Adolfo Sánchez Rebolledo
Muchos habíamos anticipado que un fallo puntilloso, letrista, superficial, lejos de resolver el problema de las impugnaciones de la Coalición Progresista agravaría la desconfianza y sería un golpe a la gobernabilidad. Pero el celo de los magistrados –y el tono obsecuente y exonerador de sus discursos– superó todos los cálculos, pues a los togados no les bastó con desdeñar las pruebas o minimizar los agravios imputados, sino que éstos pasaron de largo sobre el sentido último de las quejas y no admitieron siquiera que las irregularidades pudieran ser motivo de preocupación para la salud democrática de la República. La unanimidad de la resolución es, en este caso, prueba de la insensibilidad del Poder Judicial para atender graves asuntos de Estado. En respuesta directa e inmediata, Andrés Manuel López Obrador rechazó categóricamente el acuerdo del tribunal electoral, llamó a la resistencia y la desobediencia civil y propuso una reunión abierta de sus partidarios para definir los pasos a seguir. Mientras, los diputados y senadores electos ocuparon sus asientos en la Cámara y el Senado, e incluso constituyeron un frente amplio parlamentario, con lo cual se aleja la posibilidad de que el enfrentamiento con el nuevo gobierno se convierta en una ruptura institucional como la que prevaleció a raíz de los comicios de 2006. En estas circunstancias, la asamblea del domingo próximo tiene un enorme significado pues será el punto de partida en la reflexión de cuando menos dos asuntos básicos: a) la valoración de la coyuntura marcada por el cambio de gobierno, y b) el destino y la definición de Morena en relación con las otras fuerzas de izquierda, incluyendo al PRD. Aunque a muchos les parezca innecesario, para abordar dichas cuestiones hace falta un balance sereno, objetivo, de los últimos años, incluyendo por supuesto la última campaña presidencial.
Por lo pronto, es hora de asumir que nos hallamos ante una nueva etapa en la que se conjugan los problemas legados del fracaso del panismo con la forma como se dio la victoria del PRI. A la protesta por el inepto fallo del tribunal, se debería proseguir con la elaboración de una política que haga imposible la repetición de la fórmula ensayada por la oligarquía para crear una mayoría aun antes del ejercicio electoral. Más que intentar anular los resultados electorales que, para todo fin práctico, léase legal, son inatacables, se trata ahora de crear una nueva situación política donde sea posible retomar, profundizándola, la iniciativa a favor del programa de reformas que la izquierda progresista ha esbozado en los años recientes. No está de más recordar aquí que siempre se dijo que, con todo y su relevancia, las elecciones presidenciales de 2012 eran sólo una parte de la política por la transformación de México y no el punto terminal de la estrategia de cambio. Han cambiado los medios, no los objetivos. A Peña Nieto, ciertamente, le será difícil lavarse el rostro de las acusaciones acumuladas durante la campaña, pero hoy, a diferencia de lo que teníamos por seguro antes de los comicios, sabemos (como también lo descubrieron los jóvenes del #YoSoy132) cómo opera la tendencia a la concentración del poder acelerada bajo los gobiernos panistas, de qué manera se interpone la visión de los grandes poderes fácticos excluidos de la fiscalización democrática al libre ejercicio de la voluntad ciudadana, no sólo en el momento de ir por el voto sino como un mecanismo permanente al servicio de la ingeniería del consentimiento, sustentado en los valores del individualismo y la competencia como parte esencial del los paradigmas éticos, políticos y ciudadanos inscritos en la ideología dominante. La izquierda requiere de un planteamiento capaz de contrarrestar esa visión, poniendo en la agenda la lucha por los derechos, estimulando la organización autónoma y el impulso a las reformas que, junto con otra ruta hacia el desarrollo, fortalezcan la emergencia de la ciudadanía en condiciones de cohesión social. Para lograrlo tiene que estar a la altura de las exigencias.
Al respecto, algunos ya están hablando de la posibilidad de formar un nuevo partido aunque no se trata, como en otros momentos, de una propuesta unitaria, abierta a todas las fuerza progresistas, sino de una opción para rencauzar al lopezobradorismo, aunque no se excluye la idea de formar un frente más o menos permanente para potenciar las alianzas entre varios partidos, cada uno con su identidad singular. Si es la primera opción, está en el aire la necesidad de revisar críticamente la tesis del partido-movimiento, concebida como una especie intermedia de organización que en tiempos electorales se comportaría como un partido con registro y en los periodos normales, por llamarlos de algún modo, atendería las causas y a las movilizaciones populares, es decir, como un movimiento. Esa noción hizo crisis en el PRD. Por ello, hay reticencia a la idea de partido, pues se teme que ésta remita a fórmulas superadas o indeseables. En particular, se rechaza la idea de crear una institución que, lejos de representar los intereses directos de los afiliados, termine montándose sobre ellos hasta crear un aparato que defiende sus propias dinámicas sobre la del movimiento. Pero esa es también una falsa disyuntiva, como se ha probado en el mundo y entre nosotros también. Hemos tenido numerosos movimientos, pero la experiencia partidista es más bien pobre y desalentadora y, sin embargo, la izquierda no puede prescindir de un centro político capaz de procesar colectivamente sus propuestas. Incluso la izquierda extraparlamentaria requiere de una dirección política que en los hechos actúa como un partido. Tampoco la izquierda institucional, que tanto repele a muchos, podría desplegar todas sus potencialidades sin apoyarse en el movimiento social que constituye la primera línea de defensa ante la desigualdad y todas las formas de discriminación moral y social que limitan en los hechos las libertades fundamentales. Lo fundamental sería admitir que, a diferencia de los viejos partidos clasistas, la izquierda de hoy reconoce en el movimiento que esas expresiones son autónomas, apartidistas y, en ese sentido, imposibles de reducir al nivel de correas de transmisión que en otros tiempos se les confería a las organizaciones sociales o a los sindicatos, cuya ausencia marca la debilidad histórica de las fuerzas progresistas. Promover la organización de los sectores populares y la ciudadanía es también un tarea política.
Artículo publicado originalmente en La Jornada