitudes frente a la competencia electoral y al voto. Todavía sospechamos de las urnas, de los que cuentan los votos, de los políticos en campaña, de la honestidad de los votantes, pero de todo esto, lo peor es la reaparición de la violencia. Hay días en que la información de la prensa me hace pensar que estamos de regreso en los años 40, cuando salir a votar era un acto de valentía o un ejemplo del triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Por ejemplo, día tras día se denuncian agresiones contra candidatos. El presidente del PAN, Gustavo Madero, ha hablado de un clima de inseguridad, propiciado por el PRI, cuyo objetivo es amedrentar a los votantes, para que se queden en su casa. Como es bien sabido, el abstencionismo es terreno fértil a la defraudación del voto. No obstante, una cosa es asustar, y otra muy diferente, asesinar. En el río revuelto de la seguridad pública en México, muchas son las muertes criminales que quedan impunes. Automáticamente se atribuyen al narco; pero también hemos visto que esta acusación ha sido utilizada para ocultar crímenes de otra índole.
La violencia –que creíamos desterrada de nuestras elecciones– parece estar de vuelta. La gravedad de esta recaída no puede pasar inadvertida. Varios candidatos han sido amenazados, cuando no secuestrados –como ocurrió con el veracruzano Carlos Alberto Valenzuela– y, en el peor de los casos, asesinados. En las dos últimas semanas murieron de esa manera Jaime Orozco Madrigal, de Chihuahua; Virgilio Camacho Cepeda, de Michoacán, y Ricardo Reyes Zamudio, de Durango. Su muerte pone en evidencia el carácter epidérmico de nuestra cultura electoral, la superficialidad de las reglas de civilidad que norman la competencia por el poder. Si así fuera, si efectivamente miramos estos crímenes con indiferencia, entonces tendremos que aceptar que 25 años de historia electoral no han sido más que una mascarada. (Espero que la coincidencia del aniversario de la elección de Manuel Ávila Camacho, el 7 de julio de 1940, la más sangrienta de la historia contemporánea, con los comicios del próximo domingo, sea eso, una coincidencia.)
Fuente: La Jornada