Por María López Paniagua
En un mundo en el que 1000 millones de personas pasan hambre, casi la mitad de la comida que se produce cada año acaba en la basura. De los 4000 millones de toneladas de esos alimentos, casi 2000 millones no llegan a ningún hogar, ni mucho menos a la mesa de los millones de personas que padecen malnutrición.
El último informe de la FAO sobre el hambre en el mundo desvela la verdad de una crisis silenciosa que apenas despierta titulares y que no parece interesar al Fondo Monetario Internacional o al Banco Mundial. Tales cifras, según expertos, son consecuencia de la sobreproducción y explotación agresiva y descontrolada de algunos recursos. Entre ellos es importante destacar el agua, que se emplea en lugares donde es un bien escaso para cultivar cosechas que no se consumirán.
Sin embargo, el problema de semejante desperdicio va más allá de estas cuestiones relacionadas con la producción. Se trata sobre todo de un problema de educación en las sociedades más opulentas. La implantación de un consumismo voraz, que lleva décadas escapando del control de los hogares, impulsa la creación de ofertas y estrategias que nos incitan a comprar más de lo que en realidad necesitamos.
El monopolio agroalimentario de las multinacionales impone un modelo de producción y consumo de alimentos que también apoyan gobiernos e instituciones internacionales. Del mismo modo, las grandes superficies y comercios aplican severas leyes de caducidad que a menudo no responden a la realidad y les obligan a tirar a la basura alimentos en perfectas condiciones para el consumo.
A raíz de las numerosas crisis alimentarias que se han producido en las últimas décadas, muchas iniciativas se han puesto en marcha para combatir el desperdicio de alimentos. La FAO ha emprendido una campaña conjunta con otras asociaciones para reducir el despilfarro de alimentos en toda la cadena de producción, aunque en concreto va dirigida a los consumidores, los minoristas y el sector hotelero.
Este último es responsable de un gran número de toneladas de comida desperdiciada, en gran parte debido a los “buffets libres” y otros modelos que favorecen la compra y consumo compulsivo de alimentos. También la Unión Europea ha querido frenar el despilfarro de comida y ha emprendido una campaña denominada “Contra la reducción de desechos”.
De manera paralela se han ideado otras muchas iniciativas a menor escala, de grupos o pequeños colectivos que quieren impulsar el cambio. Un ejemplo es el de “Feeding Zaragoza”, que con las sobras de agricultores y supermercados ha organizado comidas gratuitas para mil personas. Los bancos de alimentos siguen siendo el eslabón más fundamental para un reparto justo de mucha de esta comida sobrante.
En América Latina, muchos países han optado por potenciar el papel de estos bancos de alimentos, como México, que cuenta con la efectiva Asociación Mexicana de Bancos de Alimentos, dentro del plan “Cruzada Nacional contra el Hambre”, para distribuir alimentos entre esa población que no tiene acceso a los bienes más básicos.
Resulta aún más impactante el alcance de las cifras sobre desperdicio alimentario si se considera que la producción mundial ha alcanzado su cuota más alta. Hoy se produce más comida que en ningún otro momento de la historia y aun así esta industria fracasa en cumplir su misión más inmediata: alimentar a la población mundial y eliminar el hambre a escala global.
Por fortuna se trata de un problema que se puede denunciar y hasta cierto punto corregir desde todos los niveles, empezando por los hogares. El primer paso es el cambio de consciencia, eliminar la percepción del alimento como algo trivial y abundante para todos. El siguiente, aumentar la generosidad y solidaridad hacia estas nuevas iniciativas para disminuir tan grandes desigualdades en lo más básico.
* María López Paniagua es periodista
Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España.
Twitter: @CCS_Solidarios