Doha, el ‘Mad Max’ climático

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Por Florent Marcellesi

El mundo camina hacia un escenario climático marcado por una serie de cambios catastróficos, con olas de calor extremas, caída del stock alimentario y subida del nivel del mar que amenaza centenares de millones de personas. No lo digo yo, ni ningún grupo ecologista. Ni tampoco sale del último guión de la próxima entrega de Mad Max. Esta aseveración poco alentadora la ha realizado ni más ni menos que el propio Banco Mundial. Apenas una semana antes, la habían adelantado también la Agencia Internacional de la Energía y la NASA que, por su parte, indicaba que era probable que el calentamiento global se produjera de acuerdo con las previsiones más pesimistas. Algunos días después, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo se sumaba al coro del inminente peligro: “la transición hacia una economía verde es demasiado lenta. Las posibilidades de alcanzar los objetivos disminuyen cada año”.

Esta efervescencia de informes sobre el cambio climático no es casual: preceden, como es habitual y casi protocolario, la nueva cumbre internacional de lucha contra el cambio climático, llamada COP18 y que tiene lugar en Doha, capital de Catar, del 26 de noviembre al 7 de diciembre. Tampoco es casual que la voz de alarma sea cada vez más dura: la realidad supera la ficción. Los expertos internacionales son categóricos: la temperatura global no debe aumentar en más de 2ºC en comparación con niveles preindustriales so pena de exponerse a cambios totalmente impredecibles y extremos. Sin embargo, con los actuales compromisos de reducción de emisiones, la temperatura aumentará unos 4ºC a final de siglo…. o bien mucho antes, según el Banco Mundial, si la inercia política sigue la tónica actual. Hablando en plata, de aquí a 2080, puede significar que 600 millones de personas estén expuestas a situaciones de grave desnutrición, 1.800 millones habiten en zonas con escasez de agua y 330 millones tengan que desplazarse a causa de las inundaciones. Dicho esto, tampoco tenemos que esperar tantos años para ver las consecuencias del cambio climático: eventos extremos como Sandy, el huracán que dio un empujoncito electoral a Obama y hundió de nuevo a Haití en el caos —eso sí, lejos de los titulares mediáticos—, las malas cosechas de trigo en Ucrania, Rusia y Australia —uno de los factores detonantes de las crisis alimentarias (junto con el precio del petróleo, el mal reparto de la producción, la dependencia de esta a los mercados globalizados, la especulación, etc.)—, o los casi 40 millones de refugiados climáticos en el año 2010.

Si bien uno puede dudar, con razón, de la efectividad de las negociaciones climáticas internacionales, ¿qué ingredientes serían necesarios para que la COP18 fuera una herramienta de justicia y sostenibilidad para las generaciones presentes y futuras? Primero, sería fundamental conseguir una segunda fase del Protocolo de Kioto (que oficialmente termina el 31 de diciembre de este año) que por un lado integre a todos los países industrializados y a los países emergentes como Brasil, Rusia, India y China y por otro lado sea un acuerdo vinculante. Segundo, los países del Norte deberían acordar reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 40% en 2020 en comparación con 1990, y de forma integral en su territorio. Es decir, exactamente lo contrario de que lo acaba de hacer España que, para cumplir con Kioto, compró en octubre pasado 100 millones de toneladas de derecho de emisión de CO2 a Polonia; además de suponer un desembolso de 40 millones de euros, no implica ningún esfuerzo a nivel local para reducir su huella de carbono. Tercero, a nivel económico, supone definir las modalidades del “fondo verde” que permita financiar en el Sur las labores de mitigación y adaptación. Como lo recuerda Ecologistas en Acción, se debería transferir a los países del Sur 275.000 millones de dólares anuales frente a los 100.000 millones actuales, de forma adicional a otros compromisos anteriores y gestionados por órganos públicos dependientes por ejemplo de la Convención de Naciones Unidas, para saldar la deuda climática que el Norte tiene con el Sur y combatir convenientemente el cambio climático.

Sin embargo, ante estas peticiones básicas, la COP18 no anima al optimismo. Además del hecho de que la conferencia se realiza en el país con mayor huella de carbono por habitante de este mundo, Catar, algunos estados clave por su contribución al cambio climático, como Estados Unidos, Japón, Rusia, Nueva Zelanda o Canadá, ya han anunciado que no participarían en una segunda fase vinculante de Kioto, lo que dejaría el alcance del protocolo a apenas un 15% de las emisiones mundiales. En estas condiciones, es poco probable que los países emergentes se sumen a un acuerdo vinculante sin la presencia de los principales países emisores del Norte… Por su parte, España, si bien sigue oficialmente las recomendaciones de la Unión Europea de apoyar una reducción de emisiones hasta el 30% de cara al 2020 —frente al 20% actual—, no deja de ser un aliado muy poco convencido. El Secretario de Estado de Medio Ambiente Federico Ramos, el mismo que declaró hace poco que el gobierno del PP ni niega, ni afirma el cambio climático, llega con una agenda clara: ser “realista” y actuar “acorde a la situación que vivimos”. En otras palabras, ante la crisis económica, el cambio climático no es una prioridad.

Salvo sorpresa de última hora, Doha parece ya ser una reedición y profundización de las últimas cumbres sobre cambio climático desde Copenhague en 2009. Mientras por mi parte calificaba hace un año la COP17 en Durban de “síndrome maya” —debido a la ceguera de los jefes de Estado, más interesados en los intereses geopolíticos que en salvar la humanidad (véase mi artículo del 15 de diciembre del 2011 en Público), esta secuela da un paso más hacia los peores escenarios de ficción que simbolizaba Mad Max en los años 80: el derrumbe de las sociedades civilizadas por la incapacidad de sus dirigentes de ponerse de acuerdo a nivel internacional sobre el reparto de los escasos recursos naturales.

Desde luego, si no queremos que Doha sea el preludio de un nuevo Mad Max, no hay que esperar a que los poderes económicos y políticos salgan por arte de magia de su parálisis burocrática e inercia destructiva. Sin dejar de presionar en las cumbres internacionales y de crear alianzas con los países que defienden posiciones valientes (en unos casos, como las pequeños estados insulares, es simplemente una cuestión de supervivencia…), nos toca desde abajo y desde lo local seguir construyendo alternativas ecológicas, sociales y económicas hacia una sociedad baja en carbono. En este sentido, existen miles de iniciativas individuales, asociativas, públicas, privadas y académicas para combinar actividades con una baja huella de carbono y una mayor calidad de vida. Cada persona que cultiva su huerto urbano, cada cooperativa o grupo de consumo que se relaciona directamente con el campesino de su tierra, cada ayuntamiento que aplica medidas para bajar sus emisiones de un 40% en 2020 pase lo que pase en las conferencias internacionales, cada empresa que apuesta por las energías renovables descentralizadas, cada escuela que pone en marcha un comedor ecológico son islas hacia otros mundos posibles. Más que nunca, es necesario seguir tejiendo redes y alianzas, a nivel local y global, entre aquellas islas, a veces aisladas, para que poco a poco se conviertan en el archipiélago de la esperanza.

Así que no dejemos que “madmaxicen” el Planeta y nuestro futuro. Entre todas y todos, rodemos nuestra propia película donde su ficción, un mundo egoísta e insostenible, deje lugar a nuestra realidad, un mundo solidario y en armonía con la Tierra.

Fuente: http://florentmarcellesi.wordpress.com/2012/11/28/doha-el-mad-max-climatico/

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