Desde Mirabal, adiós a la última mariposa

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El 2 de febrero murió la única sobreviviente de las cuatro hermanas de esta familia; las otras tres fueron asesinadas en 1960 por el dictador dominicano Rafael Trujillo.

Por Víctor Flores García/ Milenio

El estupor por el asesinato de tres jóvenes opositoras a la dictadura dominicana, perpetrado a finales de 1960, fue el principio del fin tres décadas de la tiranía del general Rafael Leónidas Trujillo. Cinco meses más tarde, la rabia llevó a un grupo de conspiradores que reivindicaban la memora de las hermanas Mirabal a cometer un magnicidio a balazos: “Yo cargué con el recuerdo toda mi vida para contar aquella historia”, me dijo a sus 82 años, en su casa solariega, su hermana Bélgica Adela Mirabal. Lo dijo con una resignación de abuela, enmarcada por una sonrisa dulce y el brillo de unos ojos claros que miraban con serenidad y sin amargura.

El pasado domingo 2 de febrero, a sus 88 años, Dedé Mirabal —como todo el mundo conocía a la única hermana que sobrevivió a la masacre—, moría en Santo Domingo abatida por una mal respiratorio. Se extinguía la vida de un símbolo de la rebelión contra la dictadura de Trujillo (1930-1961), una época autoritaria que languidece en Latinoamérica, de la cual quedan muy pocos protagonistas, incluido Fidel Castro en Cuba.

La saga trágica segó la vida de tres hermanas: Patria, a sus 36 años, atractiva esposa de un líder rebelde; Minerva, a sus 34 años, bella y altiva, quien había desairado en público al dictador 10 años antes, en un baile; y la menor María Teresa, de 26, esposa de otro preso político. La vida de Dedé, quien tenía entonces 35 años, quedó atada a aquellas ausencias; pero ella sabía lidiar con generosidad con quienes buscaban indagar en la nobleza de su memoria, como aquella tarde que me invitó a tomar zumos tropicales en su jardín.

La masacre de tres madres y esposas, rebeldes y cultas heroínas provincianas en una época de tiranías militares, cometida el 25 de noviembre de 1960 por cinco agentes enviados por el propio generalísimo, apodado El Chivo o Chapita, puso fecha en 1999 al Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.

Pasaron muchos años de autoritarismo antes de que surgieran obras inspiradas en sus biografías: como El tiempo de las mariposas, de Julia Álvarez, en 1991, llevada al cine en 2001 con Salma Hayek, Lumi Cavazos, Demián Bichir, Pedro Armendariz Jr. y Edward James Olmos (Time of the Butterflies), o Tres heroínas y un tirano, de Miguel Aquino García, basada en testimonios. Mariposa era el pseudónimo de Minerva en la lucha clandestina.

La obra más aclamada sobre el mito ha sido La Fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, publicada en el 2000. El Premio Nobel investigó la época marcada por el asesinato de las mujeres que dejaron seis hijos, a quienes Dedé convirtió en sus propios herederos, sin salir nunca de de su propiedad de Ojo de Agua, en el pueblo de Salcedo, corazón de la isla.

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SOBREVIVIR SIN RENCOR

“El sacrificio de mis hermanas abonó la democracia que hoy disfruta República Dominicana”, continuó Dedé, con una convicción serena bajo unos árboles frondosos. Ella viviría 52 años más con el estigma de ser “la sobreviviente de las hermanas Mirabal”. El país ha respetado ese apellido desde aquel drama: su hija es ahora diputada nacional, un sobrino, hijo de Minerva, fue vicepresidente y es ministro de Deporte, reconocido por hacer los viajes a su tierra natal en autobús, y la muerte de Bélgica Adela, Dedé fue lamentada por todo el país.

“Todas las fuerzas democráticas reconocen ahora el sacrificio de mis hermanas”, parecía consolarse. Su pérdida estuvo presente cada día de su longeva vida. Desde la ventana de la casa familiar de amplios jardines, Dedé observaba cada día un trágico monumento formado con el chasis pintado de color plateado del jeep en el que sus tres hermanas y el chofer, Rufino de la Cruz, fueron lanzadas a un precipicio. Los sicarios intentaron simular un accidente, después de asesinar a las jóvenes mujeres a garrotazos y por estrangulamiento.

Dedé fue por los cuerpos de sus hermanas a la capital y cruzó la isla de pie en la caja trasera de una pick up, sola, con los tres ataúdes, gritando como una loca: “¡Las mataron, asesino, asesinos!”. Mandó colocar frente a la ventana de su habitación aquellos fierros retorcidos con una placa, como memorial en un pequeño parque frente a su casa, bajo una frondosa ceiba abrazada por enredaderas tropicales. Era sorprendente que alguien pudiera vivir toda su vida con aquel recuerdo lacerante ante sus ojos. “Me da fuerza, pero he educado a mis hijos a vivir sin rencor”, me dijo aquella tarde de junio de 2008, cuando Leonel Fernández, su amigo, acababa de ser reelecto presidente.

“Mis hermanas eran demasiado avanzadas para su época”, comentaba sobre los reconocimientos que llegaron de todo el mundo, desde que la ONU homenajeó a sus hermanas. Sus ojos claros brillaban y parecían a punto de llorar, pero nunca derramó una lágrima en la conversación de casi dos horas, cuando me recibió con su atractivo mechón blanco y vestido de seda floreado. Pareció adivinar mi sorpresa por su manejo del dolor: “Ya se me secaron los ojos de tanto llorar”.

UNA VIDA DE NOVELA

Las Mirabal, agraciadas por una notable belleza mestiza, fueron asesinadas en La Cumbre, un punto remoto de la cordillera que atraviesa la isla caribeña, cuando regresaban de visitar a los maridos de Minerva y María Teresa, presos por conspiración en la fortaleza de Puerto Plata. La cárcel les había sido familiar: ellas habían sido presas políticas, la menor de todas había sido desnudada ante la tropa una vez; y su padre había sufrido prisiones que terminaron enfermándole el alma, hasta morir el 14 de diciembre de 1953.

La historia de las hermanas Mirabal fue narrada por Vargas Llosa en su novela; pero Dedé me contó que cuando el escritor peruano llegó en busca de ella, para recoger su testimonio no la encontró. Entonces, el novelista impaciente se fue a visitar el museo levantado por ella misma a unas cuadras en la antigua casa familiar, que se ha conservado con el mobiliario intacto y las habitaciones de las tres jóvenes mujeres.

En las recámaras están los vestidos, cuadros, libros y utensilios de tejer. Allí permanece una caja de cristal con una larga trenza de María Teresa, que la misma Dedé cortó en el ataúd antes del sepelio. También sorprende la máquina de coser donde Minerva tejía un vestido con los colores del pabellón dominicano, que ella pensaba estrenar el día de la liberación nacional.

Hubo décadas de silencio en las cuales Dedé se retrajo a un exilio interior, al silencio: “Después de los asesinatos, sufrimos 18 años de persecución hasta que cae en 1978 el primer gobierno de Joaquín Balaguer”. Aquel longevo acólito de Trujillo quedó como único poder tras el atentado que puso fin a la dictadura.

Los años la volvieron abuela y bisabuela; y bajo su guía, su descendencia recuperó la dignidad. Sus últimos años los vivió en paz: “Estoy tranquila. Nuestro país ha mejorado mucho, la mujer ha logrado ocupar el lugar que merece en esta sociedad. Llevamos más de dos décadas de libertad de expresión y acción”. El hijo de Dedé, Jaime David Fernández Mirabal, regresó de Italia donde trabajaba para la ONU: “Vengo a luchar por mi pueblo”, dijo mi hijo y le respondí: “¡Ay hijo mío, la política solo me ha dado tragedias!”. Él se convertiría en vicepresidente de Leonel Fernández y miembro del gabinete del actual gobierno de Danilo Medina.

MUJERES INDÓMITAS

Minerva fundó, junto con su esposo Manuel Tabares, el Movimiento 14 de Junio, en homenaje a los jóvenes dominicanos que en esa fecha de 1959 desembarcaron para emprender un movimiento de liberación y fueron ejecutados. La trama fue descubierta en enero de 1960, Minerva fue capturada dos veces y liberada tres meses antes de ser asesinada.

Fidel Castro ayudó desde Cuba al desembarcó rebelde, con tan mala coordinación con los líderes dominicanos que frustró un atentado que se preparaba contra el dictador. Descubiertos y apresados los conspiradores, la represión se extendió: “Trujillo lo planificó todo cuando ellas visitaban a sus esposos. A mi madre le hicieron firmar una carta aceptando que había sido un accidente”, me relató moviendo su mano como si firmara aquel papel.

La humillación pública que le hizo pasar Minerva al dictador en un baile es célebre. Dedé afirmaba que allí comenzó la persecución. El Jefe despechado tramó el asesinato después de trasladar a los maridos al remoto fuerte de Puerto Plata. “Estaba convencido de que la ideóloga de ese movimiento era Minerva. Un día dijo: ‘Tengo dos problemas, la Iglesia católica y las Mirabal’. El crimen fue el fin del dictador, pagó con su vida tantos crímenes”. La muerte de Trujillo llegó en el atentado del 31 de mayo de 1961.

En la parte medular de la novela, Vargas Llosa se detiene a escarbar en los pensamientos íntimos de los conspiradores, mientras esperaban durante horas de angustia el paso del automóvil del generalísimo, en aquella noche: recordaban redadas, prisiones, asesinatos, como el de las Mirabal: “Alberto Imbert sintió aquel aguijón en el pecho, inevitable cada vez que recordaba el lúgubre día (…) Lo ocurrido a las Mirabal les hacía chirriar los dientes y les daba arcadas”.

Y trató el episodio del baile: “Otros insinuaban que no fue solo un desaire, que (Minerva) lo abofeteó porque bailando con ella la manoseó o le dijo algo grosero, una posibilidad que muchos descartaban (“No estaría viva, la hubiera matado o hecho matar allí mismo”), pero no Antonio Imbert. Desde la primera vez que la vio y escuchó, no dudó un segundo en creer que, si aquella bofetada no fue cierta, pudo serlo”.

Dedé me contaba el diálogo que había tenido su hermana Mineva a sus 24 años, cuando Trujillo había intentado conquistarla en el baile “¿Usted me está rechazando? ¿No está de acuerdo con mi gobierno? ¿Y si yo le enviara a mis acólitos a conquistarla?”. Ella siempre estuvo orgullosa de la respuesta aguda de Minerva: “¿Y si yo los conquisto a ellos?”. No había sido una bofetada, pero la familia abandonó la fiesta, lo que fue tomado como una afrenta por el generalísimo, que comenzó a sospechar y a perseguirlas, hasta que las mandó matar.

Fuente: Milenio

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