Por Juan Carlos Ruiz Guadalajara*
Con una creciente participación ciudadana en países afectados por la depredación ambiental y social que provoca la megaminería por todo el mundo, este 22 de julio se realiza por quinta ocasión el Día Mundial contra la Megaminería Tóxica, jornada que en poco tiempo se ha consolidado como una acción global de resistencia al modelo extractivo impuesto por los corporativos mineros trasnacionales en connivencia con gobiernos neoliberales. En su origen, la idea de una acción global contra la megaminería tuvo como objetivos despertar la conciencia social ante el problema del nuevo extractivismo minero, exigir la prohibición de la técnica de tajo a cielo abierto para extracción de metales preciosos y denunciar la ilegalidad y violencia de la operación de la canadiense New Gold-Minera San Xavier en el cerro de San Pedro y su impacto sobre el valle de San Luis Potosí. Estas demandas fueron parte de las muchas reacciones locales ante las desastrosas consecuencias generadas por la fiebre del oro iniciada en la última década del siglo pasado en Estados Unidos, y encabezada posteriormente por Canadá y sus corporativos desde la Bolsa de Valores de Toronto.
El origen de esta fiebre del oro y las peculiaridades que la hacen diferente a las otras que registra la historia de la humanidad, se encuentra en una combinación de factores tecnológicos y financieros. De acuerdo con el historiador canadiense Studnicki-Gizbert, fue en Nevada, Estados Unidos, donde en la década de los setentas se descubrió un territorio de casi 100 kilómetros de largo por 10 de ancho con presencia de nubes subterráneas de partículas microscópicas de oro invisible. Para extraerlas, geólogos y metalurgos al servicio de Newmount Mining idearon la megaminería a cielo abierto: para compensar las cantidades microscópicas de oro presentes en la roca (menos de un gramo por tonelada de matriz rocosa), la nueva minería hubo de remover con explosivos enormes extensiones de territorio, cavar gigantescas fosas, crear montañas con billones de toneladas de material de desecho, y utilizar millones de metros cúbicos de agua mezclados con cianuro para desprender las partículas áureas. Con esta práctica, entre 1980-85 los Estados Unidos triplicaron su producción de oro y convirtieron el noreste de Nevada en zona de desastre.
El nuevo método, considerado la panacea de la minería moderna de metales preciosos, conllevó al menos tres efectos perversos. Primero: agotaba en lapsos increíblemente cortos las reservas de oro invisible presentes en grandes territorios a cambio de su destrucción definitiva y desertificación (la vida de un tajo oscila entre los cinco y los veinte años). Segundo: la posibilidad técnica de extraer el oro invisible hizo viable la explotación de antiguos sitios mineros cuyas vetas estaban agotadas y multiplicó, a ojos del capital financiero, las reservas mundiales al integrar a la lista de sitios explotables cientos de lugares del planeta que nunca habían tenido presencia de minería, pero que en el subsuelo cuentan con nubes de partículas de oro. Tercero: el rápido agotamiento de los yacimientos empujó a las mineras, con apoyo de capital financiero asentado en Canadá, a buscar el acceso a las nuevas reservas, desarrollando estrategias para negociar leyes afines al nuevo modelo extractivo en países que impusieron modelos neoliberales, principalmente en América Latina.
En las últimas tres décadas la industria minera, encabezada por las corporaciones canadienses, produjo mediante este devastador método más oro que todo el extraído por la humanidad desde la antigüedad, creando poderes fácticos trasnacionales que han arrasado tierras, comunidades y patrimonio ambiental e histórico en países emergentes que han sido colonizados por las grandes mineras y sus aliados políticos. El caso mexicano es vergonzoso: gobiernos de todo signo que desde el salinato han permitido la operación ilegal de mineras canadienses; entrega de la tercera parte del territorio a los intereses extractivistas; jueces corruptos que permiten la operación política de la justicia y la violación de las más elementales leyes por parte de las mineras; políticos entreguistas que operan en el Congreso a favor de los corporativos; científicos y académicos que legitiman la operación de proyectos depredadores; empresarios mexicanos que se alían con los corporativos para aprovechar las oportunidades de negocio; mexicanos que así como venden su voto al PRI, igual se venden a las mineras para agredir a quienes resisten el despojo; mexicanos indiferentes o apáticos ante la deuda ambiental que dejaremos en herencia a las futuras generaciones; etcétera.
Frente a este paisaje de devastación nacional, se mantienen por todo el territorio importantes resistencias ciudadanas que ahora mismo cuestionan el irracional modelo extractivo en su conjunto y convergen en una demanda común: la defensa, preservación y restauración del territorio y sus recursos ambientales. Para ello han diseñado una vanguardista propuesta ciudadana de nueva ley minera que prioriza la defensa de los derechos humanos y la recuperación de la soberanía, iniciativa que enfrentará a los poderes fácticos y sus operadores en ambas cámaras legislativas. De ahí la importancia de generar conciencia global y participación ciudadana ante este problema, objetivo del Día Mundial contra la Megaminería Tóxica, que en este año contará con manifestaciones en al menos 15 países, incluidos Canadá, España y Francia. En la ciudad de México, a convocatoria de Pro San Luis Ecológico, la manifestación informativa se realizará frente al Senado.
Comienza así una etapa crucial de esta larga lucha por liberar al país de la megaminería tóxica y recuperar con ello la tierra y el agua para la vida y el futuro.
* Juan Carlos Ruiz Guadalajara. Investigador de El Colegio de San Luis AC
Fuente: La Jornada