Por E. J. Rodríguez/ Jot Down
El ocaso de toda una gran ciudad en pleno corazón del imperio estadounidense. Un antiguo símbolo de su poderío industrial y del “sueño americano” donde hoy, sin embargo, se venden viviendas por el precio simbólico de un dólar, ya que nadie quiere habitar el inhóspito silencio de unos barrios abandonados que no tienen electricidad, ni agua, ni policía, ni escuelas. Porciones enteras de la ciudad han muerto. Otras están agonizando. Otras sobreviven, pero lo hacen rodeadas de un creciente marasmo de solares vacíos y calles abandonadas. Al igual que la calavera de Hamlet, el pulido esqueleto de Detroit nos mira con la sonrisa sardónica de los muertos, como queriendo decir “no os lo toméis a mal, amigos, ¡la economía de mercado es así!”
La prensa internacional lleva varios años recreándose en el asombro por lo sucedido en la ciudad más grande de Michigan y nosotros no podíamos ser menos, ya que el declive de Detroit es un fenómeno fascinante. Trágico, sin duda, pero fascinante. Primero por las imágenes que ha generado, especialmente en forma de “naturaleza muerta” arquitectónica. Han sido esas fotografías las que han atraído las miradas del mundo hacia una ciudad que llevaba décadas descomponiéndose en silencio. Hace un tiempo causó cierto impacto un reportaje de la revista Time en el que dos fotógrafos franceses —Yves Marchand y Romain Meffre, quienes además publicaron un libro llamado Ruins of Detroit— hacían un repaso a algunos rincones muy representativos de la decadencia de la ciudad. Podíamos ver estaciones de tren, aulas, consultorios de dentista, teatros, polígonos industriales, oficinas, bibliotecas… todos ellos lugares que ahora están vacíos, descascarillados por el tiempo y sumidos en un entrópico desorden. Un fantasmagórico espectáculo de objetos cotidianos a los que ya nadie va a dar uso, de pequeños pedazos de civilización que se han perdido y que nadie sabe cómo recuperar. Son escenas que se repiten una y otra vez a lo largo de una de las ciudades más grandes de los EE. UU. No estamos hablando de recovecos ignorados por hallarse en las inconvenientes e incómodas afueras, no, aunque a veces lo parezca porque aparecen rodeados de la nada. Algunos de los casos más espectaculares de grandes infraestructuras difuntas se encuentran en pleno centro de Detroit. Escenarios que podrían pertenecer a una película de ciencia-ficción apocalíptica, pero que son reales y yacen en plena espina dorsal de lo que una vez fue una de las metrópolis más importantes del mundo, la bandera de la infalible creación de riqueza del sistema. Ahora esa bandera sigue agitándose al viento, pero más bien como un trapo descuidado que se ha convertido en motivo de sonrojo para los profetas del “nada puede fallar”. Personalmente, me llamó mucho la atención la frase de un vecino de Detroit que recogía un artículo: “cuando nos mudamos aquí hace diez años, le dije a mi mujer que iba a volver a fumar. Todo era tan apocalíptico que sentí la necesidad de volver a los viejos hábitos”. Así es como una ciudad puede morir.
A mediados del siglo XX, la orgullosa Detroit era la cuarta mayor ciudad de los Estados Unidos de América, únicamente por detrás de los consabidos grandes colosos: New York, Los Angeles y Chicago. Hoy ha caído al puesto número 18 de la lista, por debajo de municipios de los que ustedes probablemente habrán escuchado hablar bastante menos, caso de Columbus, Jacksonville, Charlotte o Fort Worth. Y anda en camino de terminar cayendo incluso un puesto más, ya que su población podría ser superada en poco tiempo por la ciudad tejana de El Paso. Detroit es, junto a la problemática Baltimore, la única gran ciudad de los Estados Unidos que pierde población de manera sostenida. Y la situación no tiene visos de cambiar a corto plazo, pese a los desmentidos a la desesperada del actual alcalde Dave Bing, quien se empeña en que “los números deben de ser incorrectos”. Voluntariosa pero inútil autodefensa muy propia de un político que no afronta la realidad de la sociedad que administra. Porque el censo oficial muestra una aplastante tendencia histórica: en 1950, el municipio contaba con 1 900 000 habitantes. Cuatro décadas más tarde, en 1990, había perdido casi la mitad y se había visto reducida a 1 000 000. Pero la cosa no se detuvo ahí; el éxodo se aceleró con el cambio de siglo y en los últimos censos oficiales se contabilizan unos 700.000 habitantes. Es decir: lo que antaño fue la cuarta pata de la gran mesa estadounidense ha perdido más de un millón de habitantes en medio siglo. Peor aún: desde el año 2000 se han marchado más de 200 000 personas del casco urbano. Es decir, la ciudad ha perdido un sobrecogedor 25% de su población… ¡en diez años! Se estima que quedan en Detroit unas 270 000 viviendas en pie, a repartir entre 160 000 familias. Y eso que muchas han sido demolidas o han desaparecido pasto de las llamas.
Aquella prosperidad se transformó en lujuria arquitectónica. Se construyó. Y se siguió construyendo. La ciudad se vistió de lujo, con obras ambiciosas y un gusto adquirido por refinamientos culturales de los que incluso su población obrera podía sentirse orgullosa. Hacia 1950 se alcanzó el pico de población. Detroit llegó a conseguir que su nombre resonase más allá de las fronteras estadounidenses y no únicamente por ser la cuna y laboratorio del nativo más célebre de Michigan, Henry Ford, uno de los padres de la industria moderna, si acaso no “el” padre. La ciudad consiguió proyectar al exterior una personalidad propia, una cultura distintiva. Por ejemplo, durante los años 60 Detroit alcanzó celebridad universal gracias a la discográfica Motown, que fue para Detroit lo que los Beatles fueron para Liverpool o lo que Nirvana fue para Seattle. Hitos de la cultura popular que ponían una ciudad industrial en el mapamundi.
Por entonces, sin embargo, la ciudad ya había empezado a manifestar los síntomas de diversas enfermedades. En el barco de Detroit nunca se consiguió que todos remasen al unísono y la ciudad fue uno de los principales ejemplos de un fenómeno inconveniente: la segregación racial espontánea. Los blancos vivían en sus barrios y los negros en los suyos, generalmente en zonas más pobres. No se mezclaban. Cuando un negro progresaba gracias a su trabajo o a su talento y se mudaba a un barrio mejor, los blancos se sentían incómodos. Esto produjo un fenómeno que no fue exclusivo de Detroit, pero que sí fue particularmente marcado allí: el white flight, la salida de población blanca de clase media hacia los suburbios, más acomodados y más acogedores. Los negros permanecían en el centro, en el municipio de Detroit propiamente dicho, hasta que se convirtió en la ciudad con mayoría de población negra más grande del país. Mientras los municipios circundantes del área urbana estaban cada vez más poblados, la propia Detroit comenzaba a contar su población a la baja. Otro efecto directo del white flight fue la fuga de capitales: a medida que se marchaba la población blanca —que casi invariablemente disponía de mayores ingresos— la renta per capita en Detroit comenzaba a decaer. Había que unir a todo esto el progresivo descenso en la actividad industrial motivado por la incipiente deslocalización de las grandes empresas, la cual produjo un aumento del desempleo que afectó principalmente a la población negra del centro.
Woodward Avenue, ayer rebosante de vida, hoy un espectáculo de vacío y desolación en pleno centro de la ciudad. (Daily Mail)
Se produjo una fractura social no solamente entre blancos y negros, sino incluso entre los propios afroamericanos: mientras una parte pudo aspirar a convertirse en clase media como en ningún otro lugar de los EE. UU. —con buenos trabajos, viviendas agradables en barrios tranquilos y optimistas aspiraciones de cara a futuro—, otros se veían presas del paro y la marginalidad. La delincuencia empezó a incrementarse, principalmente como consecuencia de la implantación de redes de tráfico de drogas. Guerras callejeras entre mafias negras y blancas para controlar el narcotráfico provocaron un incremento de la violencia. Detroit llegó a ser la capital nacional del asesinato, además de aparecer frecuentemente en las noticias a causa de disturbios diversos de carácter racial.
Durante los 70, pese a los crecientes problemas, la ciudad continuaba construyendo grandes edificios e infraestructuras. Puede que el declive social se fuese agravando, pero no hay quien se fije menos en la auténtica realidad de los números que aquellos que se pasan el día especulando con esos números (y la presente crisis nos ha dado buena muestra de ello). Detroit continuaba brillando de puertas afuera, así que había que seguir adelante con la función: se supone que la ambición siempre tiene premio y se erigieron hitos arquitectónicos espectaculares como el Renaissance Center, hoy un detalle característico del skyline de la ciudad. En el trasfondo, sin embargo, el desempleo, la pobreza y la violencia continuaban agravándose. Las empresas seguían marchándose para obtener mayores beneficios en lugares en los que hubiese mano de obra más barata y con menos aspiraciones laborales. La concesión de licencias para nuevas factorías estaba bajo mínimos. Incluso Motown, estandarte económico de la ciudad junto a los tres grandes del automóvil, optó por mudarse a Los Angeles. El barco de Detroit seguía flotando a duras penas, pero quienes habían visto agrandarse las vías de agua y tenían posibilidades para marcharse —como las corporaciones— no lo dudaron un instante. En general, casi todos los grandes núcleos industriales y manufactureros del nordeste estadounidense empezaron a sufrir las consecuencias de la deslocalización: es el hoy llamado “cinturón del óxido”, la antigua constelación de centros productivos que se vieron repentinamente condenados a la inactividad cuando las grandes empresas descubrieron que podían ganar más dinero en otros lugares. Pero en ninguna otra parte tuvo este proceso consecuencias tan demoledoras como en Michigan, y muy especialmente en Detroit.
Pese a todo, casi de manera paradójica, el renombre internacional de lo que aquí llamaríamos “la marca Detroit” no decayó en los años 80. Aunque ya se estaban cerrando infraestructuras y la tasa de desempleo estaba oficialmente situada en un 12% —bastante por encima de la media nacional—, la proyección mundial de la NBA le confirió un último motivo de orgullo a la ciudad. Los Detroit Pistons, gracias a una generación de jugadores conocida como los Bad Boys, se hicieron célebres justo en el momento en que el baloncesto profesional estadounidense fue transformado en un producto de consumo mundial, como McDonald’s o la Coca Cola. Los pistones —no podían llamarse de otro modo jugando en representación de la capital mundial del automóvil— eran rudos, sucios y desde luego carismáticos.
Casi sin pretenderlo reflejaron perfectamente la personalidad propia de la ciudad: dureza callejera y eficacia industrial a partes iguales. Eran el Reverso Tenebroso del showtime hollywoodiense de los Lakers, del cerebral esteticismo renacentista de las huestes de la europeizante y universitaria Boston, o de las hazañas atléticas de Chicago. Los Pistons eran puro Detroit, unos forajidos de las canchas liderados por Isiah Thomas que le plantaban cara a base de chulería Michigander al sonriente prestidigitador “Magic” Johnson, a aquel severo compositor de sonatas para aro y orquesta llamado Larry Bird, o al superhéroe de dibujo animado que conocimos como Michael Jordan. Eran tiempos de gloria para la Motor City. Serían los últimos. Porque el deporte muy a menudo engaña… para entonces la ciudad ya había entrado definitivamente en barrena. Que nos lo digan a nosotros, los españoles, flamantes campeones del mundo de fútbol. Sin trabajo, pero campeones.
Los años 90 y el cambio de siglo trajeron consigo el desmoronamiento total. Las últimas grandes fábricas que aún quedaban también partieron en busca de empleados que trabajasen lo mismo o más por mucho menos dinero y la industria de Detroit, ya agonizante, firmó su certificado de defunción. Ya no solamente los negros del centro de Detroit se veían castigados por el desempleo, sino también los blancos del área metropolitana (caso de Flint, localidad natal de Michael Moore, cuyo colapso económico ha sido nutridamente documentado por el cineasta). La crisis mundial del 2008 ha terminado de acelerar la huida en masa de habitantes y la ciudad se ha desangrado. Las consecuencias de la diáspora han sido tremebundas para Detroit: a menudo han sido los más pobres quienes se han quedado, así que la renta per capita se ha desplomado todavía más, y lógicamente la capacidad recaudatoria del ayuntamiento se ha extinguido. La magnitud del desastre no puede ser exagerada: el consistorio se ha encontrado con gravísimos problemas de falta de presupuesto y ha tomado medidas extremas, llegando a retirar de barrios enteros el alumbrado eléctrico, el suministro de aguas y la recogida de basuras, así como la cobertura policial y de emergencias, todo porque sencillamente ya no hay dinero para mantenerlas. El propio ayuntamiento animaba a los ciudadanos a mudarse a aquellos barrios donde todavía se podían conservar los servicios básicos —aunque depauperados— en lo que constituye un alucinógeno ejemplo de ciudad del primer mundo que da por perdidos varios de sus miembros y ha decidido amputarlos para que no se extienda la gangrena. Regiones enteras de la metrópolis quedaron vacías. Las propias autoridades han decidido demoler edificios que habían quedado vacíos para no tener que hacerse cargo de su mantenimiento. Otros muchos han sido incendiados. Un vistazo a Google Earth resulta revelador: la cantidad de solares vacíos en pleno centro de la ciudad puede dejar boquiabierto a cualquiera.
El porcentaje de solares desocupados del núcleo urbano se ha disparado hasta límites verdaderamente surrealistas.
Una de las presas más codiciadas por los cazadores de bodegones apocalípticos es la Michigan Central Station, que en su día fue uno de los varios motivos de orgullo para una ciudad que podía presumir de contar con la construcción ferroviaria más alta del mundo. Hoy, sin embargo, parece el decorado de una pesadilla distópica. Pocos lugares abandonados hay en el corazón de occidente con semejante atractivo simbólico para el objetivo de una cámara: su solemne y grandilocuente fachada fue concebida en pleno arrebato monumentalista del auge industrial. La estación se alza en solitario frente al Parque Roosevelt, sin otros edificios circundantes: una ubicación insular que durante su periodo de actividad se antojaba casi paradisíaca… qué mejor bienvenida al forastero que una estación rodeada de parques y grandes explanadas de verde césped. Hoy, sin embargo, ese mismo aislamiento la hace parecer un tétrico monolito legado por alguna civilización alienígena, abandonado allí para asombro de los humanos. El estado de abandono de su exterior produce el efecto óptico de hallarnos ante el vestigio de una era remota: vías reconquistadas por la mala hierba, pavimentos agrietados y arbustos que se empeñan en crecer incluso sobre el terrado del edificio del vestíbulo. Todavía más impresionante resulta el interior, aunque desgraciadamente no lo han sabido respetar los compulsivos estampadores de graffitis, incapaces —en sus cortas miras— de reconocer y admirar la grave y majestuosa decadencia catedralicia que los rodea. Todo un templo consagrado al olvido en el que las pueriles pintadas todavía parecen irrespetuosas y fuera de lugar, como si alguien vaciase su spray sobre un féretro sin pensar en la dignidad del difunto.
La decrepitud del Michigan Theater, una tragedia shakesperiana en sí misma.
No menos espectacular ha sido la estéril agonía del antaño esplendoroso United Artists Theater, situado también en pleno centro de Detroit, cuyo tablado ahora desahuciado es uno de los lugares más asombrosos de la ciudad, ya que parece el aterrador decorado de alguna secuencia de Alien, el octavo pasajero. En la ornamentación interior de la sala se distinguen todavía los recargados grutescos —inspirados en la arquitectura de España, por cierto— que un día simbolizaron el afán de los nuevos ricos michiganders por imitar los suntuarios libertinajes del barroco europeo. Ahora, sin embargo, esas formas aparecen desnudas y blanqueadas, como si fuesen el esqueleto de algún inmenso monstruo deforme o los restos inertes de un arrecife de coral. Viéndolo en su actual estado cuesta imaginar su pasado esplendor: el United Artists Theater fue una de las ambiciosas salas de proyección construidas por la compañía cinematográfica que Charles Chaplin, Mary Pickford y Douglas Fairbanks fundaron como respuesta a la dictadura de los estudios tradicionales. Inaugurado en 1928, podía dar cabida a más de 2000 espectadores, pero además de ser un lujosísimo cine de babilónicas hechuras, el Theater sostuvo sobre su techo un edificio de 18 plantas repletas de opulentas oficinas para alquilar. Allí se siguieron proyectando películas de gran formato hasta los años 70, cuando el declive comercial de la cinematografía provocó que la sala fuese adoptada por la Orquesta Sinfónica de Michigan. Pero pasaron los años e incluso la orquesta se terminó marchando, hasta que ya solo quedaba en la planta baja del edificio un club nocturno, The Vault, que ocupaba el antiguo local de un banco y que había transformando las antiguas cámaras subterráneas en espacios nocturnos para el divertimento de las gentes cool del downtown. Aquel club fue el último espacio en resistir al abandono en un edificio donde la antigua sala de cine se dedicaba a criar polvo y donde ya nadie alquilaba ninguna de las oficinas. Cuando también The Vault cerró, el imponente United Artists Theater quedó completamente vacío. Todo el metal útil de cada una de las plantas fue retirado. Ahora, sin uso, el edificio espera una posible demolición.
Por cierto, The Vault no ha sido el único negocio en aprovechar las extintas oficinas bancarias para nuevos usos. Tras la emigración en tropel de las instituciones financieras, sus antiguos locales han sido ocupados por todo tipo de inquilinos oportunistas que, de hecho, cubren todo el espectro de propósitos de servicio social: desde congregaciones baptistas a clubes de striptease. En otros casos, ni siquiera eso. Por ejemplo, la vida del National Bank no gozó de la prórroga del reciclaje y ahora el robusto portón de su cámara acorazada aparece tiñoso de óxido, mientras que los pequeños cajones de seguridad, ya vacíos, simbolizan lacónicamente toda la riqueza perdida de la ciudad del motor. Además de los bancos, la ciudad que reinó en el imperio del automóvil está ahora plagada de gasolineras abandonadas, con sus fachadas aún reclamando la atención a base de colorido maquillaje, como mujeres de la noche incapaces de hacer frente con dignidad a su inevitable decrepitud. Lo mismo puede decirse de los restaurantes y locales de comida rápida que lucen todavía lozanos en sus fachadas, aunque el interior aparece oscuro porque tras sus cristales ya no se sirven hamburguesas ni café: son negocios que a menudo han muerto en plena juventud.
No han tenido mucha más suerte los hoteles. Por ejemplo, el harinoso salón de baile del hotel Lee Plaza fue una de las estrellas en el famoso álbum funerario de la revista Time. Su rigor mortis fue descarnadamente inmortalizado por las cámaras, que captaron la estancia bien bañada por la luz diurna como para mostrar con cruel fidelidad hasta el último desconchón de las paredes. La foto era impactante, presidida como estaba por un piano varado sobre su costado como si fuese un buque después de un naufragio o una ballena agonizando en la playa, en mitad de un decrépito desorden que ni siquiera ofrece el consuelo de resultar solemne. En otro tiempo ese mismo lugar fue patio de recreo donde tenían lugar sofisticados juegos de sociedad; hoy es una tumba de marfil en la que no hay más cadáveres que unas cuantas sillas rotas y un piano desvencijado. No demasiado lejos se levantan dos hoteles de 13 plantas cada uno: el Eddystone y el Park Avenue. Construidos según los patrones de solidez racionalista de los años 20 y otrora repletos de huéspedes que visitaban la ciudad por negocios, son ahora dos mausoleos de mal aspecto, inútilmente erguidos sobre lo que quiso ser un parque y ahora se ha convertido en uno de tantos descampados mortecinos.Tampoco se ha librado del naufragio, como ya comentábamos, el sistema educativo. El Cass Technical High School, por ejemplo, es ahora una especie de museo dedicado a lo que pudo haber sido y no fue. Algunas de sus dependencias, como los laboratorios, sufren un abandono tan pasmosamente estético que bien podría haber sido diseñado por un artista conceptual: cajones y portezuelas de madera abiertas en serie, quizá por buscadores de sustancias de dudoso uso, y encimeras devoradas por el fárrago de mil pequeños utensilios y fragmentos de objetos indefinidos, presidido todo por estanterías prácticamente intactas, repletas de probetas, tubos de ensayo y mecheros Bunsen que nadie se ha molestado en robar.Algo similar sucede en la Jane Cooper Elementary School, donde un día se ayudaba a los pequeños michiganders a aprender a leer, escribir, sumar… a crecer en definitiva. Hoy es una descorazonadora parábola visual del futuro truncado de Detroit. Empezando por su antiguo auditorio, un teatrito donde los pequeños cantaban y actuaban para regocijo de sus padres. Las cortinas del telón están aún en su sitio, pero mientras que el auditorio abandonado aparecía prácticamente intacto en el reportaje de Time, constituyendo una visión tan hermosa como triste, al año siguiente ya había sido destrozado y pintarrajeado por los vándalos de turno… significativo el modo en que quienes deberían sentirse víctimas del declive de la escuela, quienes deberían querer conservar aquellos lugares intactos como monumento a su herido orgullo ciudadano, son precisamente quienes le han puesto la puntilla rompiéndolo todo y llenándolo de graffitis. Con todo, en algunas aulas las pizarra continúan colgadas. Curiosamente, o no tan curiosamente, nadie se ha llevado los libros, que bien se amontonan en cajas o se desparraman por los suelos de la biblioteca. Además de las escuelas, otros servicios públicos abandonados por las autoridades han producido imágenes igualmente impactantes, como la comisaría de policía de Highland Park, donde junto a ficheros y escritorios abandonados se desperdigaban decenas de fotografías de sospechosos, fichas con huellas dactilares e informes que ya no servirán de nada.
Aunque, si hablamos de tamaño, los más grandes pecios del naufragio de Detroit proceden, cómo no, de su industria. Grandiosa, ciclópea, faraónica… todos los adjetivos se quedan cortos para describir la ruina durmiente de la Packard Plant, quizá una de las fábricas abandonadas más fabulosas del mundo. Bautizada inicialmente como Motor City Industrial Park, este complejo de producción de automóviles es otro El Dorado para cualquier fotógrafo ávido de sensaciones postarquitectónicas fuertes, cuya inmensa desolación bien puede rivalizar con los ceremoniosos despojos industriales y militares de la extinta URSS. Lo que allí se encuentra el fotógrafo no desmerece de la escenografía de películas o videojuegos: un laberinto de edificios rectangulares, callejones, túneles y explanadas alfombradas por escombros, árboles secos y arbustos sin vida. Todo metal y vidrio ha sido retirado para el reciclaje; edificios enteros se han visto reducidos a los meros huesos. Cuesta creer que hubo un día en que aquello bullía de actividad, en que allí se gestaba la prosperidad o al menos la existencia medianamente cómoda de tanta gente. El inmenso cascarón vacío del complejo se erige ahora como una broma de mal gusto; tan grande, que su abandono resulta insultante. Como curiosidad, la inmensa planta no está completamente vacía, sino que tiene un inquilino fijo: Allan Hill, antiguo homeless, desheredado del sistema que convirtió una de las naves del lugar en un espacio habitable. El viejo y solitario Hill ya no posee todos sus dientes pero se las ha arreglado para disponer de electricidad, agua e incluso Internet. Un ejemplo de supervivencia y dignidad por parte de un hombre rechazado por el sistema, que ahora habla de ese mismo sistema con calmo escepticismo.
Igualmente imponentes son los restos mortales del complejo River Rouge de la Ford: el interior de sus plantas de producción se antoja hoy un túnel que lleva a ninguna parte, un armazón de metal y cemento expuesto a la herrumbre, como si la torre Eiffel hubiese muerto de vieja, hubiese caído sobre su costado y descansara ahora en horizontal completamente desprovista de su antiguo señorío. Pero no solamente servicios, comercios e industrias han fenecido en Detroit. También barrios residenciales enteros han sucumbido como en una epidemia. Una ingente cantidad de viviendas han sido demolidas, otras incendiadas y otras muchas yacen en silencio, desbaratadas por el tiempo, que lo desmorona todo con una rapidez inesperada. En ciertas localizaciones, la retirada de todos los servicios municipales básicos ha agravado la diáspora y ha producido fenómenos chocantes como el de las viviendas en relativo buen estado que se venden por un dólar, para el que quiera establecerse en mitad de la zona cero… aunque por descontado nadie quiere habitar donde no hay ni luz, ni agua, ni seguridad, ni comercios donde adquirir productos básicos de consumo. En otros barrios con mejor suerte, las casas aún habitadas conviven con los solares vacíos, a los que a veces se les encuentra un uso peculiar: la ciudad puede presumir de contar con auténticos campos de maíz en algunas calles del centro, donde los vecinos han decidido emplear la tierra vacía como huerto particular.
A principios de los 90, cuando fue tomada esta foto, el centro de Detroit ya mostraba un aspecto desolador. Hoy está todavía peor.
También en Brush Park hallamos otras metáforas de ladrillo que nos hablan de un pasado mejor, como la antigua piscina pública, hoy un mero cajón de cemento sin agua que lo llene, todavía dividido en “calles” como la pista de aterrizaje donde se estrellaron los sueños de prosperidad de la ciudad. Es una cripta rectangular erigida con bloques de un anodino gris, su techo oxidado aparece encrespado de cables y focos que cuelgan: todo metal aprovechable e incluso las propias lámparas han sido retiradas. Como en una broma macabra, el mosaico del borde de la piscina todavía indica su profundidad: “8 feet”, aunque ahora ya no hay agua que impida comprobar de un vistazo la distancia al fondo.
Son algunos ejemplos, pero se podrían citar muchos más. Se estima que aproximadamente un tercio del territorio de la ciudad se encuentra en estado de ruina o abandono. Las grandes empresas se han ido y la locomotora de la industria norteamericana se ha quedado detenida en la vía, mientras los arbustos crecen y los más espabilados desclavan las vigas para venderlas al peso. ¿Hay esperanza para Detroit? Hoy, las cifras oficiales hablan de un ligero repunte del trabajo disponible, y los más optimistas cifran el paro en un 18-20%. Pero no pocas voces hablan de un 40% o incluso un 50% de desempleo real, en mitad de un país que actualmente tiene un 8% de media, lo cual —en aquella nación y bajo sus condiciones de vida— ya es considerado demasiado alto. Instituciones como el Family Independence Program, un programa de asistencia social para familias de bajos recursos con niños a su cargo (ofrece unos 500 dólares mensuales a parejas sin ingresos con un hijo único y algo menos de 1000 dólares a familias numerosas con siete u ocho hijos) sitúa a un 34% de la población bajo el umbral de pobreza, pero nuevamente se barajan cifras alternativas que llegan al 60%.
La Michigan Central Station, un asombroso monumento a los daños colaterales del capitalismo.
Las discusiones políticas en torno al hundimiento del buque insignia de la industria manufacturera estadounidense podrían alargarse hasta el infinito. Algunos hablarían del derecho de las grandes empresas a buscar más beneficios en otras localizaciones, otros harían alusión a la responsabilidad social de dichas empresas y de las autoridades que les permiten alzar el vuelo sin consecuencias. Probablemente no exista una respuesta simple que satisfaga a todas las opiniones, pero la realidad de la situación, eso sí, es incontestable. Detroit se ha venido abajo. La “gran D” se ha transformado en una ciudad del tercer mundo inmersa en la nación que se precia de liderar el primero. Incluso el propio gobierno de Michigan, con sede en Lansing, le ha dado la espalda a la mayor población del estado, a la que se contempla con disgusto y reluctancia. Detroit es un agujero presupuestario y las instituciones municipales están sumidas en una lucha por mantenerse en funcionamiento, mientras el gobierno estatal soñaría con ceder de buena gana la ciudad a otro estado o incluso a Canadá.
La gente de Detroit, como suele suceder, ha respondido al cataclismo de las formas más dispares imaginables. Algunos han optado por la delincuencia o el vandalismo. Los hay también que vagan por las calles en busca de despojos, en muchos casos rendidos ante la desesperanza. Otros optan por apelar a la dignidad ciudadana, por ejemplo creando programas espontáneos de “granjas urbanas” para autoabastecerse de alimentos frescos cultivados en los muchos solares vacíos que hay entre unos edificios y otros. Los hay que han llegado hasta el punto de inspirarse en formas de supervivencia local concebidas en el tercer mundo, como un sistema de reciclaje de aguas con el que los vecinos de pequeñas zonas mantienen el valioso fluido circulando a despecho de las fallas institucionales. Mientras tanto, los mapaches y otros animales salvajes han empezado a merodear de nuevo por la ciudad del automóvil, que no los veía en sus calles desde tiempos inmemoriales.
El barco se ha hundido. Esto debería producir una profunda reflexión. Fue la cuarta mayor ciudad de los Estados Unidos y, si sucedió allí, podría suceder en cualquier parte. Porque lo que la caída de Detroit ha demostrado es que una ciudad no es el conjunto sus edificios, ni de sus infraestructuras, ni de sus instituciones. Una ciudad es su gente. Si la gente se marcha, la ciudad muere. Y la gente se marcha cuando no tiene trabajo. ¿Inevitable? Quién sabe. ¿Triste? Desde luego. El Titanic se hunde, queda para la opinión de cada cual ponerle nombre al iceberg.
Fuente: http://www.jotdown.es/2013/02/detroit-asi-se-hundio-el-titanic-del-capitalismo-estadounidense/