Por Javier Sicilia
La condición humana es un concepto largo, profundo, casi insondable. Abarca la totalidad de la experiencia del ser humano. Sobre ella gira toda la literatura y se han escrito obras inmensas que llevan su nombre: el estudio de Hannah Arendt sobre el estado de la humanidad en el mundo contemporáneo, y la novela de André Malraux cuya acción se desarrolla durante la guerra civil china. En ella cabe todo lo que el ser humano es. Por eso los Estados, desde los más democráticos hasta los más totalitarios, buscan, en su afán de normar la existencia civil, controlarla, someterla, domarla en función de los intereses ideológicos del poder.
Giorgio Agamben, de quien ya me he ocupado en estas páginas, encontró en Auschwitz la expresión más extrema del intento del Estado por domar la condición humana. Contra lo que ha sido la creencia común –Auschwitz como una organización técnica al servicio de la muerte–, Agamben descubre en la existencia del “musulmán” la verdadera función de Auschwitz. El “musulmán” (quizá el epíteto provenga de la asociación que el Occidente hace de la tradición islámica con el fatalismo) era un hombre que a fuerza de ser sometido a controles inhumanos perdía la voluntad de la sobrevivencia para convertirse en un esclavo perfecto, en un ser humano vacío de dignidad.
Todo Estado, dice Agamben, busca de una u otra forma generar ese tipo de seres. Es la razón de su existencia: domar y excluir. En medio de las regulaciones de la vida civil, los Estados producen cada vez más franjas de “musulmanes” –indocumentados, migrantes, miserables sin derechos– devoradas por la miseria y el miedo.
Desde hace dos sexenios, el Estado mexicano ha ido gestando una nueva manera de producirlos: el crimen organizado. Lo que en Auschwitz y los Estados totalitarios se producía mediante un sistema burocrático de Estado, en México se produce por un aparato que dice estar al margen de él. A fuerza de inseguridad, de violencia incontrolable, de desapariciones, de asesinatos masivos o selectivos, de extorsiones e impunidad, el Estado mexicano ha buscado producir ciudadanos indiferentes, seres prescindibles que están allí al servicio de cualquier tipo de empresa. A pesar de la lucha de las víctimas que en 2011 encontraron de nuevo su dignidad y redescubrieron la sobrevivencia, el Estado, a fuerza de ocultarlas y de diferir la justicia y la seguridad que reclaman, intenta volver a convertirlas en las franjas humanas que, como antes de 2011, deambulaban por los pasillos de las instituciones judiciales como perros.
En este sentido habría que entender la frase que Enrique Peña Nieto pronunció el 26 de junio con motivo de la instalación del Consejo del Sistema de Transparencia que pone en marcha la ley anticorrupción: “Lo que estamos haciendo es domar auténticamente la condición humana, llevarla por nuevos caminos, parámetros, límites y controles”.
Reduciendo la condición humana a la corrupción de la que las instituciones del Estado son parte fundamental, el presidente, y con él las partidocracias, develaron lo que no han dejado de hacer desde hace tiempo: domesticar la totalidad de la experiencia humana. A la domesticación de los ciudadanos mediante la violencia, la impunidad y el miedo, a la domesticación del territorio mediante las reformas estructurales, ahora han agregado la domesticación de los organismos autónomos al servicio de los derechos y las libertades, como la CNDH y sus homólogos estatales, o como las universidades públicas. Bajo el pretexto de hacer más transparente la rendición de cuentas de esos organismos independientes, las partidocracias, a través de los poderes del Estado, buscan controlar la vida de los mexicanos para hacer más opaca la sistemática violación de los derechos humanos y menos libres el pensamiento y el saber.
Recientemente, el Congreso de Morelos, en aplicación de esa ley de transparencia, aprobó al vapor un dictamen de reforma a la Constitución del estado por el que se pretendía destruir el autogobierno y la administración de los recursos financieros de la UAEM a través de la intervención de un contralor externo designado por la Cámara de representantes. Pasando por encima de las altas calificaciones que la UAEM tiene en materia de rendición de cuentas, y contraviniendo el principio democrático que debe regir el quehacer legislativo, esas reformas se hicieron con el fin de domarla en la libertad de su enseñanza y de su quehacer social y político para someterla a los intereses y corrupciones de las partidocracias.
Afortunadamente el rector Alejandro Vera y el Consejo Universitario se dieron cuenta y, demostrando jurídicamente el despropósito, tomaron el Congreso del estado y lograron que por unanimidad se preservara la autonomía de la universidad sacándola del dictamen.
Fue un pequeño triunfo de la democracia y de la razón. Pero la domesticación seguirá. Desde hace tiempo, el Estado mexicano está ensayando una nueva forma de dictadura, una nueva forma de administrar y domesticar a la ciudadanía para que, sometida bovinamente al poder, sirva como un “musulmán” a los intereses del dinero y del crimen.
Día con día se hace más apremiante refundar la nación y devolverle, en un nuevo pacto social, la dignidad de lo humano.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente: Proceso